Sala de ensayo
Primer Congreso de Estudios sobre el Peronismo: la primera década
La biblioteca “Honor”, un ejemplo de continuidad en el cambio ideológico

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Formo parte de un proyecto del rescate de la memoria de comunidades sumidas en la aculturación o de procesos históricos no funcionales a la historia “oficial”. Con acciones concretas y utilizando como herramientas la antropología cultural y la recolección científica del relato he desarrollado vías para la reconstrucción de fiestas de los pueblos zapotecas en Oaxaca, México, y para la restitución en el imaginario colectivo del discurso de los libertarios y su proyección en otras opciones políticas en Argentina. Mi tarea nunca la he planteado como la del buscador de objetos muertos o decorativos sino como el camino para que a través de esta memoria parcialmente restaurada renazca la voz y la producción cultural de los olvidados. Y siempre teniendo en cuenta que cada pieza oral redescubierta se convierta en pilar de construcción de originales y futuras producciones culturales.

Es en este momento originario, cuando la oralidad se le presenta como solución y problema a la antropología, y no a la inversa; la antropología la que problematiza la oralidad. En una Europa sacudida por constantes descubrimientos científicos, descubrimientos (colonización) de los últimos rincones del planeta y enormes adelantos tecnológicos, los antropólogos del XIX viven en sus carnes la historia, están subidos en lo que perciben como dominio del hombre sobre el “mundo”. La historia como civilización, sin embargo, convive con unos márgenes que se hallarían ajenos a esta razón. Estas gentes, en el seno de los países occidentales estudiados por folcloristas, y más allá del “mundo conocido” por los antropólogos, inscriben sus vidas en los mecanismos que marca la tradición, la costumbre entendida como error. Asistimos, o al menos así lo hemos presentado nosotros, a una inversión de papeles en la concepción del tiempo: la tradición, en su concepción teológica eterna, ahora deviene efímera, y la razón humana, antes perecedera, ahora se convierte en fundamento, cimiento, de la historia de la humanidad.

Desde estos presupuestos parten antropólogos y folcloristas en defensa y contra la desaparición de estas “formas”. Unos verán en su desaparición la llegada del progreso, y otros la pérdida de las raíces, de un orden natural romantizado como auténtico y propio. En esta segunda versión, la negación de la historia y esa búsqueda de la autenticidad, les acercan a una concepción teológica del tiempo. Tanto en un caso como en el otro, con lo que estos aventureros se encuentran es con relatos, leyendas, refranes, pautas de sociabilidad, etc. que tienen como código a la oralidad. Sin embargo, como puede desprenderse de lo dicho hasta el momento, estos conocimientos transmitidos por “tradición” oral son concebidos ya desde su nacimiento como tendentes a desaparecer. Incluso quienes, sobre todo desde posicionamientos nacionalistas —especialmente lingüistas—, defienden los particularismos frente a esta tendencia universalizadora de la razón, suelen entender estos conocimientos transmitidos por vía oral como degeneración, embrutecidos con respecto a un orden prístino idealizado en que esa tradición alcanzaba su estado y forma puros. Salvo tendencias muy aisladas, como el caso del folclore progresivo de la etnología soviética, y los tientos italianos en su “problema meridional”, metidos ya bien en el segundo cuarto del XX, no suele atenderse a las potencialidades creativas de la oralidad. Muchos románticos acuden al pueblo como inspiración, pero el “genio” suele haberse idealizado en esos componentes “atemporales” que sin saberlo transportan —las más de las veces— los campesinos. O se está en la historia, con la razón, o más allá de la historia, con una tradición cíclica en tanto regida por arquetipos.

En todo caso, las diferencias se establecerían en que los antropólogos se acercaron mayoritariamente a esta oralidad como científicos —con toda la contundencia del término— mientras —y siento moverme tanto entre estereotipos— los folcloristas lo hicieron desde posicionamientos ideológicos. Nosotros nos centraremos en los antropólogos, que son de hecho, quienes han construido esta dicotomía ciencia/ideología (Prat 1985). Y es que si en las sociedades occidentales existían un tipo de fuentes oficiales que permitían establecer generalizaciones con criterios, sin embargo, nuestros antropólogos se las tienen que ver con gentes “sin historia”, con sociedades de las que no se dispone de documentos escritos. En este momento fundacional ya se estaba partiendo de un presupuesto que la antropología hegemónica aún mantiene, existir y estar registrado en el seno del orden de lo escrito son lo mismo. Un tipo de existencia legalista, normativa, y por ello, controladora, oficial con respecto a las necesidades del Estado, del poder. Las fuentes orales tratan de adecuarse al tipo de documentos oficiales con los que se trabajaba en Occidente, asemejándose en la medida de lo posible a las características científicas con las que la estadística construía la fiabilidad y representatividad de sus datos en Europa. Por tanto, desde buen inicio, lo oral tiene que ser traducido a lo institucional, a un lenguaje formal que registre nombres significativos y compartidos. Las formas habitan a sus hablantes, más que intentar ver la posibilidad de estos últimos para expresar su subjetividad mediante formas comunicables. Un “ser” que toma existencia con respecto a la sociedad o comunidad que inventa el antropólogo. Es así como una antropología al servicio de la ciencia y el poder desprovee a “esos diferentes” que estudia de la posibilidad de escapar a nuestros criterios de orden y de control, neutralizando su subjetividad en las formas normativas de la institución-concepto.

Esta tendencia podemos afirmar que en mayor o menor medida ha estado implícita en la importancia que los antropólogos, a lo largo de la historia de la disciplina, le han dado al discurso y a las fuentes orales. En la exposición que os presento he distinguido tres momentos: En primer lugar, una primera etapa que podemos llamar de “coleccionismo”, en la cual se recogen los documentos orales con ánimo de fijar y buscar “normativizar” —institucionalizar— los contenidos implícitos en lo que muchos científicos sociales llaman tradición oral. Esta etapa inicial coincide con el estudio de las llamadas sociedades primitivas y tradicionales, sobreentendiéndose por los estudiosos de esta época que éstas tenderán a desaparecer. Un segundo momento, a partir de la segunda guerra mundial —que coincide en nuestra disciplina con el desplazamiento del campo de estudio de los antropólogos hacia Occidente— comprende el estudio de las sociedades que escapan a los cánones de control político oficial, es decir, a la normalidad o “institucionalización” de las relaciones sociales, y en cuya dinámica la función e interés de los antropólogos consiste en el uso de las técnicas de campo y de los registros orales como mecanismos de visualización de sectores marginales. Por último, un tercer momento, en el que el interés ya no toma como modelo la institucionalización, es decir, el cuestionamiento de ésta como campo de estudio de la antropología, sino la importancia de los registros orales como elementos de análisis importante para comprender cómo los sujetos sociales construyen su realidad social —y en la mayoría de las ocasiones buscando sus identidades colectivas—, atendiendo a las propias narrativas o ficciones mediante las cuales los “colectivos” y sujetos estudiados establecen la significatividad de los hitos y relaciones más importantes —la trama— sobre la que se definen a sí mismos, es decir, “su historia”.

Es complejo definir una estética libertaria única, ya que nos encontramos con un movimiento con una fuerte horizontalidad, que genera posiciones disímiles. Pero podemos afirmar que en sus diferentes expresiones, la estética anarquista parte de considerar al arte como expresión indispensable en la vida de los pueblos y los individuos, en tanto se trata de una praxis que fusiona la imaginación con el trabajo, la actividad humana. De esta manera se convierte en una herramienta fundamental para mejorar la condición del hombre, hacerlo permeable a la sensibilidad necesaria para la construcción de una nueva sociedad.

La cultura debe su grandeza y su significación al hecho de que su irradiación desconoce las fronteras políticas y sociales. Y si es superior al Estado y sus realizaciones, se debe a que es, en el sentido más profundo del término, anarquista.

Al estudiar la naturaleza del arte y su función social, el teórico anarquista rechaza los esquemas estrechos de los determinismos económicos y sociales, aun cuando a veces interprete tal aspecto del arte en sus relaciones con la fortuna de una clase social histórica. Y tiende a considerarlo en su autonomía viviente haciendo al artista el único arbitro de su creación. El respeto al arte no le permite escapar ni a la tentación iconoclasta de los heréticos de toda época, ni al odio irracional al “gran arte”, al “artista genial”. No es casualidad la crítica que tantos anarquistas han hecho del culto de la “genialidad artística”, que en el mundo moderno se sustenta en el individualismo posesivo burgués, que transforma al arte, su práctica y sus productos en mercancías tasables y transables. En ese culto se expresa dogmatización del gusto, limitación para el desarrollo de nuevas formas de arte y la anulación de posibilidades de creación para la colectividad y el individuo. Pero el poder del Capital no es sino uno de los posibles agentes de opresión y mediatización para el arte; con igual o mayor fuerza pueden subordinarlo a sus intereses otros factores de dominación, en particular el Estado. Sin embargo el ácrata no pretende ni la tabla rasa del nihilista, ni la igualdad en la uniformidad. Él sueña con la “expansión horizontal” de la creación popular y diversa.

Es evidente que la práctica libertaria era para nuestros anarquistas sólo un arma de combate más. La cultura anarquista parte desde la concepción clara de que la lucha es la vida y, por lo tanto, las representaciones de esa cultura remiten siempre a esa vida, a esa lucha.

Punto de coincidencia entre los diversos matices estéticos del pensamiento ácrata es reivindicar el “arte en situación”, el acto creador por encima de la obra en sí. Cuando se está en el hacer del arte, se vive en un ámbito de libertad intransferible al producto de esa actividad cuando ella ha concluido; por más satisfactoria que fuese la obra anterior en forma y/o contenido, siempre la de ahora es más importante porque en su creación está presente la supresión de todo lo que separa a arte y vida. Las obras teatrales no fueron una excepción a esta regla. Los anarquistas promueven un “arte de la disconformidad”. Nos encontraríamos, pues, no tanto con obras acabadas como con primeras aproximaciones a un género y a una forma nueva de hacer teatro. Aproximaciones a cargo, en muchos casos, de autores noveles, que no pudieron gozar de la continuidad necesaria para poder consolidar su escritura. Y como intentos habría, en definitiva, que juzgarlas. Hay que añadir a lo anterior otro factor que creo que no ha sido suficientemente matizado a la hora de estudiar el teatro del período. Y es que no podemos olvidar que una parte de estas obras frustradas nacieron al calor del empuje revolucionario que los anarquistas promovieron en todos los terrenos durante los conflictos obreros. Y libertarios fueron, igualmente, algunos de los autores que las escribieron. Plantea este hecho la necesidad de profundizar en la estética y en la teoría teatral anarquista. Profundización que, para el teatro argentino, está todavía lejos de haberse alcanzado pese a aportaciones de algunos investigadores en los últimos años. Parece, con todo, evidente, que los anarquistas primaron sobre la perfección formal el valor propagandístico del arte (y del teatro), entendiendo, claro, la propaganda como no circunscrita al terreno de lo político, sino como difusión de concepciones alternativas a la ideología y cultura, a la visión del mundo, en definitiva, imperante. Como resultado de este desequilibrio podemos acercar algunas conclusiones parciales. Si nos preguntáramos ahora sobre el valor efectivo de la musa libertaria, la respuesta podría ser muy variada. Parece indudable que la mayor parte de la producción literaria y artística de los anarquistas no ha alcanzado una plenitud formal, en el sentido comúnmente aceptado por la crítica. No cabe duda que el estilo de muchas de aquellas obras resulta torpe y malogrado; pero es igualmente indudable que, a pesar de sus imperfecciones, esos poemas, esos dibujos, se animan con un cierto vigor original; un soplo de grandeza parece brotar de su generosa fe y entusiasmo revolucionario. Y en lo que se refiere a su efectividad como arma contra la tiranía, es posible que se encuentre en su propia existencia, en cuanto testimonio de la rebeldía humana contra la opresión y la injusticia.

El teatro se convirtió en un eficaz transmisor de ideas y fue utilizado y promovido por los anarquistas. Surgieron decenas de cuadros filodramáticos, talleres de creación de obras y aun de escenografía e implementos de escenario. Encontraremos aquí diferentes formas de expresión, primando los dramas y los monólogos. Pero varios de los denominados “no dogmáticos” eligieron un arco más ecléctico, incorporando poéticas populares. Este es el caso de la Biblioteca “Honor”, fundada por un grupo de militantes, encabezados por José Díaz Morales en 1905, en La Paz, Entre Ríos. Funcionó en varios espacios cedidos por los obreros y nunca cayó en las disputas señaladas en el seno del movimiento libertario, que abandonó en 1928. Ese año el joven Enrique Morales, junto a dos peones rurales de nombre Liza y Núñez, decidieron acercarse al radicalismo yrigoyenista, lo que provocó una diáspora en los miembros más ortodoxos. Nos cuenta el propio Morales: “Sinceramente, hacía cerca de cinco años que realizábamos nuestras actividades sin responder a ninguna autoridad dentro del anarcosindicalismo. Las huelgas de 1927 dividieron las aguas entre los fundadores de la biblioteca y primamos los que pensábamos que, sin desmerecer ideas tan puras como las libertarias, no debíamos caer en la ingenua posición de una revolución social en manos de un proletariado a todas luces desorganizado y sin fuerzas. Por eso, junto a algunos luchadores radicales continuamos la labor cultural que nos habíamos impuesto, sin renunciar a los principios de educar al más humilde. Fueron tres años difíciles, hasta que hallamos nuestra propia voz. El cuadro filodramático y el coro adquirieron nuevos bríos y fuimos invitados por numerosas organizaciones sociales y políticas de distintos signos. La caída de Irigoyen, y la presión asfixiante de la burguesía, cerraron nuestras puertas. Pero sólo por unos meses, ya que don Justo Ramos, un vecino de probada honestidad, la reabrió con una comisión de lugareños muy ecléctica y de la que formé parte, junto a antiguos miembros. Pero fue en 1944, luego de la revolución, cuando alcanzamos un nuevo período de esplendor”.

No es intención de este trabajo desarrollar la política cultural del primer gobierno de Perón, pero sí debo mencionar algunas de sus características, que impactaron en la institución que estoy analizando. El gobierno nacional crea la Subsecretaría de Cultura y había dispuesto que su labor debía orientarse a dos audiencias, los productores de cultura y a sus consumidores. Los primeros proyectos dirigidos al primer público, fracasaron o tuvieron escasa importancia debido a las resistencias operadas en el campo intelectual. Buena parte de los trabajos de investigación sobre las estrategias culturales del primer peronismo se limitan a este espacio y a la indiferencia o rechazo de la intervención estatal por reconocidas figuras del campo, que la consideraban intervencionista y en mayor medida de corte fascista. Pero poco se profundiza sobre las políticas que la Subsecretaría intentó para el segundo de los grupos, los calificados como consumidores. Con un afán primordialmente distributivo, no exento de preocupaciones “civilizadoras”, la Subsecretaría abocó desde un principio sus esfuerzos a hacer posible el consumo de alta cultura a la mayor cantidad de público. A tan solo días de ser inaugurada dispuso la consecución de un plan integral de política cultural, el que debía ser diseñado por la Comisión de Cultura. Varias y con suerte dispares fueron las actividades del gobierno programadas por este plan. Entre ellas cabe recalcar por ejemplo la del Tren Cultural: una especie de centro cultural itinerante que tenía como misión recorrer el país llevando “la cultura” a las poblaciones alejadas. Éste debía trasladar al interior conjuntos teatrales y artísticos, orquestas, exposiciones pictóricas, escritores y libros. Paralelamente a este proyecto se sumaban otras políticas que tenían el mismo “afán democratizador” que se le quería dar a la nueva agencia estatal. Se organizó un programa de conferencias y audiciones radiales, un programa de teatro para niños de los hogares obreros, se creó una Orquesta de Música Popular. La Comisión de Bibliotecas Populares dependiente de la Subsecretaría acusó un dinamismo extraordinario, entre otras cosas porque se aumentaron sus partidas en forma notable (de 1.309.935 pesos en 1945 pasó a tener 3.578.865 en 1946). El ciclo cerró con más de 1.600 bibliotecas subvencionadas y congregando a 5.535.521 lectores según estadísticas del año 1954. En julio de 1949 se ordenó la institución de un Gran Certamen Nacional de Teatro Vocacional, el cual se inspiraba en el intento de fomentar la labor de los grupos teatrales en el interior del país, “raramente visitados por compañías teatrales”, atentos además a que “tales cuadros constituyen núcleos experimentales de los que surgirán nuevas personalidades para incorporarse a la escena nacional”. La resolución que disponía la creación de este concurso estipulaba además que el apoyo a dichas manifestaciones artísticas [las vocacionales] ocupaban un lugar de preferencia dentro de las actividades planificadas por esta Subsecretaría. Estas medidas, junto a la refuncionalización del Teatro Nacional de Comedia y el recientemente creado Teatro Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, aumentaron las tensiones. Las críticas se apoyaban en la creencia general de que el peronismo era una forma de incultura y la oposición subrayaba la supuesta decadencia intelectual del período. Estas posiciones irreductibles corroboran la separación que se verificó entre campo político y campo intelectual, coincidentemente con la fuerte división de la sociedad en general. Si bien un mapa ideológico envía a esta polarización ideológica, en lo que respecta al funcionamiento del campo teatral durante los primeros años del gobierno peronista las diversas posiciones de sus agentes se definen en torno del grado de acceso y participación en las instituciones y los mecanismos de legitimación asumidos por el Estado. Pero quiero detenerme en la creación del Teatro Municipal en Buenos Aires, ya que la Biblioteca “Honor” tuvo una relación particular con esta organización. En una oportunidad, parte de su cuadro filodramático intervino en una jornada de teatros no profesionales, y dos de sus integrantes participaron en papeles menores en dos producciones de la sala de Corrientes. Este edificio, originalmente una sala del circuito empresarial, fue expropiada por el Municipio y entregada a Leónidas Barletta para usufructo de su Teatro del Pueblo por veinticinco años. El 3 de diciembre de 1943, las autoridades de la denominada revolución del 4 de junio de ese año, dejan sin efecto la concesión a Barletta y se pierde así la sede oficial del primer teatro independiente estable de la ciudad. Durante los casi seis años de su existencia la actividad destacada de este elenco fundante del teatro moderno convirtió al predio en un lugar ineludible para los sectores medios con formación intelectual cercanos a la estética de Boedo.

El 18 de diciembre de 1943, por decreto del Departamento Ejecutivo Municipal, se crea el Teatro de la Ciudad de Buenos Aires, cuya finalidad ha de ser el fomento del teatro nacional en sus más puras fuentes tradicionales. Esta medida completaba el lapidario informe del síndico Pearson que recomendaba poner fin a la concesión de la que gozaba Barletta.

Después de muchas refacciones, el 23 de mayo de 1944 se inaugura el Teatro Municipal de Buenos Aires, con el estreno del drama popular heroico Pasión y muerte de Silverio Leguizamón, de Bernardo Canal Feijóo.

El primer director del organismo fue Fausto Tezanos Pinto, quien se desempeñó previamente en la Subsecretaría de Cultura de la Municipalidad y desde allí impulsó la creación de este teatro. Durante su gestión merecen destacarse la puesta que realizó el TUBA de Fedón, de Platón, y Fruta picada, de García Velloso. Durante las administraciones siguientes de Rabufetti y Enrique Cárcano descollaron Novelera, de Pico, y El trigo es de Dios, de Ponferrada. Luego del paso de Julio Traversa llega a la dirección del viejo teatro una de las figuras consulares de la escena nacional, Antonio Cunill Cabanellas, fundador de la Comedia Nacional, del Instituto Nacional de Estudios de Teatro y del Primer Museo del Teatro Nacional. La creación de este organismo respondía a la poderosa conciencia social que comenzaba, en ciertos sectores, a centralizar las manifestaciones de la vida pública argentina. Esta nueva conciencia, de acuerdo al criterio de las autoridades que le dieron vida, exigía que se extendiera y profundizara el concepto de función social de las entidades culturales, empezando por aquéllas a las cuales comúnmente no se les asignaba mayor importancia desde el punto de vista del gobierno. El nuevo espacio escénico debía servir eficazmente a las entidades culturales del arte teatral que lo requirieran. Su misión principal era vincularse con los artistas y crear con ellos un clima propicio al desarrollo de nuevas formas estéticas. Para ello debía conectarse con los teatros independientes de todo el país y ofrecerle su escenario con una vocación claramente federalista.

Dentro de la denominada concepción popular de la cultura, el gobierno comunal, junto a las autoridades del Teatro Municipal, diseñaron un proyecto que permitiera (según sus dichos) recuperar parte de la deteriorada identidad nacional. Este ambicioso plan contaba con graves fallas teóricas de concepción y los resultados alcanzados pueden calificarse como insignificantes. De todas maneras, se trataba de la primera experiencia de este tipo encabezada por esta institución.

El quién soy, largo proceso de pensarse a sí mismo, nos enfrenta en el transcurso de su búsqueda, con un espejo que desnuda el nosotros. Cada elemento que nos conforma se descubre. El presente-pasado, la naturaleza que se niega a desaparecer o simplemente lo normal-anormal de nuestras relaciones aparece.

Indagar lo que constituye la identidad nacional (en especial a través de una sola herramienta, como el teatro) nos obliga a plantear el quiénes somos en el espacio tiempo de ahora. Introspección que nos sumerge en el conjunto de hechos que, con su interacción, circunstancian el decurso de la sociedad y vinculan lo interno y lo externo del uno y los otros. Nos introduce en el proceso paulatino y constante de construirse. Desentraña la particular manera como se expresa y mira desde aquí el entorno. Nos reconoce y nos redescubre.

Pero el ser no es una esencia. Somos el resultado de una conjunción práctica, enclave que une la posibilidad y la imposibilidad, la subyugación y el sometimiento entre postulados y restricciones del medio sociocultural y la satisfacción existencial.

La interrogante, esa identidad-identificación del quién soy contemporáneo, se ubica en la disyuntiva de un sistema que genera como arquetipo: la imposibilidad, el reduccionismo, y, como actual síntesis el olvido del ser. Su rescate o recuperación, que se han antepuesto al futuro, como propuesta de un paradigma valorativo que discrimina a favor del pasado que fue, en contra del ahora que es, cae, irresoluble, en la anacronía analítica, en el absurdo que obvia por engañosa transparencia, el cúmulo de acontecimientos que nos han transformado y nos constituyen. No consiste en el abandono de la historia. Huir de ella, mediante el prejuicio o la valoración, es huir de nosotros mismos. De igual manera es un grave error crear artificialmente pseudomitologías o promover una historieta diagramada de acuerdo a necesidades ideológicas. Desmembrar el decurso histórico en interrogante como hecho, situará el presente.

Pero en el año 1946 nos encontrábamos muy lejos de esta concepción. El plan desarrollado entonces giraba en torno de fundamentos de una política cultural autodefinida como de restablecimiento de la justicia cultural. Adscriptos en la llamada línea “nacional y popular”, se proponía canalizar los principios existenciales del pueblo y devolverle su propia producción cultural transformada en arte.

Pretendía, además, acabar con los espacios públicos teatrales que consideraba transformados en ámbitos de “elites”, como supuesta consecuencia natural de la práctica de un repertorio fundamentalmente extranjero que no consultaba ni se correspondía “con la escala de valores morales que sostiene el pueblo”.

Siguiendo este razonamiento era diáfano el motivo que alejaba a las masas obreras de los espectáculos. Para revertir este proceso el teatro, como institución, no debía clausurar su labor en las salas sino que, en un proceso doble, conjugar la definida orientación nacional y popular de sus producciones en la sede (se insistía en las “raíces en la filosofía cristiana, el humanismo latino y el nacionalismo cultural” como parámetros de programación), con una acción hacia la comunidad por medio de una orgánica diagramación de acciones a desarrollar durante el primer quinquenio de gobierno justicialista. El Estado no imponía un “contenido rector” de “una” política cultural —como sucedía con la idea de un tren que desde el centro se dirigía a la periferia— sino que fomentaba un espacio por donde discurría la espontaneidad creativa del pueblo. No obstante sería erróneo pensar que el contenido de cultura que se promovía delineaba una estética estatal centrada en el color local y en lo popular, definiciones éstas acuñadas por los enemigos políticos de la administración nacional. Las medidas señaladas tuvieron un impacto decisivo en la biblioteca “Honor”. Severo Vera, presidente de la comisión en 1946, nos dice: “La llegada de Perón fue decisiva para la tarea que desempeñábamos. Los recursos eran muy pocos y la gente estaba bastante desmoralizada durante los primeros años de la década del cuarenta. Costaba mucho conseguir nuevos libros y ni hablar de poder visitar los grandes centros urbanos para que nuestros actores aficionados pudieran acercarse a las grandes compañías. Esta situación provocó una pauperización general, que alcanzó al endeble repertorio, que repetíamos una y otra vez. Poder enseñar a leer y escribir a nuestros peones y trabajadores del agro era una labor ya difícil en sí misma, pero la carencia de textos modernos la agudizaba. Por eso vimos como una bendición el subsidio que recibimos de la Comisión de Bibliotecas. No sólo se trataba de dinero para comprar libros, sino que nos invitaban a formar parte de un entramado social, donde el teatro amateur tenía un importante espacio. Por supuesto, la iniciativa sembró de alegría a los grupos, que con gran esfuerzo sostenían actividades artísticas. Por primera vez éramos tenidos en cuenta. Y no terminó todo allí, ya que el gobierno provincial sumó una beca para jóvenes actores y escritores. Estábamos de parabienes. Y decidimos festejarlo. Nuestro cuadro filodramático preparó dos obras. La primera era un aggiornamiento de una vieja pieza que los anarquistas habían representado en la vieja biblioteca. Lo hicieron como un homenaje a la trayectoria de la biblioteca. Y la segunda surgió de la discusión del colectivo”.

Ignacio Tévez, actor aficionado y miembro del cuadro filodramático de la biblioteca “Honor” narra: “Estábamos emocionados por la posibilidad de contar con becas para aprender más y rápidamente surgió la idea de festejarlo con lo que mejor sabíamos hacer: teatro. Encontré unas viejas hojas de una obrita que los anarquistas habían hecho y que de niño recordaba haber visto. Pero los tiempos habían cambiado, por lo que le agregamos varios párrafos. Yo hacía de Patricio, un hachero, y el diálogo de la escena principal decía:

”PATRICIO: En el lenguaje de mis cicatrices está escrita mi vida. Al marcarme, le iban poniendo fecha al infortunio que me armó la mano. Mi vaina fue emplumando rencor... Y un día en un camino se fue encendiendo un alba de libertad y de sangre. Siempre he sido tan pobre, que parecía un pedazo más de tierra pegado a la tierra. Encallecido de hachar troncos y endurecido de intemperie; medio puma para defender el rancho y medio zorzal para cantarle a la aurora, vivía prendido al único amor que encontré en los años. En aquel amor, que acaso por ser el único, latía en cada nombre que llegaba a mi pensamiento.

”COMANDANTE: ¿Para quién trabajabas?

”PATRICIO: Para los que guardan escritos en un papel su poder de señores de la tierra. Yo trabajaba pensando en mi libertad, pero mi sudor, áspero y amargo, endulzaba la vida de don Pedro Escudero.

”COMANDANTE: ¿Eras su peón?

”PATRICIO: ¡Era su perro!

”COMANDANTE: ¿Qué decís?

”PATRICIO: ¿Cómo puedo nombrarme?

”COMANDANTE: ¡Su perro!

”PATRICIO: Trabajaba en sus montes... y el rencor enfrentó dos voluntades. ¡Sólo para morir somos iguales. Al parecer estamos en la vida, para ser separados en dos castas. Una la de los hombres que trabajan... y otra, la que usted sabe. Si aquél tiene tierras, le abre surcos, cosecha el trigo rubio y lo reparte, y tiene hermanos en lugar de peones, y no se nutre del sudor de nadie, es dueño de la fuerza de la tierra, porque él la fecundiza y le abre cauces. Pero el que tiene tierras infecundas, que agonizan de angustia, como madres que no tienen la gloria de ser hijos, ¿de qué pueden ser dueños, Comandante?

”COMANDANTE: ¡De esos largos potreros de abandono que manchan todo el porvenir con hambre!

”PATRICIO: Y los que tienen tierras, como Pedro Escudero, que sin ellos tuvieran que inclinarse a besar sus entrañas con trabajo, son trigales, viñedos, quebrachales... Esos que se asomaron a la vida y antes del primer ansia, mucho antes de dar el primer paso, el primer llanto, son ya los grandes dueños de un obraje. Esos que nunca amanecieron pobres y buscaron un pan. Los que no saben que la tierra es de todos, los que esclavizan y desconocen la igualdad del hombre. Los que aborrecen la solidaridad y los principios del socialismo verdadero. ¿Qué son?

”COMANDANTE: Son jaguares que se ceban criados a caprichos y se agrandan golpeando voluntades. Son los dueños de la tierra, porque la ambición de unos pocos lo establecieron. Pero no está en nosotros remediar esos males que son casi tan viejos como el hombre.

”PATRICIO: Yo no creo que debamos alimentar al tigre que nos mata. Yo soy sólo un paisano pero puedo transformarme en don pueblo o ser don nadie. De mí depende querer seguir siendo esclavo o luchar para liberarle de las cadenas de la ignorancia. Yo tengo garras para defender lo mío y no estoy solo. Usted es buena persona, pero defiende a una justicia burguesa. Tengo un cuchillo montero templado en ideales y no me doblaré. Mi historia empezó ya hace mucho. Fue en una tarde ardiente del verano. Una tarde de fuego, en la que la selva parecía abrasada por el diablo. Con la fatalidad por compañera, hice turbio el camino de mi rancho y en un hueco de sombras, el destino derrumbó mi ventura de un hachazo. Así empezó la cosa, Comandante... Allá en el monte ardiente... en un ocaso... Se apagaba la tarde en un suspiro de viento en los quebrachos... y la noche cargada de amenazas avanzaba sin pasos... y nosotros ahí, sin un camino... Carne y dolor sobre una cruz de llanto. Así empezó la cosa. Yo era sólo una antorcha con dos manos.

”COMANDANTE: Tranquilo. Te vas a hacer mal. Yo no entiendo por qué no entendés que desde siempre el pobre es pobre y el rico, aunque lo haya tomado por las manos, rico es. No podemos enfrentar esta ley casi natural. Ellos nos mandan, son los patrones. No hay otro camino. No seas ingenuo o todo lo que querés morirá. Yo traté, cuando mozo, rebelarme. Pero aprendí la lección a los lonjazos. Estamos solos.

”PATRICIO: No, señor. Antes estábamos solos y la unión del pueblo no se lograba, por miedo o ignorancia. Ahora está amaneciendo un nuevo país y lo tenemos que parir entre todos. Y Perón nos guiará a la victoria. No más hambrientos, no más menesterosos a la espera de un mendrugo. Perón nos trajo la igualdad, nos dio las herramientas para que los trabajadores tengamos un sueldo digno y nuestro rancho. Lo que empezó hace tiempo como desesperación y rebeldía, hoy es esperanza de una patria libre y justa. No tenga miedo, comandante, los otrora poderosos tendrán que hocicar”.

Esta pieza, a la que rebautizaron Aires de libertad, integró las celebraciones que realizó este verdadero centro cultural para festejar el 17 de octubre. Era la primera vez que la biblioteca “Honor” tomaba parte de un acto político peronista. El cuadro filodramático local ofreció también El buen camino, un melodrama moralista, con tintes de radioteatro. Nos sigue contando Tévez: “La segunda obra fue motivo de discusión, ya que algunos preferíamos alguna pieza reconocida del teatro nacional, mientras que el taller literario bregaba porque la producción fuera propia. Finalmente accedimos, con la condición que el año entrante nos dedicáramos a ensayar textos de Payró o Sánchez. Se trataba de una pieza difícil de representar, por lo sinuoso de la temática. Luego de entonarse el himno nacional y de leerse una carta que el presidente Perón había enviado a todos los militantes, empezamos con la función. Sabíamos que lograr la atención del público iba a ser difícil, especialmente porque empanadas y un buen asado esperaban en el intervalo. He guardado el primer acto del que destaco ciertos párrafos:

”LUCAS: Creía hallar al pueblo aquí reunido con el mismo júbilo que en fiesta patria.

”SERAFÍN: Por lo que veo, los salvacionistas no cuentan con la simpatía popular.

”LUCAS: ¿Qué objeto los traerá a este rincón del mundo?

”SERAFÍN: (Irónico). El de ayudar a los pobres y regenerar a los malos.

”LUCAS: Están locos. Los buenos ya descansan bajo los cipreses.

”SERAFÍN: ¿Y los necesitados?

”LUCAS: Somos los que estamos aguardando para hacerles compañía.

”SERAFÍN: ¿Qué te parece si aprovechamos la oportunidad y les recomendamos a Raúl?

”LUCAS: Vos también estás creído que fue él quien cometió el robo en perjuicio del ferrocarril. Si por un delito, que debe ser condenado, en tan poco tiempo lo pusieron en libertad, está probada su inocencia.

”SERAFÍN: La habilidad no está en cometer el hecho, sino en eludir la acción de la justicia. Además el ferrocarril inglés quiere imponer su propia justicia. Y nosotros, como pobres que somos, estamos bajo ella. Nadie puede garantizar que un juez puesto a dedo por la empresa haga algo en su contra. Lo que pasa que el padre de Raúl es gerente y si bien le salió una manzana podrida, lo va a defender. Por eso sale en pocas horas. El problema es que el comisario, como buen empleado, va a salir a buscar un culpable. Y seguro algún pobre pagará por él.

”LUCAS: Tenés mucha razón. Pero ahora hay formas para que el cogotudo caiga. Y no me bromees con los salvacionistas. De ellos sólo podemos aprender el despojar a los poderosos de la careta con que se cubren. Así sería horrible mirarlos. Pero desde Buenos Aires, Perón está creando una verdadera justicia para todos, ricos y pobres.

”SERAFÍN: ¡Claro! Y Perón va a venir a estos parajes perdidos a hacer justicia. ¡Qué decís! Los días en Buenos Aires te nublaron la razón. Yo creo que el país está mejor que con esas lacras conservadoras, pero va a pasar mucho tiempo antes de que veamos justicia real en estos lugares.

”LUCAS: Sabrás vos. Pero no entendés que Perón llegó a los sindicatos y que la unión de los ferroviarios alcanza nuestro pueblito. Yo voy a ver al delegado, que seguro me va a guiar a un fiscal decente. Si no confiamos en la nueva Argentina, los poderosos van a seguir haciendo su negocio. Las comadrejas van a dejar sus nidos y no tendrán más donde esconderse. Te doy mi palabra, como Perón la dio a cada trabajador. No va a parar hasta que la revolución en paz llegue a cada rincón del país. Ya vas a ver”.

La biblioteca “Honor” tuvo una destacada labor durante varios años, especialmente hasta 1952. Sus cuadros filodramáticos recorrieron las provincias del Litoral argentino y en tres ocasiones actuaron en Buenos Aires, realizando obras de Payró y González Castillo. En trabajos futuros desarrollaré la etapa 1948-1952, la más rica en cuanto a producción y relación con la comunidad. Encontramos, entonces, un espacio que el movimiento libertario había hecho suyo, pero que luego la comunidad refuncionaliza de acuerdo a sus necesidades. No se trata de un caso aislado, pero sí de uno particular, por adherir a otros proyectos políticos, encarnados por el radicalismo personalista y el peronismo. En instituciones como la que analizamos, se produjeron interesantes intercambios de experiencias, acompañando los profundas variantes operadas en el seno de la sociedad.

 

Bibliografía

  • Bilsky, Eduardo, 1987. “Esbozo de historia del movimiento obrero argentino, desde sus orígenes hasta el advenimiento del peronismo”, en Cuadernos Simón Rodríguez, Nº 3. Buenos Aires, Biblos.
  • Costas, Enrique, 1986. El racionalismo en Argentina. Buenos Aires, Ediciones Cántaro.
  • Fos, Carlos, 1996. Educación libertaria. Salamanca, Ediciones Real Universidad de Salamanca.
    —. 1995. Teatro libertario y su acción pedagógica. Salamanca, Ediciones del Huerto.
  • Hardman, Francisco, 1984. Ni patria, ni patrón. San Pablo, Ediciones Brasilienses.
  • Luizzeto, Flavio, 1982. “Cultura y educación libertaria en el inicio del siglo XIX”, en Educación y Sociedad, Nº 12, septiembre 1982.
  • Neiburg, Federico. Los intelectuales y la invención del peronismo (Alianza Editorial, Buenos Aires, 1998).
  • Oslak, Oscar, 1997. La formación del Estado Argentino. Buenos Aires, Editorial Planeta.
  • Oved, Iaácov, 1988. El rebelde. Buenos Aires, Ediciones Populares.
  • Pastoriza, Elisa y Juan Carlos Torre, “La democratización del bienestar en los años peronistas”, en J. C. Torre (comp.), Los años peronistas,Tomo VIII, Nueva Historia Argentina(Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2002).
  • Stirner, Alberto, 1882. El orden familiar. Córdoba, Ediciones del autor.

 

Entrevistas personales:

  • Ignacio Tévez, Buenos Aires, 1996.
  • Severo Vera, Paraná, 1988.
  • Enrique Díaz Morales, La Paz, 1986.