Letras
Clara

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Clara despierta. Por delante un duro día de trabajo, un ex marido que no deja de causarle problemas y dos hijos que mantener y, aunque sabe que no está bien: —¡Ojalá digan pronto que se marchan de su lado!

El sol aún no alumbra y la ciudad se siente en calma. No llega ni un sonido del exterior y eso parece contribuir aun más si cabe a acrecentar su soledad. Una soledad que arrastra tras de sí desde el día que dejó su pueblo para venirse a la gran ciudad. Salió de su casa para abandonar la miseria que la envolvía y buscar algo mejor pero, por desgracia, sólo encontró más miseria y mucha soledad.

Si se hubiera quedado en el pueblo, quién sabe qué le hubiera deparado el destino, pero al menos habría vivido en una miseria arropada por el calor y el amor de los suyos. Un calor que perdió en la distancia.

Sale a oscuras del salón, no quiere dar la luz, no quiere despertar a sus hijos. Hace meses que no duerme en su cama. Sólo el sofá le da la calma necesaria para conciliar un breve sueño. A oscuras se viste y se lava la cara. Ya no le gusta mirarse al espejo. Su imagen le lastima: sus ojeras, sus arrugas, esa vejez prematura que parece haberse adueñado de su cuerpo... No soporta ver en qué se ha convertido, en qué la han convertido, porque la vida no ha sido buena con ella. No lo ha sido y presiente que nunca lo será. Le da miedo expresarlo en voz alta, pero está gafada. La mala suerte le acompaña allá donde va.

Nota cómo una lagrima se desliza por su mejilla y no hace nada para retenerla. Ahora las lágrimas gobiernan su vida a su antojo. Vienen cuando quieren y se van sin pedirle permiso. No le quedan fuerzas para intentar dominarlas.

En la cocina un olor nauseabundo casi le hace vomitar.

—Malditos críos —hace dos días que les dijo que vaciaran el cubo de la basura y allí seguía, en su sitio, lleno a rebosar, descomponiéndose a pasos agigantados a causa del calor que los azotaba esos días.

Otra lágrima surca su cara, pero está vez es de rabia. Ella partiéndose el lomo para que ellos tengan qué comer y los muy cerdos viviendo a cuerpo de rey, sin dejar de poner la mano y de exigir plata. La vida no era justa con ella, no, no lo era.

Cierra los ojos, da media vuelta y a tientas busca las llaves y el bolso. Sus manos tropiezan con un sobre. No recordaba haberlo visto ayer. Decide no abrirlo. Seguro que le reclaman algún pago y ahora no tiene fuerzas para enfrentarse a nada. Mejor lo abre cuando regrese a casa, como siempre ya bien entrada la noche.

Por las mañanas limpia en una fábrica, por las tardes en un edificio de oficinas. Odia el trabajo en esas oficinas. Allí nadie es amable, nadie se digna a mirarle a la cara. Nunca la habían tratado bien. Nunca, hasta que llegó él. Otro error más que sumar a su larga lista.

El primer día incluso la llamó por su nombre. Ninguno en aquel asqueroso lugar había pronunciado hasta ese momento su nombre. “Eh, tú” era la forma más amable que tenían de reclamar su atención. Así que cuando al girarse vio esa sonrisa iluminando aquella cara, se sintió flotar. Hacía tanto que nadie le sonreía... Después le dio conversación, le regaló los oídos con palabras amables, incluso la invitó un par de veces a tomar un bocado a la salida del trabajo. Pero resultó ser igual que los demás. Un polvo rápido, carente de cualquier muestra de ternura en los lavabos de las oficinas, era el último recuerdo que guardaba de él.

Una nueva lágrima surca el rostro de Clara que impasible la ve estrellarse contra el suelo. La vida no es justa, lo sabe, pero ella no se merece tanta injusticia.

Al fin ha acabado su jornada. Por suerte el día había pasado rápido. Le resultaba insoportable el trabajo en aquel lugar, pero necesitaba el dinero que semanalmente recibía como pago por sus servicios. Y hoy era día de paga y, como siempre, nadie para entregársela en mano. Sólo aquel sobre marrón pegado con celo en la puerta de su taquilla. Pero esta vez junto a él cuelga otro de color blanco. Un sobre que lleva su nombre. Entonces le viene a la memoria el que esta mañana encontró al levantarse y decide no abrirlo, ya lo hará cuando llegue a casa.

Mira el reloj. Las once. Demasiado tarde para encontrar un autobús. Tendrá que volver andando y el trayecto le llevará al menos una hora si anda ligerito. Pero no tiene ganas. No tiene ganas de llegar a casa, de pelearse con sus hijos, de ponerse de mal humor, de ver una vez más su casa convertida en una pocilga, porque ella ya no da para más y sus hijos nunca le echan una mano. Sólo saben darle más trabajo. —Ojalá se marchen pronto de casa. Ojalá se larguen y me dejen sola —sabe que no está bien que una madre desee eso, pero hay ratos en los que incluso desea que no hubieran nacido. Sin ellos se imaginaba su triste vida de otra manera. Sin ellos no hubiera tenido que pasar tantas penurias tras su separación.

El hombre que la enamoró sólo quería una sirvienta y un cuerpo caliente al que arrimarse para satisfacer sus necesidades, y cuando ella se dio cuenta era demasiado tarde. Con dos niños, sola y sin dinero, no tuvo más remedio que seguir a su lado. Recordaba con ironía cómo un año más tarde él la abandonaba “harto de aguantarla a ella y a los niños”. Sin dinero, con un alquiler que pagar y dos criaturas que alimentar, tuvo aceptar el primer trabajo que le ofrecieron.

De eso hace ya catorce años.

Sigue caminando sola. La ciudad está desierta, sumida en el silencio de la noche, roto sólo de vez en cuando por el ruido de algún coche o de alguna motocicleta.

Mira el reloj y acelera el paso. Son casi las doce. A lo lejos el sonido de un vehículo que se detiene, unos pasos a sus espaldas y un golpe seco.

Clara despierta, por segunda vez ese día. Ante ella la inmensidad de la noche y un dolor terrible de cabeza. En medio de la acera alcanza a distinguir su bolso tirado en el suelo. Lo recoge, se pone de pie como puede y sin molestarse en rebuscar en su interior lo cierra. Esta semana no tendrán qué comer. Todo su esfuerzo, las horas de sueño que no ha tenido, no han servido de nada.

Dolorida y con el rostro surcado por miles de lágrimas llega a su casa. Rebusca en el bolso intentando localizar sus llaves. Por un momento piensa que también se las llevaron. Pero no, allí están las llaves y el sobre blanco que le dejaron en la taquilla.

Al abrir la puerta el olor procedente de la cocina le hace retroceder. Ya no huele sólo a basura, huele también a platos sucios amontonados desde hace días, huele a casa sin ventilar, a casa hecha un desastre. Pero ella ya no puede. Dieciocho horas de trabajo diario es más de lo que un ser humano puede soportar. Abatida se derrumba.

Cuando levanta la cabeza ve el sobre de la mañana y se acuerda del que guardó en su bolso. Lo abre y saca una pequeña hoja escrita a máquina. “Le comunicamos que a partir de hoy prescindimos de sus servicios en nuestra empresa. Como compensación, esta última paga equivale al salario de dos semanas”. Y ni una sola palabra más.

Ya ni siquiera percibe el repulsivo olor que lo inunda todo. Quiere gritar, pero nada sale de su garganta. Se siente cansada, necesita dormir. Necesita descansar. Igual mañana es capaz de pensar con más calma. Igual hasta es capaz de encontrar una solución.

Su mano roza el otro sobre. También lleva su nombre. Le tiembla todo el cuerpo cuando lo abre. Dentro una nota escueta: “Prueba de embarazo: positiva”.