Artículos y reportajes
Antonio Machado y su esposa, LeonorMachado

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Setenta años que se fue acabando en Colliure, junto al mar, en el último viaje, ligero de equipaje. Que esto ya es sabido, porque acertó a decirlo en un retrato tan hermoso, certero y previsible. Sobre Machado se ha escrito de todo por ilustres especialistas. Ha sido también un icono político, un hombre sencillo y un poeta excepcional que ha marcado nuestra infancia. Porque, a diferencia de otros, a Machado lo conocimos en la escuela. Hubo un libro de lectura, que recopiló Gonzalo Torrente Ballester, en el que aparecían textos de diversos autores, magníficamente ilustrados, que venía a ser algo como Educación del espíritu nacional. Entre ellos aparecía un fragmento de Juan de Mairena, dirigiéndose a sus alumnos. También aparecía Machado en los libros de Literatura y Gramática, junto a otros ilustres vates: Juan Ramón Jiménez, Rosalía de Castro, Pemán, Ridruejo, Vivancos, Lorca o el propio Leopoldo Panero. A unos imberbes, poco habituados a la lírica ni a nada, nos sonaba aquella sencillez como algo natural: roquedales, pedregales, álamos, surtidores, limoneros, olivos. Aquel señor, aquel poeta, nos hablaba de lo que veíamos a diario en nuestras correrías, tirando piedras a los perros, cuando no cogiendo los huevos de los nidos. No sé qué relación hay en mi familia con los Machado (más que con ellos, con los Ruiz, por parte de su madre), muy lejana. Sin embargo, el parecido con mi padre es sorprendente. De hecho, he presumido de una mentira: llevar una foto de juventud de mi padre, haciéndola pasar por suya. Incluso la de su boda con Leonor, hay un parecido sorprendente; claro, excepto con la novia. A esas edades presumir de estas cosas era todo un acontecimiento. Más tarde, tuve un profesor de Literatura —José Antonio Huertas Muñoz— que vino a ser segoviano, de la calle Escuderos, detrás de la Plaza Mayor, paralela a la casa donde vivió Machado en Segovia. Le gustaba la literatura. A mí me parecía un personaje singular. De hecho, le dediqué un retrato, que después se publicó en un librito de poemas. Me lo agradeció con una amistad que sólo se truncó con su muerte. Me he sentido siempre con él en deuda. Y sobre todo, porque se murió y nadie nos avisó. Sé que está enterrado en Segovia. Desde aquel libro de poesía se volcó hacia mí, hacia mis escritos. Me corregía, me animaba. Me llevó unas poesías a El Adelantado de Segovia, donde se publicaron en la sección de cultura. Viajes a Segovia, donde, acompañado de su esposa, que se murió poco antes de él, nos invitaba a comer en Cándido, con quien tenía gran amistad. Visitamos la Casa-Museo de Machado. Caminábamos por donde lo hacía el poeta en su estancia segoviana. Un buen día, me habló de su infancia segoviana. Había sido alumno de francés de Antonio Machado en Segovia, le recordaba como lo retrató Rubén Darío, claro que, en este caso, con los ojos del infante que contempla al profesor que le saluda cuando pasa por la puerta de la casa de sus padres. Vestido de traje negro, raído. Tocado de sombrero y caminar lento, retraído, silencioso. Fumaba y se le caía la ceniza sobre los pantalones. Aquella cátedra de francés la hacía para ganarse la pitanza. Recuerda que suspendía a nadie o a muy pocos. Y veía al profesor en el café, con los amigos.