Letras
Un cuento borgiano

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“A virtuous heretic shall be saved
before a wicked Christian”.

Benjamin Franklin

Cuentan que el incendio fue un designio divino, y al final sólo cenizas ensombrecieron y achicaron los aires de la ciudad. Cuentan que el motivo fue una constante, casi eterna, negación del Señor. Los pocos testigos, o quienes la historia dice presenciaron los hechos, poco abundaron en detalles, connotándola con auras decimonónicas, casi bíblicas. Borges relata la historia de una inglesa convertida en india en la vastedad de la pampa. Notorio y dado por fidedigno, es el suplicio de Víctor de Aveyron. La historia de Salgado es más banal y mundana. Su irrestricto pecado, negar a Dios. Su metamorfosis necesitaba del ateísmo, y no, como el caso podría ser interpretado, era éste su fin último. De aquí en adelante, las versiones han variado con los años; unas dicen que todo fue culpa de un conjuro del cual Salgado, en vida, supo poco o nada. Otras dicen que su insistente pesimismo y decretación de un destino sombrío, no eran más que las sedientas fauces de una ambición incontrolable por un destino trágico, ergo, inmortal. Salgado era el único hijo de una familia clase media alta, y de profundas raíces católicas; su padre, doctor versado en leyes; su madre, consumada pianista. La historia, y en esto han coincidido las diferentes versiones, se ubica a principios del siglo XX, entre las dos grandes guerras. Época esta de aventureros y caza fortunas, con muchas posibilidades de éxitos, como lo podrían constatar un Onassis o un Rockefeller. Su única ambición era amasar una fortuna; demostrar sus denodadas dotes por el dinero y la codicia. Para hacer su plan más heroico y digno de contar a las generaciones venideras, decidió prescindir del soporte familiar. Partió al viejo continente para estudiar en una universidad parisina. Vanos fueron los esfuerzos en dar con su paradero. Se prometió, a la sombra de aquel trasatlántico, ya vacío de inmigrantes, pero no menos lleno de exiliados, en los muelles de su ciudad natal, volver hecho un millonario o morir en el intento. Regalar prebendas, aceptar visitas en la vieja casa paternal, y disfrutar su madurez en la más holgada posición. Para la perfecta consecución de su destino, uno que él mismo se forjó, decidió, como el Zaratustra de Nietzsche, dar a Dios por muerto. Como hombre demostraría que la raza puede existir y triunfar, sin meras supervisiones celestiales. Se haría rico, sin la más mínima plegaria por bienestar. Sin embargo, conservó el rosario que su madre le regalara como un ancla con su pasada realidad. Pendiendo de su pecho, como corolario de lo que había prometido, estaba la cruz con el hijo, mediante el cual se llega al Padre. Negando al uno, necesariamente se negaba al otro, Amén. Dios, cuya misericordia era tan infinita como para dar a aquel juramento importancia, le tenía deparado otro destino: sería escritor.

Salgado vagó por toda Europa. Trató de aprender cuanto pudo, desde idiomas hasta finanzas y especulación. Lo mismo fue estibador en Le Havre, en Hamburg, en Liverpool, que asistente de finanzas en Paris, La Haye, o Brugge. Fue librero en Lisboa y London. Comerciante en las juderías de Budapest, Pražská y София. En la frontera con España, entre los pliegues de los Pyrénées, cansado un poco del trabajo vulgar y corriente, traficaría deslucidos fusiles con la República, los mismos que a Orwell causarían profunda impresión por su vejez. Si algo había aprendido Salgado eran las viejas mañas del comercio. Se aprovechó de los anarquistas catalanes, como los aventureros de Sevilla se habían aprovechado de los nativos del nuevo mundo casi quinientos años antes. Paladeó, como el que prueba mate amargo y le gusta al primer sorbo, el contrabando, mientras duró la utopía. Franco y el eje borrarían rápidamente de la faz de la península la amenaza roja y entonces hubo que partir a otras tierras. Se trabó en inútiles transacciones en Istambul, en el corazón de la recién nacida República Turca. Alejado de una Europa encendida en llamas, vagó por Asia y el Pacífico, entabló contacto con los japoneses en el neutral Macao, les sirvió como traductor (algunos dicen que también como delator de los portugueses, quienes ejercían una vigilancia secreta en toda el área; sin embargo, en sus escritos posteriores lo negaría furibundamente). Cuando comenzaba a hacer dinero, una vez más traficando, con China Continental, la guerra se terminó, quedándose otra vez sin profesión. La fortuna le fue esquiva desde entonces. Recorrió el Sinaí tratando, inútilmente, de abrir una nueva ruta para el contrabando con las recién nacidas naciones árabes. El sionismo lo persiguió, más de un oficial de la ההגנה (Haganah) recordó su rostro y sus vituperaciones en las juderías, sus insólitos denuestos contra el judaísmo, religión, decía él, que adoraba a un Dios que lejos de brindarle felicidad a su pueblo lo perseguía y entregaba como corderos en Progroms sin más sentido que el odio infecundo. Ya entrado en la madurez, oculto en alguna barraca de la ciudadela del Cairo, compró un pasaporte falso, los tentáculos del Mossab casi lo alcanzaban, y se embarcó hacia la única y posible morada de un ex contrabandista: Londres.

Mr. Person Merril, de Cheshire, único biógrafo y autor de una de las más confiables versiones, dice haberlo visto por primera vez vagando, barbudo y huraño, alrededor de St Sepulchre Church. El cura de la iglesia pronto lo adoptó como correligionario debido a su sabiduría y conocimiento de Oriente Medio. Las barbas le crecieron hasta convertirlo en una especie de profeta bíblico transmutado. Nunca mencionó su origen con exactitud, ni los motivos para sus viajes de tan largo aliento. Ya casi septuagenario, hablaba seis idiomas con gracilidad, y aunque había hecho de todo, decía no tener profesión. Evadía con la pericia de un sofista toda conversación sobre religión. Vivía de la caridad de sus asiduos oyentes y buscadores de historias fantásticas. Dice Mr. Person haberlo visto escribiendo por primera vez a mediados de las protestas parisinas en mayo del sesenta y ocho. Salgado sin duda tenía ya varios años escribiendo y sus papeles se amontonaban en un pequeño habitáculo del sótano de la Iglesia que le servía, irónicamente, de última morada. De esa época datan sus novelas Mensajes del tiempo y Deformaciones del ego, la serie de poemas Amores diáfanos y Sétanta (estos últimos escritos en gaélico y en honor a la resistencia irlandesa). Obras estas, como las más, inéditas hasta bien adentrada la muerte del autor. En sus Memorias antibíblicas despotricó como no hubiera podido hacerlo el hereje más convencido, particularmente en su capítulo Αιρέσεως (Herejía), en el cual jura no haber conocido a nadie con una personal y creíble vivencia religiosa, o algún contacto extra sensorial con el Señor. Como colofón cita varios textos griegos y latinos, en Apostăta, el último capítulo, en los cuales se denota lo común de la tesis, entre las comunidades de Oriente Medio, de que Roma nunca liberaría a un reo de alta traición como בר-אבא (Barrabás), a cambio de crucificar a Jesús.La invención y maquinación de la tradición latina de soltar a un reo durante la פסח (Pascua judía), no fue más que una vía de romanizar el cristianismo para hacerlo más atractivo ante un público greco romano. En Malezas del corazón hizo apología a “los que se van para no volver...”. Sería su único homenaje a la patria y familia lejanas, cuyos nombres nunca mencionó. No faltaron los excesos de erudición en sus Essais: Artemidoro y el arte de la oniromancia. Las mentiras de la cábala. El arte del paisajismo: John Constable. Piélago: o de la profunda estigmatización del hombre libre.

Una de las pocas tardes en que el viejo Salgado salió para caminar alrededor de las ruinas de St Alphague, London Wall, un muro casi totalmente destruido con tres arcos pertenecientes a la planta baja de la Torre o Campanario de una Iglesia milenaria, un inmenso cansancio lo desvaneció; se recordó a sí mismo navegando, sin rumbo, por entre estrechos y canales. Recordó el color del cielo durante los bombardeos, y el olor a carne humana rostizada. Recordó el rostro de cientos de mujeres, algunas sonriendo, otras inexpresivas. Recordó a su madre tocando el nocturno en C menor, Op. 48 Nº 1 de Chopin que él tanto disfrutaba. Se vio a sí mismo en un espejo, cuyo reflejo, lleno de vida propia, le decía “Yo Soy”. Despertó, boca arriba, rodeado por un círculo de cabezas curiosas que lo examinaban; muerto de un casi aburrido cansancio se dejó llevar hasta el frontispicio de la Iglesia; le pidió al cura anglicano la benevolencia de un interregno, poder estar a solas consigo mismo esa noche sin interrupciones, el cura se decantó por la necesidad de las absoluciones, a lo que Salgado contestó que su momento aún no llegaba. Solo ya en el sótano decidió construir la pira que, en sueños, ya había figurado. Decidió quemar todos sus papeles y merecer la dignidad de una muerte anónima. “He fracasado”, se dijo a sí mismo, por primera vez en su larga existencia había mencionado la palabra fracasar, aunque ésta siempre bulló en su mente. Abrió con cuidado el viejo camisón y se encegueció con el fulgurante crucifijo y las cuentas del viejo rosario. El pecho se le apretó violentamente, cayó tendido sobre el lóbrego piso de piedra. Vio su imagen de nuevo en el espejo. —Toda Herejía tiene sus límites. Me has negado insistentemente sin ver que te niegas a ti mismo. Admite tu derrota y vuelve al regazo de dónde has salido —Salgado abrió sus ojos con un esfuerzo sobrehumano, sonrió y arrancó con desdén el rosario de su cuello arrojándolo a la pira. El infarto lo dejó inmóvil. De vuelta en el sueño, vio, del otro lado del espejo, a su pirómana imagen incendiando todo en el cuarto. El humo lo abrazó con cuidados de madre y se lo llevó...

El resto de la historia no tiene nada de sobrenatural. Mr. Person Merril fue durante muchos años sacerdote anglicano. Durante sus años de cura en St Sepulchre Church se convirtió en el primer y más asiduo lector de las obras de Salgado. Pudo salvar muchos de sus manuscritos, cambiándolos a última hora por papeles enjutos, al dilucidar las intenciones del viejo, los cuales perecieron en el incendio junto con él. Sus obras completas ya van por la decimoquinta edición. Memorias antibíblicas es considerada por la crítica como de una religiosidad ejemplar, una búsqueda de Dios en otros planos. Se ha ganado varios premios internacionales y ha sido traducida a veinticinco idiomas. Mr. Merril ha dedicado parte de su fortuna a la caridad. Las causas del incendio, hasta los momentos, no han sido satisfactoriamente resueltas.