Sala de ensayo
Julio Cortázar. Fotografía: LifeCortázar sobre ruedas

Comparte este contenido con tus amigos

“Lo fantástico parece que sólo es posible en la tecnología...”.
Mempo Giardinelli

Sucede de este modo: un día casi como cualquier otro, y a partir de la Revolución Industrial europea, la modernidad (ese término ambiguo que ha obsesionado a la raza humana durante siglos) se convierte en un elemento sospechoso, y en promotor de una probable catástrofe futura. Las mujeres y los hombres de aquellos años, sorprendidos ante la vertiginosa avanzada de la ciencia y la tecnología, descubren de pronto su vulnerabilidad ante la precisión de la máquina. Un día los seres humanos se levantan, somnolientos y fatigados, se buscan en el reflejo triste del azogue, y reconocen, vencidos, la limitación de su cuerpo, la fragilidad de la carne. Entonces se horrorizan. La modernidad es vista por ellos, y a partir del día aciago, como una amenaza potencial.

Rondando la era victoriana, Mary Shelley, en su legendario Frankenstein, se dio a la tarea de regalarnos un Prometeo contemporáneo, capaz de vencer el espantoso abismo de la Muerte. La perturbadora obra de la escritora, bajo el disfraz de una historia de terror, no deja de confrontar los riesgos ineludibles del desarrollo científico, convirtiéndose en uno de los primeros libros que presagian los peligros del progreso. Este libro, de una originalidad monstruosa como sus propios personajes, no es, sin embargo, un hecho literario aislado. Los escritores de la época, preocupados por la velocidad con la que parecían vivirse los tiempos, se encargaron de plasmar en sus letras la dimensión de sus dudas: Stevenson da vida a un personaje notable, curiosamente cercano al género del horror, quien coincidentemente también es un doctor que, en la búsqueda de un descubrimiento de interés, se ve atrapado en su propia creación. Me refiero a El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hide, obra que sería tan del gusto de aquel “ambiguo público victoriano”, como gustaba llamarlo Chesterton. No mucho tiempo después, en Europa y Estados Unidos, aparecen historias fantásticas con una aplicación científica notable. Cuenta de ello dan las novelas de Julio Verne De la tierra la Luna, Veinte mil leguas de viaje submarino, La vuelta al mundo en ochenta días (que por cierto Cortázar utilizaría, en un juego humorístico de palabras, en su libro La vuelta al día en ochenta mundos), y aquella novela nunca finalizada por el francés, donde describe un París futuro, lleno de automóviles y transportes voladores. Cabe agregar, aunque los ejemplos aún son vastos, la obra de un escritor más: H. G. Wells, quien con sus libros de ciencia ficción La máquina del tiempo y El hombre invisible —de nuevo otro científico en el proceso de un gran descubrimiento— contribuye a consolidar el panorama propuesto.

Algunos años después, en 1931, Aldous Huxley, un inglés sumamente inquieto por el futuro de la humanidad, inaugura en su novela de corte profético (aunque no exenta de cierto efecto alarmista), Un mundo feliz, la era gobernada por el automóvil (siglo VI después de Ford, según la nomenclatura del autor). Es en la novela de Huxley donde queda asentada, de manera extraoficial, la presencia del automóvil como metáfora de la mecanización del mundo en las vidas humanas, y quizás como un resultado concreto de las preocupaciones de los escritores que le precedieron.

Negar, en base a estos argumentos, la tremenda influencia que sobre la literatura de los últimos siglos han ejercido los objetos motorizados, sería, además de inútil, necio. En Latinoamérica, por ejemplo, los albores del siglo veinte inauguran una vasta inquietud en los escritores jóvenes por acercarse a la modernidad y sus peligros. Es el propio Rubén Darío, en su libro Los raros, originalmente publicado en Buenos Aires, quien se encarga de retratar una generación de jóvenes que se sienten marginados, confrontados como los otros, seres endemoniados o locos cuya literatura no es sino el resultado de “las consecuencias sociales de una modernidad que no les ofrecía ningún espacio de sobrevivencia”. Según lo afirma Eduardo Chirinos en uno de sus ensayos al respecto, en el libro mencionado se puede ver “las tribulaciones de Darío frente al mercado, el utilitarismo y la ciencia que amenazaban no sólo con destruir el escaso prestigio social del que aún gozaban los poetas, sino con desterrarlos (esta vez de manera definitiva) de la República y convertirlos en otros”. En 1918, en México, José Juan Tablada escribe el poema “El automóvil en México”, donde el poeta expresa su “fascinación y rechazo frente a los logros de la modernidad”. En el texto citado, Tablada se encarga de abordar el tema con una mezcla de humor y temor ante un objeto, casi animado que, proveniente de la cultura norteamericana, llegaba para instalarse en la cultura mexicana. Paralela a su desconfianza, el escritor ofrece una “advertencia frente a los poderes de una modernidad” que “a sus ojos” sólo podía ofrecer muerte y destrucción. Los años en que Tablada escribe el poema, y en defensa de su visión nihilista al respecto, son años de agitación internacional, donde dicho artefacto se utilizó, como algo novedoso y como elemento de destrucción, durante la Primera Guerra Mundial.

En un escenario mucho más contemporáneo, Roberto Bolaño, el escritor chileno que los críticos y los lectores actuales no se han cansado de alabar, se enrola en Los detectives salvajes, en compañía de Arturo Belano y Ulises Lima, en un viaje irreverente y fresco hasta los peligros del desierto mexicano, en busca de una poetisa en extravío. El elemento imprescindible de la historia, por supuesto, como en cualquier “road movie” que se precie de serlo, es un automóvil.

En Argentina, amén de las primeras manifestaciones del tema durante la primera mitad del siglo XX, un hombre cuyas principales preocupaciones fueron el fenómeno tiempo y la propia contemporaneidad, el ingenioso cronopio de apellido Cortázar, se dio a la tarea de reflejar en sus cuentos la importancia de la tecnología en la vida de los años sesenta y setenta. Este ensayo, breve y modesto, tiene como meta demostrar el influjo de los vehículos sobre rueda en la visión y el pensamiento de Julio Cortázar, a través de dos historias fundamentales en la obra del escritor argentino: “La noche boca arriba” y “La autopista del sur”.

Adentrarnos a Cortázar, en inicio, presupone internarnos en una mente brillante, llena de especulaciones interesantísimas que lindan entre el rigor científico y una mística con asombros infantiles. El autor de Rayuela muestra, durante toda su obra, una repetición interminable de temas fundamentales. Citando a Borges: “Un escritor cree hablar de muchas cosas en su vida; pero lo que deja, si tiene suerte, es apenas una imagen de sí mismo”. De la misma manera, Cortázar, en la vasta riqueza de su literatura, coquetea frecuentemente con el sueño, su amenaza y estructura absurda; la existencia de presencias terribles e inexplicables (no fantasmas, sino presencias) que terminan por obsesionar a los personajes de los cuentos; la posibilidad fantástica de vivir una vida paralela en dos tiempos diferentes; la relevancia de un nuevo espíritu latinoamericano en una época politizada y revolucionaria, que el autor argentino decide asumir en la búsqueda de formas y libertades literarias, lejos de un compromiso político-socialista burdo y fácil; la fascinación que una Europa apacible despierta en un extranjero; y la importancia de resaltar los elementos de la vida moderna.

Es así como en “La noche boca arriba” (un cuento cuya concepción se desprende de un accidente automovilístico que el propio Cortázar sufriera en París) el principal elemento, y eje conductor de la historia, es una motocicleta. En dicho cuento, el personaje principal sufre un accidente un día soleado e inverosímilmente apacible y sin tránsito; motivo que obliga a que lo internen en un hospital, donde su estado es, en apariencia, estable y absolutamente alejado de todo peligro. Sin embargo, una serie de pesadillas y alucinaciones conducen al protagonista a un estado de vigilia donde se mira a sí mismo como un guerrero en el México prehispánico, quien huye y se esconde de las poderosas huestes aztecas —son aztecas, aunque nunca se menciona con precisión su nombre— concentradas en capturar prisioneros para llevarlos a sacrificio, siguiendo la tradición de las guerras floridas. El cuento aparenta cierta linealidad y una estructura lógica; sin embargo, cerca del final, la genialidad de Cortázar se hace presente en el momento en que el protagonista, una vez arrastrado hasta la piedra del sacrificio y a punto de la inmolación, descubre que vive un presente aterrador, y que el sueño es el otro, donde sueña que es un habitante cualquiera, y anda por las calles de una ciudad del futuro. El final de la historia está muy bien construido y es de una fluidez notable: “Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños: un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas”.

El argumento (no se necesita ser un iluminado para comprender cuando se trata de la obra de Cortázar), en apariencia fantástico y cercano a una idea casi mística de la sobre posición de dos dimensiones alternas, presenta problemas más complejos y sutiles. Uno de ellos, sin lugar a dudas, es la convergencia de dos tiempos simultáneos, quiero decir, de dos segmentos de tiempo simultáneos (dado que el tiempo es una materia constante e ilimitada) donde el protagonista cree habitar dos espacios diferentes durante ese curioso periodo que representa una vigilia. Es importante resaltar la maestría con la que se da cuenta de la realidad del sueño, cómo somos conducidos a ese espacio delicado donde es prácticamente imposible distinguir sueño y realidad. “Como sueño era curioso”, nos dice Cortázar en el cuento, “porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie”. Algunas líneas más adelante, y cerrando con la idea, agrega: “Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. Huele a guerra, pensó”.

El segundo problema, propongo, es el de la otredad: el enfrentamiento del motociclista contra su contrapuesto, contra su otro yo. Una situación que para cualquiera puede resultar desconcertante, hallarse de pronto consigo mismo en un tiempo y un estilo de vida totalmente ajeno, sin dejar la certidumbre de ser el mismo. ¿Por qué al escritor argentino le pareció tan atractiva la idea de enfrentar al personaje personal a un desdoblamiento; por qué la idea de la duplicidad ha resultado tan aterradora a ojos de decenas de escritores a lo largo de la historia? Es una pregunta compleja que no concierne al tema, pero que seguramente puede vincularse a la idea individual y egoísta del ser humano de exclusividad ante todo, tomando en consideración que el cuerpo, ese armatoste ineludible que tanto ha intranquilizado a piadosos y a santos, es un instrumento de referencia espacial ante el mundo, que nos engaña con la vana ilusión de que la vida se vive desde nuestro argumento personal y sensorial. Es relevante, sin embargo, el uso que el autor hace de los elementos que tiene al calce para afirmar la otredad, y no obstante, para hacer notar la increíble similitud de las dos épocas, tan distintas entre sí. De este modo, se vale de una imagen muy ágil donde compara la figura del guerrero con la del motociclista, tal vez porque en el motociclista se cumplen dos características indispensables de un guerrero: la individualidad y el espíritu de riesgo. Curiosamente, la historia que nos propone en “La noche boca arriba” no funcionaria de igual manera si sustituimos la motocicleta por el automóvil; era necesaria la justa comparación para hacer trabajar la maquinaria del cuento. Así, el nombre de la tribu a la cual pertenece el personaje es el de moteca, una palabra que el autor se saca de la manga, tal vez incluso de una manera muy elemental, pero de una precisión incuestionable, conjuntando las sílabas de las palabras motocicleta y azteca; el cronopio se permite, de esta forma, dar vida a una nueva cultura del México prehispánico —es evidente que se debe descartar la idea de que el nombre de la tribu se deba a un desconocimiento absoluto del tema precortesiano por parte del escritor, y corresponda, en cambio, a un recurso intencional.

Por último, y cerrando el análisis sobre el texto citado, me gustaría enfatizar una curiosidad en el cuento de “La noche boca arriba”: en un inicio, la tecnología, en este caso la motocicleta, adquiere la forma de un vehículo apacible, un elemento cercano a la humanidad, que ejerce la función de un entretenimiento y brinda una felicidad casi absoluta. Pero, a raíz del accidente que le sucede al protagonista, la motocicleta comienza a adquirir características que conducen a la desconfianza y a la sospecha, hasta tal punto que, al cerrar la historia, la motocicleta se convierte en un objeto lejano e inaccesible para el próximo sacrificado, y por tanto, un elemento que por su dudosa inexistencia despierta la angustia y el miedo del guerrero moteca. ¿Se debe a una casualidad la participación de un vehículo motorizado dentro del cuento? ¿No podría, el brillante creador de Rayuela, haber ideado una historia idéntica, donde el personaje principal estuviera desde el inicio soñando en la cama de un hospital, después de haber resbalado en la bañera, o bien, alucinara mientras camina sobre una calle transitada de Buenos Aires? Particularmente, considero que no se debe a un capricho la aparición de la moto en el cuento citado. Sucede que Julio Cortázar era un obseso de la modernidad. Gustaba tanto de lo lúdico y alternativo en la literatura que elaboraba, como disfrutaba de una década de los años sesenta donde los avances de la ciencia prometían un mundo inusitado. En diversas historias, anteriores y posteriores a “La noche boca arriba”, ya el autor se encarga de poner de manifiesto una sociedad muy contemporánea y revolucionada, lejos de los cánones clásicos y el estilo conservador del propio Borges, por ejemplo. Es curioso, por lo tanto, que aun cuando el argentino pretenda acentuar las ventajas de la modernidad, se permita establecer una motocicleta, un elemento fundamental, en el eje de un cuento fantástico con visibles coqueteos con el horror. Quizás, en el rincón más íntimo del corazón de las mujeres y hombres del siglo pasado y el que corre actualmente, habite un animal primitivo que desconfía y reniega de la intromisión de la máquina en sus roles sociales. El punto es que un aparato sobre ruedas puede aún despertarnos las fantasías más febriles, como consiguió hacerlo en la imaginación del autor de 62: modelo para armar.

Vuelvo aquí a un punto crucial en la exposición de ideas a la que lamento haber sometido al lector: Cortázar, en su afán de emparentar la exposición de una Latinoamérica y una Europa moderna con la literatura de los años que construían nuevas rutas en el universo de las letras, buscó constantemente la presencia de elementos motorizados dentro de sus historias; así, en “Reunión”, e impulsado por un espíritu revolucionario no exento de remordimiento social dada la época que se vivía, es imprescindible la presencia del bote (una especie de Gran Ma), en el que un ejército reducido de hombres llegan a una isla para iniciar la Revolución (en evidente y declarada similitud con el desembarco de las tropas de Castro y Guevara en Cuba). En su libro Último round, también incluye una ficción, “El viaje”, cuya referencia inevitable sería El Guardagujas, de Juan José Arreola, y la cual ignoro si el escritor argentino tuvo oportunidad de leer. En “El viaje”, un matrimonio intenta recordar, sin mucho éxito, la ciudad a la que se dirige el marido. El cuento sucede, bajo un ambiente un tanto absurdo y frustrante, casi irreal, en una estación de trenes, donde aunque ningún tren hace escala en la estación mientras se desarrolla la escena, la importancia de los vehículos referidos, casi como una metáfora del lento paso del tiempo, es imprescindible. En otro de sus cuentos magistrales, “La isla a mediodía”, el elemento que conduce la acción es, de nueva cuenta, un objeto que, bajo el trato de Cortázar, se vuelve casi animado: el avión. Por si quedaran algunas dudas sobre el atractivo que despertaban en Cortázar los artilugios y los vehículos modernos, debemos remitirnos, de nueva cuenta, a su libro Último round, donde el escritor (que además nos ofrece en este libro destellos de una poesía muy contemporánea) admite la admiración que algunos objetos cotidianos despiertan en él: “El siglo veinte”, nos dice, “aceptó vanidosamente sus milagros como si le fueran debidos. El disco, la radio, la televisión, el grabador magnetofónico...”; algunas líneas más adelante declara, a propósito del disco: “Duele entrar en las tiendas de música, ver a los clientes manejando esas fabulosas detenciones de tiempo, el espacio y la vida, tantas veces comprando voces de muertos, violines de muertos, pianos de muertos...”.

En un cuento posterior, “La noche de Saint Tropez”, que casi podría ser una crónica ociosa, Cortázar no se olvida de halagar una motocicleta estacionada cerca de un muelle; el vehículo, por lo visto, ha causado una honda impresión en él: “Una Harley Davidson fuera de serie, un minotauro plateado que parece pesar profundamente sobre el suelo con una fuerza que viene más allá de sus ruedas y su doble soporte, una máquina para domar el espacio y el viento, un huso de aluminio terminado en un doble caño de escape y abriéndose a la velocidad desde un manubrio bajo y pegado a los flancos...”. Es de notar, en la cita anterior, la minuciosidad y el erotismo con el que Julio se permite describir un artefacto inanimado.

Después de la breve enumeración anterior, me interno a la trama de un segundo cuento que se pretende someter al análisis: “La autopista del Sur”. Este segundo cuento, contenido en el libro Reunión y otros relatos, y que da inicio tras una cita de Arrigo Benedetti, resulta más ambiguo y desconcertante que “La noche boca arriba”. La razón del desconcierto deviene de una acertada ausencia de espíritu moralizante y didáctico en la historia. En “La autopista del Sur”, los hechos se desarrollan un domingo, sobre la autopista que conduce desde Fontainebleau hasta París: un accidente, sobre el que todos se darán a la tarea de especular, parece ser la causa de un embotellamiento espantoso que no le permite a los conductores avanzar sino unos escasos metros a lo largo del día. Cortázar, precursor como siempre, parece adivinar los problemas terribles que el tránsito ocasionará en los accesos de las carreteras a las grandes ciudades en un futuro inmediato. En este punto, nos encontramos ante una disyuntiva: ¿es la intención del argentino enfatizar las calamidades del tránsito en la era moderna? A mí me parece que no. El cronopio utiliza el tránsito sólo como un pretexto para elaborar una historia donde, a raíz del embotellamiento, un grupo de personas deciden ordenarse y erigir una nueva sociedad, donde se jugará una serie de roles de lo más diverso: desde el jefe del grupo, hasta un hospital improvisado donde ejercerá un médico de ocasión, sin olvidar los traficantes en el mercado negro. Hay en el cuento algunos elementos interesantes en adición: el deceso de una anciana y el romance de un ingeniero con la chica del auto contiguo, que desembocará en la concepción de una bebé; algunos roces entre conductores, y hasta un suicidio. La intención de Cortázar en el cuento es un tanto ambigua, pero parece irse aclarando a medida que se desarrollan los eventos. Rodrigo Blanco Calderón opina, con respecto a “La autopista del Sur”: “En el tráfico late el impulso sedentario que dio pie a la cultura y a las civilizaciones”.

Es curioso (y muy indicativo) uno de los recursos de los que dispone el cuento en cuestión: a medida que transcurre el tiempo, los personajes van adquiriendo un nombre, mismo que cumpliendo su función natural, se encarga de individualizar a los hombres y las mujeres que se hallan atrapados en el embotellamiento. El nombre de los personajes, sin embargo, es asignado en relación al automóvil que conducen; así nos encontramos con nombres como “Taunus”, “Dauphine”, “el 404”, la anciana del ID... El automóvil en “La autopista del Sur”, tal y como sucede en la vida real, parece adueñarse por completo de la personalidad y la esencia del propietario, un indicativo de la importancia fulminante que tal medio de transporte ha cobrado en nuestras vidas. Este proceso de deshumanización, terrible en sí mismo, se manifiesta de manera paralela en las acciones de los personajes durante el desarrollo de los eventos, hasta tal punto que, una vez que se produce el suicidio del conductor del auto Caravelle durante una noche de embotellamiento, en lugar de darle una sepultura digamos cristiana, deciden deshacerse del cadáver de una manera distinta: “Dejar el cadáver al borde de la autopista significaba someter a los que venían más atrás a una sorpresa por lo menos penosa; llevarlo más lejos, en pleno campo, podía provocar la violenta repulsa de los lugareños... Taunus y sus hombres habían metido el cuerpo en el portaequipajes, y el viajante trabajó con scotch tape y tubos de cola líquida y la luz de la linterna del soldado”.

Cerca del final del cuento, después de varios días de embotellamiento en el que los involucrados han logrado establecer verdaderas comunidades, con sus propias reglas y lineamientos, y de una manera inexplicable, los vehículos comienzan a avanzar sobre la autopista, primero titubeantes, después un poco más firmes; hasta desembocar en una loca carrera donde el ingeniero del 404, quien ha aprendido a cobrarle cariño a esta nueva forma de vida, pero quien, por encima de todo, se ve involucrado en un tórrido romance con la chica del Dauphine, se verá sometido a la pérdida de su reciente novia entre el desbordamiento de los automóviles que intentan avanzar de manera torpe y apresurada. Cortázar (y aquí sí no me atrevería a garantizar que esta fuera la idea del latinoamericano en la historia) parece elaborar una antítesis amor-automóvil. Es el vehículo maldito quien, en medio de la febril prisa de los conductores por llegar a ningún lugar, le arrebata la posibilidad de compartir los días felices con Dauphine, una mujer joven, y sobre todo —sello personal de Cortázar en la presencia femenina— una mujer agradable, fuerte y llena de inteligencia. Por otra parte, no pudiéramos abundar demasiado sobre esta apreciación personal, pues aunque el automóvil es quien le arrebata al ingeniero la posibilidad de amar, no podemos olvidar que es el mismo tránsito, y por ende el automóvil, quien permite el acercamiento de los enamorados.

El eje fundamental de “La autopista del Sur” es, a mi parecer, la terrible prisa que se ha adueñado de las mujeres y los hombres modernos. Todos los conductores (léase ciudadanos) de hoy día, parecen empecinarse en una carrera desenfrenada por estar siempre por delante del resto, intentando ganar espacio entre el conjunto de automóviles que atestan la autopista (la vida). Las líneas que cierran el cuento son de una gran relevancia para reforzar esta idea: “...Y en la antena de la radio flotaba locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia delante, exclusivamente hacia adelante”.

Cortázar parece contaminado por esta ola de desconfianza y pánico que genera una vida moderna calzada a la medida del automóvil. Sin embargo, no deja de admirar el trabajo glorioso del ser humano para construir máquinas tan portentosas. El escritor argentino no dista mucho de nuestras actitudes ante el fenómeno: nosotros mismos seguimos acercándonos a la tecnología con una muestra de terror y fascinación de lo más primitiva, conscientes ante la capacidad de ayuda y destrucción que dichos artefactos involucran. Después de más de dos mil años de historia, el ser humano no parece haber abandonado su postura infantil ante lo novedoso; así como ocurrió con el primer chispazo para producir fuego, así como ocurrió con el interés metódico de un Leonardo da Vinci durante los siglos renacentistas, así sucede con los últimos vuelos espaciales, con los recientes avances en la clonación y la genética. Un día, los hombres y las mujeres nos levantamos, fatigados y absortos, dejamos nuestras casas después de habernos mirado largo rato al espejo sin mayor novedad que una arruga, una imperfección en la piel, y al dar la vuelta a la esquina, al encontrarnos con ese algo nunca antes visto, dejamos escapar un suspiro o una interjección de asombro. Como niños deslumbrados por un acto de magia; como ancianos aterrados ante un acecho de sombra, un desliz de la muerte.

 

Bibliografía

  • Julio Cortázar. Reunión y otros relatos. Seix Barral.
    —. Último round. Siglo XXI.
    —. “La noche boca arriba”.
  • Rodrigo Blanco Calderón. Tráfico y literatura.
  • Louis Stevenson. Obras Completas. Editorial CREDSA.
  • Steve Hansen. Qué hay en los sueños (un ensayo sobre la obra “La noche boca arriba”).
  • Eduardo Chirinos. Nueve miradas sin dueño.
  • Revista de crítica literaria latinoamericana. Reseña Nº 62.