Letras
XX

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El despertador sonó a las dos de la mañana. Juana se movió aún adormilada. Pablo la abrazó y besó su hombro. El sonido del despertador no había tenido efecto sobre él: no durmió en toda la noche.

—¿Ya es hora? —preguntó Juana con un triste susurro.

—Sí —no dijo más.

La mujer se puso de pie, y a tientas buscó su suéter a los pies de la cama. Cubrió sus hombros desnudos, se calzó las sandalias y en silencio salió a la habitación contigua. Pablo la siguió. La pequeña estancia se iluminó con la luz de una disminuida vela. Juana hurgó entre los trastos despostillados y de la reja de fruta, que le servía de alacena, sacó un envoltorio. Lo introdujo en una pequeña maleta negra de agarraderas reforzadas una y otra vez. Él se acercó a ella... la abrazó. Ella lloró y él se tragó las lágrimas sólo para no preocuparla más. “Todo estará bien... ¡Te lo prometo!... Es la única forma, lo sabes”, dijo él y besó su frente.

Los dos se sentaron a la mesa, ella le sirvió un cargado café negro que disfrutó con un pan de coco, bastante seco y duro. En un plato colocó dos tacos de frijoles, que él comió despacio.

—Sírvete algo... No me dejes comer sólo esta vez. Es la última vez que como contigo —señaló con sus ojos negros de mirada complaciente.

Ella se puso de pie y se acercó a la estufa. Tomó una taza, se sirvió café y regresó a su lugar.

—¿No comes pan? —preguntó él.

—Sólo hay para los niños —dijo ella y bajó la mirada.

—Ves cómo no hay otra opción. Si me quedo aquí esperando que al gobierno se le ocurra crear trabajo nos vamos a morir de hambre. Los niños necesitan comer —mencionó Pablo.

Después de unos minutos se puso de pie. Juana se incorporó rápido: sus manos estaban cubiertas por una ligera humedad y su quijada comenzaba a temblar. Pablo se dirigió a la habitación de donde había salido minutos atrás. Corrió la cortina que dividía las dos estancias y se encaminó a la cama vecina a la suya. Dos pequeños cuerpos reposaban tranquilos entre las cobijas. Se inclinó, acarició el rostro de cada uno de ellos y les besó la frente. Lloró. Los niños se movieron y susurraron algo que él no logró comprender.

De regreso a la otra estancia se puso la chamarra, tomó la pequeña maleta y contempló a su esposa. Ella se abalanzó sobre él. Las lágrimas se hicieron presentes. Pablo la apartó bruscamente y se encaminó a la puerta. Ella lo alcanzó y colocó en sus manos ochenta quetzales: “¡No, ya llevo para la balsa y lo que se necesite! Y a ti te puede hacer falta!”, dijo él mientras acercaba las monedas a su esposa. “Es un viaje muy largo y la comida no te alcanzará para siempre... ¡Llévalo contigo!”, señaló la mujer. Él contempló el dinero que su esposa había ganado el día anterior lavando ropa y haciendo aseo, cerró el puño fuertemente y guardó las monedas en la bolsa del pantalón. Abrió la puerta y sin voltear atrás caminó por el estrecho sendero que lo llevaba a la polvorienta calle.

Habían planeado ese viaje desde meses atrás. Ella se resistía a hacerlo y a él, aunque no deseaba recorrer tan largo camino, la situación lo había obligado. Ambos vivían en uno de los tantos olvidados pueblos guatemaltecos. Un lugar donde el trabajo duro, cuando lo había, sólo redituaba menos de cuarenta quetzales al día. Dinero que no alcanzaba para mantener a las cuatro bocas de una familia.

Pablo caminó por más de media hora, aun cuando sabía que en la oscuridad la Mara Salvatrucha hacía de las suyas. Con precaución llegó al lugar donde salían los autobuses que lo llevarían a la frontera con México. Pagó lo correspondiente y se subió al camión. No alcanzó asiento, era mucha la gente que dirigía su camino a esa frontera y el transporte jamás se daba abasto. Menos aun en el camino de regreso. Muchas de las personas iban a México a comprar alimentos, gasolina y ropa, y a su vuelta el camión se hacía insuficiente con las cajas y bultos. Aunque muchos, como Pablo, no regresaban. El chofer iba acompañado de dos hombres, quienes ayudaban a cuidar que la Mara no anduviera cerca.

Después de cinco horas llegaron a su destino: el río Suchiate. El autobús se detuvo y todos descendieron. Pablo caminó unos metros: frente a sus ojos el río lucía enorme. Sus aguas estaban inquietas. Del otro lado, México y el puente El Talismán. Pero Pablo, y el resto de los ocupantes del autobús, no cruzarían por ahí. Caminó varios metros hasta que encontró el transporte habitual para los migrantes: las balsas. Construidas con enormes cámaras de llantas y cubiertas con madera, recorrían el río a su antojo.

El Sol ya había salido para entonces y eran muchos quienes deseaban cruzar del lado mexicano. Cerca del puente la policía veía ir y venir las balsas, cargadas de gente y mercancía, pero nadie hacía nada. A diferencia de la frontera Norte de México, totalmente custodiada, la frontera Sur era paso para cualquiera.

Pablo tuvo que esperar su turno. Pagó más de veinte quetzales al balsero y se acomodó en un pequeño lugar. Lo que parecía un viaje corto, tomó más de media hora por lo intempestivo del agua. La corriente jalaba a la balsa y el balsero luchaba con ella para alcanzar la orilla. El agua mojaba a los ocupantes de la pequeña barcaza mal construida. Pablo colocó su mochila sobre sus piernas, evitando que el agua tocara sus pertenencias. El miedo lo invadió cuando vio que de una balsa cercana a la suya una mujer caía al agua. Se escucharon gritos e inmediatamente un hombre se lanzó en su ayuda. El balsero alcanzó a la mujer con la larga garrocha y el hombre logró regresarla a su lugar.

Cuando llegaron a tierra firme Pablo descendió aprisa, su pantalón estaba empapado. Temblaba. Por fin estaba en Chiapas, sólo le faltaba recorrer todo el territorio mexicano para estar en Estados Unidos. Caminó un poco y se introdujo entre los árboles. Alcanzó a un grupo de hombres que aprisa se alejaban del pueblo.

—¡Oigan!, ¿son guatemaltecos? —preguntó nervioso.

—Nosotros tres sí, él es salvadoreño y él hondureño... ¿Vas pal norte? —lo interrogó un hombre delgado de largos brazos.

—Sí... Busco el tren —aclaró Pablo.

—Todos buscamos el tren... Primero hay que tomar las camionetas —señaló otro hombre.

Nadie dijo nada. Pablo se unió al grupo. Después de unas horas de andar y no descansar llegaron a un lugar donde un par de camionetas aguardaban la llegada de los indocumentados y parecían no darse abasto. Ese era el transporte a Tapachula, luego los hombres tenían que acercarse a las vías del tren. Pablo trepó a una de las camionetas procurando no separarse del grupo al que se había unido. Ya no sólo hombres estaban en el lugar, había mujeres, algunas jóvenes, otras maduras y unas más embarazadas con niños en brazos y otros prendidos a sus faldas.

Estaba cansado y tenía hambre, pero sabía que si sacaba su comida en ese momento desaparecería con la ayuda de todos. Trató de dormir un rato, mas el llanto de un niño le espantó el sueño. Era un pequeño, tal vez de tres años, quien pedía a gritos un poco de agua. Su madre le acercó una botella y él, con el llanto ya seco, la bebió aprisa.

Por fin llegaron a Tapachula. Todos tenían hambre, pero decidieron no parar hasta llegar a las vías. Cuando hubieron encontrado el lugar se sentaron a un lado cerca de un grupo de árboles. A lo largo de las vías había indocumentados, algunos aguardaban en descuidadas estaciones, de las que sólo quedaban algunas paredes, otros se ocultaban en cementerios y unos más simplemente se tumbaban entre la maleza.

Pablo probó alimento, por primera vez desde que había salido de casa. Sacó de su mochila el envoltorio preparado por su esposa. Lo desenvolvió con calma y tomó entre sus manos un par de chuchitos. Quitó la hoja de maíz y con los dedos sucios y temblorosos partió un trozo de la masa. Lo llevó a su boca y despacio lo tragó. Jamás ese tamal había tenido tan buen sabor. Destapó la botella de café y bebió. Introdujo la mano nuevamente en su mochila y una doblada de queso desapareció rápido en su boca. Después de unos minutos se sentía satisfecho, y aunque no hubiera sido así tenía que guardar algo de comida para el camino.

Eran muchos los que esperaban al tren. Nadie sabía en qué momento pasaría. El Ferrocarril del Itsmo, Chiapas-Mayab, se había convertido en uno de los principales medios para atravesar México y acercarse a Estados Unidos. Muchos lo buscaban aunque lo conocían como El tren de la muerte, porque no paraba para que alguien subiera, siempre estaba en marcha y entre sus ruedas la muerte se había llevado a miles de indocumentados.

Todos se habían agrupado, eran mejor estar unidos para cuidarse de los Mara Salvatrucha que también habían llegado a territorio mexicano. Algunos de ellos seguían su camino para Estados Unidos, pero otros se quedan en tierras chiapanecas para asaltar a migrantes.

Pablo, durmió un rato, recargado en un árbol pensó que en ese momento Juana regresaría de lavar ropa ajena. Llegaría cansada a casa y vería que los niños tiraron la ropa al piso, mancharon de lodo las cortinas y hambrientos la esperaban sentados a la mesa a un lado de cáscaras de alguna fruta que habían devorado para entretener el hambre. Seguía recargado cuando vio a un hombre acercarse a la vía: colocó una de sus manos sobre ésta y vio al Sur: “¡Ahí viene el tren! ¡Ahí viene el tren!”, gritó. Todos se pusieron de pie y se acercaron a las vías. A lo lejos se veía el enorme animal oscuro que ya comenzaba a lanzar sus gritos. “Tienes que ponerte muy buzo, amigo, porque subirse al tren en movimiento no es fácil... si no te agarras bien te caes y te parte en dos”, le dijo un hombre a Pablo.

El tren se acercaba. Hombres, mujeres y niños vieron pasar la máquina veloz que comenzó a disminuir la velocidad para tomar la curva. Todos empezaron a correr. Un hombre, de anchos hombros, fue el primero en subirse firmemente a uno de los vagones de carga. Una mujer le ofreció los brazos de un niño que lloraba despavorido. Él lo tomó fuertemente. Lo apretó contra el vagón y mientras lo sujetaba con una mano tendía la otra a su mujer. Ésta corrió tras el tren, corrió lo más que pudo hasta que logró tocar la mano de su esposo. De un fuerte jalón la trepó al vagón. Ella se acomodó entre dos vagones, apeándose de la escalera. El niño no dejaba de llorar. Así, cada hombre fue subiendo al tren en marcha, sujetándose de los vagones cargados de alimento. Pablo corrió por más de cien metros hasta que logró asir una barra de un vagón. Se subió por completo a él. El aire parecía huir de sus pulmones. Respiraba apresuradamente. De pronto vio cómo un muchacho trató de trepar al vagón, pero su mano vaciló. Se golpeó contra el frío metal del furgón, para después caer en las vías. El tren pasó sobre sus piernas y él sólo escuchó sus gritos de dolor.

Poco a poco los hombres se colocaron en las escaleras entre los vagones o sobre los techos de éstos. Siempre cuidándose de no interponerse entre las ramas de los árboles. Pablo se quedó trepado a una escalera. Sus manos sujetaban fuertemente el metal, la velocidad del tren y el viento hacían titubear sus pies que sólo reposaban en una pequeña pestaña del metal. Después de unas horas sus pies empezaron a entumecer: los movió. Sus manos se enfriaron y no sintió sus dedos. Trató de cambiar de posición, pero otros cuatro hombres estaban sujetos del mismo lugar. Sintió desfallecer. Un leve dolor comenzó en la parte alta del estómago y después se extendió: tenía hambre. Trató de acercarse la mochila que se había amarrado a la cintura, pero su mano parecía congelada. Como pudo desató la mochila y la acercó a sus manos. El tren tomó una vuelta y él la soltó. Trató de alcanzarla y al hacerlo la mitad de su cuerpo salió de entre los dos vagones. Cogió la mochila, giró el rostro y sólo vio una enorme rama acercarse a toda velocidad. No pudo esquivarla. Un fuerte golpe le dio de lleno en el rostro y en la espalda. Su mano se soltó del tubo y su cuerpo cayó abruptamente sobre el camino polvoso a un lado de las vías.

Murió de forma instantánea. En esos segundos en que su cuerpo caía del tren, vio a su esposa y a sus dos hijos comiendo en su casa los alimentos que a veces faltaban. Y se vio a sí mismo trabajando bajo los rayos del sol en alguna construcción de Guatemala.

No encontraron su cuerpo hasta dos días después. Fue llevado al Municipio de Arriaga, cabecera del poblado donde cayó, aún dentro de territorio chiapaneco. Lo enterraron en la fosa común. Se convirtió en el Hombre XX (nombre que se le da a todos los cadáveres de desconocidos encontrados en ese estado), de aproximadamente 26 años, piel morena, con un lunar en el oído izquierdo, encontrado en las vías del tren, con el cráneo deshecho y sin ninguna identificación sobre su cuerpo.