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Como de gato

Tenía la certeza de haber vuelto al sitio de siempre, aunque cuando vio la puerta, creyó que no era la misma de ayer. La extraña sensación sirvió para confirmarlo: cada vez que estaba frente a esa casa todo se le hacía confuso.

Tocó el timbre y tuvo que repetir tres veces para que alguien desde adentro dijera ya voy. No le pareció el tono nada amistoso, pero ya estaba resignado a enfrentar cualquier cosa, con tal de que todo esto quedara resuelto.

Cuando la puerta por fin se abrió, después de los diferentes ruidos que tuvo que escuchar —algunos como de roce de cadenas o candados. Cándido sintió la humedad en la entrepierna y el mismo escozor en la garganta que lo haría toser y toser hasta quedar sin aire; después fueron muchos fogonazos y luego todo se disolvió en medio de una espesa niebla y sólo quedaron un par de ojos verdes y una boca roja, muy roja y carnosa, que escondía unos dientes llenos de sarro.

Cándido sintió cómo era levantado por los aires y se entregó a la liviana sensación que da el flotar; aunque sentía la presión de unos dedos en las axilas y en los tobillos.

Pensó entonces que a su lado debía haber alguien más que la de la boca roja y los ojos verdes.

Cuentan que ya había pasado una semana cuando por fin se despertó y que, a su alrededor, había un olor muy fuerte. Después, fue común para todos verlo en una de las ventanas, relamiéndose y maullando con largos y desesperados lamentos, como si estuviera en celo.

 

Miedo a las sombras

Cuando yo era pequeño le tenía miedo a las sombras. Sí, a todas. La mía me asustaba a cada rato; además, había observado que, de noche, ya cansaba de ir detrás de mí durante el día, se adelantaba, pero entonces se ponía muy grande.

Recuerdo que una vez me persiguió por la escalera, ese día, yo le llevaba un martillo a mi papá para que colgara el retrato de la abuela. Tenía miedo de que la sombra me alcanzara y me quitara el martillo para golpearme. Por eso yo lo agarraba con tanta fuerza y corría sin ver para atrás. Cuando llegué arriba, se lo di a mi papá y respiré aliviado. Para nada; porque de todas maneras, la sombra se las ingenió y cuando ya iba a bajar, me metió una zancadilla y rodé por la escalera.

Ahora trato de que la sombra no me alcance. Bueno, me ayuda la silla de ruedas que es bastante rápida; pero por si acaso, siempre llevo un palo escondido.

 

De una página cualquiera

Querido Diario:

Sé que volverá. Para eso se fue. Cada vez ocurre lo mismo. Dentro de diez minutos, tocará el timbre para avisarme que está frente a mi puerta. Luego sacará sus llaves y entrará. Siempre lo hace exactamente igual... Pero ahora tengo la sensación de que el tiempo está pasando lentamente. Tal vez sea que mi reloj se descompuso.

Cada mirada en el espejo me devuelve bella. Así me preparé para él desde la tarde. Sé que le gusta este traje verde; hace que mis ojos se vean más claros y brillantes —dice que así parezco una gata.

Me pide que le ronronee y me acurruque a sus pies. Juega con mi pelo, pasándolo entre los dedos de un pie. Con el otro, me hace cosquillitas en la nuca —me enrosco toda. Entonces recorre con los pies mi espalda y va como contando las vértebras una a una, bajando, hasta llegar a las nalgas. Allí juega, las soba, las rodea, intenta pellizcarlas, pero no puede; para eso su dedo gordo es muy torpe. Vuelve hacia arriba. Otra vez el pie en mi espalda, en el cuello, la cabeza. Después dice mish, mish y espera que yo, desperezándome, vuelva y le ronronee cerca de su oreja y le lama el cuello... las manos.

Cuando siente que mi lengua se cansa, vuelve a empujarme suavemente hacia sus pies. Algunas veces me resisto a sus empujoncitos y me detengo a mitad de camino. Entonces oigo cómo aúlla o gime.

Jamás maúlla.

No sabe ser gato.

Quizás por eso nunca lo he sentido como un verdadero compañero.

Querido Diario:

Son las nueve. Ya no estoy tan segura de que venga. Tampoco me siento tan preocupada por la lentitud del tiempo.

La ventana me tienta. El tejado parece llamarme.

Encorvo mi columna, me erizo toda. Me lamo las manos. Ojalá que no suene el timbre.

 

En junio

Carlota estaba segura de que sería en junio cuando todo se descubriría. Desde el principio vio cómo la envidia se había ido apoderando poco a poco de cada uno de ellos.

Ahora que lo piensa, tal vez cuando abrieron la botella de vino ya él tenía preparada la venganza, aunque en ese momento no fue capaz de hacer nada.

Lo descubrió la tía Rosángela.

Nadie se extrañó de que así fuera, pues siempre han sabido de sus facultades para ver más allá de los ojos de la gente. Desde el primer momento ella lo supo, pero entonces creyó que era tarde para avisarles. Por eso fue que madrugó para el mercado y compró las yerbas que ella conocía.

Cuando ellos se despertaron, la casa olía a despojo. La tía los hizo bañarse y ella misma los ensalmó. También les colgó los escapularios benditos y les ordenó que no hablaran con extraños durante todo el día.

La tía no sabe qué pudo pasar. No ha dejado de llorar desde que vinieron a avisarle, y la noche del último rezo se paró frente al espejo con los ojos muy abiertos. Nadie ha podido separarla de allí y no nos mira cuando le hablamos. Tampoco ha sido posible quitar el espejo de la pared. Pareciera que se pertenecen uno a la otra.

Carlota sabe que una mañana cualquiera, cuando nos levantemos, ya el espejo le habrá abierto la puerta, como ocurrió con el abuelo Felipe.