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Alegoría del escarnio

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Un enérgico toque de timbre bastó para despertar al anciano que dormía tras el mesón. Penélope no estaba para sutilezas: a duras penas había arrastrado sus maletas hasta aquella hostería. Cuando se dio cuenta de que estaba frente a una jovencita de cabello castaño y ojos obscuros, el anciano se desperezó rápidamente, y en seguida le dijo con la mejor de sus sonrisas:

—Muy buenas tardes, señorita. Mi nombre es Fedor Arreola y estoy a su servicio. ¿Desea alojarse por un mes completo o sólo por algunos días?...

—Buenas tardes —saludó Penélope casi sin aliento—. La verdad es que planeo quedarme sólo un par de horas. Mi auto tuvo un desperfecto a unos tres kilómetros de aquí... ¿Podría decirme dónde se encuentra el garaje más cercano?...

—Ocho kilómetros al este, en Pichilemu...

—¿Sería tan amable de prestarme su teléfono y un directorio?...

—Lo lamento —dijo el viejo sin perder su sonrisa—, pero usted no encontrará un teléfono en este pueblo.

—¿Y cómo se comunican?... ¿Por telégrafo?...

—No, señorita —contestó el anciano soltando una contagiosa risilla—. A través del correo. En esta tierra vivimos sin ningún apuro.

Penélope suspiró y le pidió un vaso de agua. Cuando el viejo se lo trajo, la joven preguntó:

—¿Sabe dónde puedo arrendar un vehículo?...

—No he oído de nadie que arriende su vehículo, y la mayoría de los que hay por aquí son una reliquia —dijo el anciano al instante—. Todos caminamos, aunque nos tome una mañana o una tarde cruzar el pueblo. Usted lleva mucha prisa. Aunque no llevara consigo esas maletas de todos modos se nota a simple vista que es forastera.

—Debo llegar mañana por la mañana al funeral de mi padre —explicó ella clavando la vista en su reloj.

—¡Por la tumba de mi abuela!... —exclamó el anciano—. Debió decir que se trataba de una emergencia...¡Yo mismo la llevaré en mi camioneta hasta Pichilému!...

—Creí oírle hace un momento... Olvídelo. Se lo agradecería infinitamente...

—¡El funeral de su padre!... ¡La felicito de todo corazón!...

—¡¿Perdón?!...

—La felicito —repitió el viejo—, su padre ha muerto, ¿no?...

—Sí, pero...

—Imagino las ansias que tiene de que comience la fiesta...

—¿De qué fiesta me habla?... —exclamó Penélope entre confundida y molesta.

Luego de observarla incrédulo durante unas centésimas, el anciano movió la cabeza de un lado a otro, y dijo con los ojos embriagados de risa:

—¡Yo pensaba que las historias sobre los forasteros eran puras patrañas!... Apuesto a que ni siquiera sabe dónde se encuentra ahora...

—La verdad es que aún no lo sé...

—¡Aja!... En ese caso, y en representación de mis vecinos, le doy la bienvenida a Cementerio.

—¿Cómo dijo?... —preguntó Penélope con una forzada sonrisa.

—Cementerio —reiteró el viejo disfrutando del desconcierto de la joven.

—¿No le parece un nombre raro, por decir lo menos?...

—Todo depende del cristal con que se adornen las urnas —comentó el anciano—... ¿Qué fue lo primero que usted conoció del pueblo?... Pues bien, señorita —dijo el viejo con un vivo resplandor en el rostro—, le informo que todo el pueblo fue construido sobre un campo santo, y que hacia el norte, este, oeste y sur usted encontrará únicamente tumbas y nichos.

Al percatarse de que Penélope no podía salir de su asombro, el anciano se apresuró en explicar:

—Nosotros le damos a la muerte la importancia que merece. En esta tierra los difuntos son privilegiados, aunque poco y nada disfrutan de las magnificas celebraciones que hacemos en honor a ellos. Gozan de un lugar preponderante en calles, plazas públicas y en cada uno de nuestros hogares. Aquí es tan común hablar de alguien ya fallecido como de una persona muy saludable.

—¿No le parece enfermizo?...

—Por supuesto que no. Sería anormal llevar una vida de inmortales, porque bajo la piel los huesos se vuelven roñosos, y el alma sueña con volar de su presidio. De todos modos (y no lo considere una reprimenda ya que usted es toda una mujer), no debería referirse en forma tan despectiva sobre las costumbres ajenas...

—Disculpe, no quise ofenderle; pero lo de mi padre es tan reciente, y lo que me contó suena tan raro...

—No se preocupe por ofenderme o no —dijo el viejo con ojos pícaros—, cuando joven soportaba cosas peores de señoritas agraciadas como usted... ¡No se sonroje!... ¿Pretende hacerme creer que jamás lo ha notado?... Le aseguro que la última vez que hice maravillas fue en otra vida, cuando servía a la esposa de un faraón, pero eso no me ha vuelto estúpido. Ahora que está de buen humor, le recomiendo que vea el deceso de su padre como un hecho extraordinario. Si fue bueno con usted, despídalo con la frente en alto, y una sonrisa en los labios. En nuestro pueblo las ceremonias fúnebres dan tema para largos años. Hay que estar pendiente de no hacer algo lamentable como caer sobre el féretro o desear un feliz cumpleaños a uno de los deudos, en lugar de darle las condolencias. Un error, por minúsculo que fuera para un extraño, convierte a un miembro amado de la comunidad en un paria. Dígame una cosa... ¿Su familia ya eligió quién representará a su padre?...

—¿En los negocios, dice usted?...

—No —contestó el anciano—, me refiero a quién lo representará en el funeral.

—Realmente no comprendo...

—¡Lo olvidaba!... Usted no sabe nada de estas cosas. Debe disculparme, son años viendo los mismos rostros y hablando exactamente lo mismo. En nuestro pueblo corresponde al primogénito de la familia (o bien a uno de sus hermanos) disfrazarse con las ropas del difunto, e imitar a la perfección su voz y sus gestos...

—¿Para qué alguien en su sano juicio haría algo así? —preguntó Penélope olvidándose de su apuro.

—Para que nadie pueda notar la diferencia entre vivo y muerto, claro está. Una vez que la semejanza es satisfactoria, el impostor o la impostora recibe a las personas que llegan a despedirle en el velatorio, y les refresca la memoria con alguna experiencia que vivieron junto al fallecido. Esas anécdotas son fruto de arduas investigaciones. Yo me preparé durante veintiocho años para representar a mi padre, y aproveché de preguntarle varias cosas antes de que él muriera.

—¡¡Qué... horrible!!...

—Tal vez usted tenga razón, y sea algo abominable —reconoció el anciano—. Esta costumbre ha causado desagradables incidentes, pero aquello no ha hecho otra cosa que contribuir a su arraigo... ¡Nadie espera que un funeral sea aburrido!... A veces el impostor debe agarrarse a golpes con un enemigo del difunto que sonríe triunfal en su sepelio, o bien cobrar deudas echadas al olvido; y esto pasa sólo si la reunión carece de brillo. Ante el ataúd, y en presencia de los deudos, han salido a la luz infidelidades, parentescos ignorados, robos, lujurias varias, calumnias, rencillas, envidias, entre un sin fin de asuntos...

—Por lo visto, los impostores se toman en serio su papel —comentó Penélope.

—Me temo que demasiado. Hay quienes asumen definitivamente la identidad del difunto, y años después se hace difícil saber quién es quién, pues los impostores reconstruyen episodios de un pasado impropio con lujo de detalles.

—Supongo que las autoridades ya han tomado cartas en el asunto...

—¡Bastante tarde, como en todos lados! —exclamó el viejo, perdiendo la compostura—. Hoy en día abundan los embrollos morales y éticos. Nadie sabe cuándo es conveniente casarse con una viuda o repartir una herencia. Según los registros del pueblo, el dueño de una licorería murió cuatro veces y se casó cinco. A tanto ha llegado el caos, que el año pasado un comité del pueblo suprimió los homenajes póstumos... ¡Los premiados se escondían entre la audiencia, y aparecían en el momento justo para recibir su galardón! Un crítico del diario local recomendó que antes de premiar a un artista había que matarle: de este modo doblaban su talento, y acababan con su ego.

—Lo habrá dicho en tono de broma...

—Así lo creímos todos, pero es un hecho que muchos criminales y delincuentes peligrosos se esconden en Cementerio. De alguna forma se enteraron de que podían vagar libres por las calles, bajo un nombre falso.

—Eso es muy alarmante... —opinó Penélope mirando hacia atrás.

—¿Comprende al fin por qué es dulce la muerte?... Con ella se acaba la incertidumbre que acarrea la vida. ¿Qué ocurriría si ahora mismo entra un loco y nos vacía un arma en la cabeza?... No se inquiete, por favor. Era un ejemplo... Además, ya hay personas encargadas de buscar a esos criminales y denunciar a los impostores.

—¿Quiénes?

—Detectives especializados —contestó el anciano—. Hombres y mujeres que estudian el comportamiento y los antecedentes de alguien elegido al azar, por décadas si es preciso...

—¡Dónde queda la libertad de los seres humanos!... —exclamó ella.

—Aplastada bajo la montaña de los intereses comunes. Pero no sólo es una situación desagradable para quien es investigado, sino también para los propios detectives. Ellos sacrifican sus familias, sus amistades, y apenas tienen unos minutos para comer y defecar. La soledad acaba por destruirles y la fortuna que ganan no recompensa tanta desdicha. Al cabo de unos años, muchos sufren una mórbida fascinación por aquellos que investigan; y luego hay tres, cuatro y hasta cinco imitadores representando el papel de un extinto o extinta.

—Ahí está la consecuencia del culto que rinden a la muerte...

—¿Y qué otra cosa quiere que celebremos? —exclamó el viejo con otra de sus risillas—... ¿Los matrimonios?...

—Por supuesto, un matrimonio es digno de ser celebrado.

—¿Bromea? —dijo el viejo pasmado—. Nadie puede garantizar a dos personas que se casan que serán felices. Habría que detener muchas bodas, y lanzar al rostro de los hipócritas extensos discursos sobre la factibilidad del engaño. Por último, si logran superar tal obstáculo, puede que un día simplemente se acabe el amor, y vivir sin amor es otra forma de sufrir la miseria. No conozco a nadie que felicite a otro por arruinar su vida... Me alegra que existan otras posturas: logran aferrarme aun más a mis convicciones. ¡En fin!, no le quitaré más tiempo, iré por las llaves de la camioneta.

El alboroto que provino de la calle llamó la atención de Penélope. En cuestión de segundos, una caravana de colores cruzaba frente a sus ojos. Desde el umbral de la puerta, vislumbró cómo subían por los aires un centenar de globos azules y rojos. Junto al féretro un hombre iba de pie; sonreía y llevaba una corona.

—¡Vaya! —exclamó la voz del viejo sobre sus hombros—, ¡un funeral como dios manda, y se olvidaron de invitarme!... Quizás pensaron que estaba muerto.