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La Hechicera de la Puna

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—Dirás a tu gente que si no obedecen al pie de la letra lo pasarán muy mal.

—Así lo haré.

—Y que es peligroso oponerse a mis órdenes.

—Así lo haré.

—¡Andá! Y que no se te olvide que tú, tu mujer y tus hijos serán los primeros en caer bajo el peso de mis maldiciones, si revelas una palabra de cuanto te he dicho.

—No lo olvidaré.

Sin darse cuenta, Silverio, el joven y diligente labriego se había convertido, desde hacía buen tiempo, en portavoz, víctima y cómplice inconsciente de la Hechicera de la Puna.

Ésta, una mujer de edad indefinible y de una impura raza quechua y aymara, pues, al parecer, era originaria de una comarca que separaba con precisión poblaciones limítrofes, había sentado sus reales en la finca Esmeralda, en algún punto de la puna. Inexplicablemente, nadie recordaba, o tal vez, para ser más exacto, todos hacían esfuerzos para no recordar cuándo había aparecido en su comunidad. Pero todos estaban apercibidos de que sus poderes eran tan temibles como ilimitados. Se había apropiado, arbitrariamente, de la aludida finca, reducida, en verdad, pero muy “suya”, pues los campesinos tenían que ararla, sembrarla, desyerbarla, regarla y cosechar los frutos. ¡Ay del que se resistiera a hacerlo! Más pronto que tarde el infeliz era embrujado sin más ni más. Cuatro o cinco campesinos que andaban por ahí idiotizados, inconscientes, inútiles, eran la prueba tangible del poder y venganza de la Hechicera.

Nadie supo nunca cómo se llamaba, pero reinaba, por el terror, como señora de su finca. Al tenor de sus exigencias, sus vasallos le rendían pleitesía acompañada de los humildes tributos posibles a ellos: gallinas, huevos, leche, y hasta algún cordero... La Hechicera inspiraba un temor supersticioso entre ellos, a tal punto que se daba por evidente la incapacidad racial de éstos para distinguir el nexo infalible que existe entre la causa y el efecto y viceversa; y que, por tal razón, los labriegos, dominados por ella, atribuyeran sus hazañas a tratos con el Diablo y a facultades sobrenaturales.

Es cosa averiguada que los efectos sorprendentes logrados por los brujos, hechiceros, curanderos, adivinos y charlatanes indígenas, deben ser descartados en buena parte como imposibles; y que los que se imponen con certitud, son producto de causas nada diabólicas ni que estén fuera de lo natural. Existen entre los autóctonos individuos o familias enteras que transmiten, de generación en generación, los conocimientos secretos y casi perdidos de la botánica y la farmacopea antiguas, quechua y aymara. Esas gentes conocen empírica pero admirablemente las virtudes de ciertas plantas, de ciertos insectos, de ciertos tipos de tierra, pero ignoran nombres y manejo científico de jugos, sustancias químicas, tóxicos, tal vez propiedades radioactivas de los elementos que emplean en brebajes, emplastos, pócimas, masajes y otros modos de aplicación. Pero sin duda que pueden provocar el reblandecimiento de la corteza cerebral, la hiperestesia, la hipoestesia o anestesia de la sensibilidad general o de la sexualidad, así como trastornos glandulares; o lograr sorprendentemente cicatrizaciones de llagas y heridas, regeneración de tejidos dañados, ulcerados o necrosados; producir excitaciones afrodisíacas anormales e infrasensibilidades de orden sensual o sensorio.

Y la Hechicera de la Puna dominaba con amplitud estas facultades, por lo que era experta herbolaria y naturista y, por tanto, tenía a los labriegos rendidos a su poder sin cortapisas.

Pero cansados de las exigencias y exacciones de la Hechicera, los campesinos de la Esmeralda tomaron un buen día una decisión heroica. “¡Matemos a la endemoniada!” —exclamaron no sin temblar ante la sola idea.

La conspiración era sencilla y absurda.

—Sería sacrílego y peligroso matarla a palos —opinó uno de ellos, hombre maduro y con traza de sabido—. Si lo hiciéramos así, terribles castigos caerían sobre nosotros. ¡Matémosla..., pero sin hacerla sufrir, y sin darle muerte!

Ante semejante incoherencia, se miraban contrariados, temblorosos y pávidos los indígenas de la Esmeralda, en lugar de reírse. Todos estuvieron de acuerdo, pero veían angustiosamente cuán difícil sería ponerle el cascabel al gato.

Silverio, servil y sugestionado, llevaba puntualmente todas las noticias a la Hechicera, amparado por las sombras de la noche.

—¿Con que quieren matarme? ¿Quién los agita? —preguntó ésta.

—El Juancho.

—Mañana me traerás un mechón de su pelo y alguna prenda suya. ¿Entiendes?

—Así lo haré.

Sólo él supo cómo obtuvo lo pedido por la Hechicera. A la noche siguiente, sigilosamente, llevaba un poco de pelos y una vieja prenda de vestir del Juancho.

Sin que hubiera aquelarre, pues ella sola era la única bruja, los pelos y la prenda, añadidos a un sapo viviente, a un puñado de coca y a unos copos de lanas multicolores, fueron puestos debajo de una piedra, cerca de la choza del culpable. Silverio, sin tomar parte en el maleficio, tuvo que darle sin embargo un trozo de lejía seca preparada por la Hechicera con zumo de un vulgar y feo escarabajo, además de un inmundo jugo que reblandecía el cerebro y destruía la tiroides.

A poco, el Juancho caminaba y se comportaba como un auténtico cretino.

Durante algún tiempo, las veleidades de resistencia se esfumaron. Todos andaban miedosos y diligentes, y la Hechicera, más exigente e imperiosa que nunca, reinaba sin tropiezos ni oposición. Una media docena de embrutecidos paseaba por la finca su estupidez, testigos mudos del maligno poder de aquella misteriosa y cruel mujer que, en cuanto a su físico, estaba mandada a hacer para infundir miedo a quien se le cruzara por delante. De estatura elevada, andaba erguida con la cabeza unida al tronco por un cuello largo y delgado. El pelo, gris y corto, invariablemente desgreñado, mostraba, con todo, dos trenzas anémicas. Los ojos, hundidos en las órbitas, brillaban, enérgicos y movedizos. Dos cartílagos arrugados le servían de orejas, en tanto que la nariz ganchuda y el mentón en punta, trataban de juntarse delante de una boca hundida por falta de dientes. Las manos, terminaban en dedos huesudos y uñas larguísimas, en tanto que las piernas, enjutas y huérfanas de pantorrillas, acababan en anchos, largos y horribles pies planos.

Transcurrían los días.

La idea expuesta por el indio viejo —ahora débil mental— tomaba cuerpo y se había abierto paso en sus mentes obtusas. Sí que la matarían, pero sin violencia.

Lejos de la casa de hacienda, en un barranco, alguien halló lo que necesitaban: una pequeña y estrecha cueva. Allí la enterrarían viva. Habiéndose dado ánimos mediante abundante aguardiente echado entre pecho y espalda, los veinte conjurados avanzaron, al anochecer, hasta la choza de la Hechicera, y en un santiamén le cayeron encima, la ataron de pies y manos, la amordazaron y, confundidos entre el pavor y la decisión, cargaron con ella. La Hechicera se agitaba como diablo metido en botella de agua bendita. Se retorcía; pugnaba por deshacerse de sus ataduras. Todo fue en vano, y sus malignas artes no pudieron sacarla de la procacidad a que estaba siendo sometida.

Cuidadosamente y con el alma en suspenso, los labriegos introdujeron el fardo a la cueva; lo depositaron en el suelo; luego amontonaron grandes piedras, tierra y una cantidad descomunal de espinos a la entrada. La Hechicera quedó definitivamente aprisionada.

¿Hubo telepatía? ¿Hubo traición, cobardía, complicidad en el ánimo de Silverio? Quién sabe... Pero este hombre, que profesaba incondicional y asustadiza devoción por la maléfica criatura, se levantó a medianoche y, a la luz incierta de las estrellas, se dirigió con mil precauciones a la cueva. Deshizo toda la barricada de zarzas, espinos y peñascos. Halló a la Hechicera, quien, sin duda, estaría pidiendo perdón a Dios, o maldiciendo al Diablo.

—Soy el Silverio: he venido a salvarte.

La Hechicera no cabía en sí de felicidad ante la impensada acción de Silverio. Luego de desatarla, con pasos furtivos volvieron al caserío.

—Tengo un dinerito para ti, yokalla querido —dijo la mujer, y se lo entregó a la puerta de la finca.

Difícil es, si no imposible, describir el inmenso susto de los atónitos campesinos cuando, al otro día, vieron a la presunta muerta, calentándose, como reptil al sol, en cuclillas e impasible delante de su casucha, como si nada hubiera sucedido.

Pocas semanas después, otros cuatro cretinos se sumaban a los ya existentes.

Pero cierta noche de luna nueva, los labriegos le cayeron encima una vez más, decididos a acabar cuanto antes con ella.

—La otra vez escapó por obra de sus amigos, los diablos —decía en nombre de todos el más viejo—, pero tal vez cometimos un error. Ahora, hagamos las cosas como es debido. Y muy diablo tendrá que ser el diablo que la ampare para salvarla. ¡Descuarticémosla, y no aparecerá más entre nosotros!

Ejecutaron, pues, su designio. Se habían reunido lejos del poblado. De pronto, llevando antorchas, se lanzaron, no en silencio como la primera vez, sino gritando a voz en cuello y en desordenado tropel sobre la vivienda de la Hechicera. La apalearon sin contemplaciones, la arrastraron fuera de la choza y, a la luz de la hoguera que era ya el cuartucho incendiado, la despedazaron con habilidad de carniceros. En realidad, gritaban para darse valor, pues el miedo seguía apretándoles las gargantas. Llevaron lejos los restos, a más de una legua. Cavaron una tumba; tiraron dentro los despojos y, sobre ellos, un sinfín de piedras, espinos y cactus.

Volvieron al pequeño poblado, no muy tranquilos, al amanecer.

Cada mañana, por mucho tiempo, los campesinos dedicaban la primera de sus miradas a las ruinas de la choza incendiada, esperando o temiendo ver a la Hechicera en cuclillas calentándose con los primeros rayos del sol.

Pero ella, como es de suponer, no volvió a aparecer en el caserío...