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Julio CortázarPersecuciones
(Be bop literario)

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Johnny no es una víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo, como yo mismo lo he dado a entender en mi biografía. Ahora sé que no es así, que Johnny persigue en vez de ser perseguido, que todo lo que le está ocurriendo en la vida son azares del cazador y no del animal acosado (Julio Cortázar).

Las palabras saltan libremente en una alfombra llena de manchas, en una sala que acoge a mis libros y discos y, de tiempo en tiempo, a mis amigos poetas. Hoy Charlie Parker y Julio Cortázar se mezclan frenéticamente al releer la biografía ficcionada de Bird en “El perseguidor”. La relectura de la vida de Johnny (Charlie Parker) atormentado por sus fantasmas y adicciones lleva a cuestionarse sobre el afán de perseguir y andar jugando a ser lobo, tratando de cazar al arte que emana de uno mismo y de los otros.

Todo perseguidor es cazador y víctima de la violencia y el vacío que el mismo persigue. En esa medida, en el campo de la palabra, la persecución podría verse como una sentencia, una sublimación en la que el teclado reemplaza al cuchillo del carnicero y construye la imagen de un cuerpo seco al cual acaba descuartizando a “palabrazos” o aniquilando con contundentes ráfagas de poemas.

La persecución puede ser caótica y desesperada. Se da, creo yo, como pulsión y forma de nombrar con el arte al vacío al que todo perseguidor se acerca. De ahí que surjan palabras disgregadas y catárticas, en libretas y servilletas de bares como pobres intentos de atrapar lo perseguido. También aparecerán melodías brillantes, como destellos nocturnos que luego se esfumarán. Al respecto habría que recordar la cantidad de brillantes y opiáceos solos de saxo de Bird que nunca fueron grabados y que se quedaron en eso, en aletazos desesperados en la persecución y nada más.

¿Será acaso el tema del deseo lo que nos mueve, como decía Cortázar en “El perseguidor”?, deseo que se antepone al placer y la disciplina y acaba necesariamente frustrando, porque exige avanzar, buscar, perseguir. El párrafo redundante y mal labrado, la digresión, el desafine, la falta de armonía, la sincopada suma de palabras o notas que fácil se olvidan, son el riesgo de sólo perseguir por el deseo.

Perseguir, ser perseguido o girar en espiral, qué más da. Lo único que está claro es que somos tanto presas como cazadores y en la música como en la literatura ambas posturas hablan. De ahí a que dejen obra es otra historia y va más allá del frenesí de la carrera. Porque perseguir sólo por el deseo llevará a publicar antes de tiempo la obra, a fallar en el momento exacto, a cometer el error preciso en el cuento, a poner la nota equivocada en el solo de saxo.

Está claro, la persecución, desde la perspectiva del perseguidor, era una manera de perseguir a un “sí mismo” que había dado pasos adelantados en la búsqueda. Era una forma de hacer uso de un talento irreverente, displicente y poco organizado, en una persecución que en esencia sólo era tratar de alcanzar la sombra proyectada que hace tiempo lo había dejado agotado en mitad del camino.

Sin duda desde esa postura perseguir no es oficio, es simplemente un castigo a ser purgado por el arte, por la trompeta, por la pluma rasgando de forma sincopada el corazón. Esto permite a la melodía y/o la palabra presionar nuevamente el corazón, lo que da inicio, nuevamente, al llanto de la trompeta, del papel, y se vuelve una carrera en círculos, una persecución tautológica que nace ya de por sí de una derrota.

Para ser honesto, a medida que transcurre la escritura y mi relectura de “El perseguidor” mi lucidez y entendimiento se agotan, es como sí las notas o las palabras crecieran en un cerebro mudo de ritmos y golpearan con dolor punzante los versos o el saxo imaginario que habita en mi memoria y que no sé cómo tocar.

“...un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado como tanto músico, tanto ajedrecista y tanto poeta del don de crear cosas estupendas sin tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que se sabe fuerte) de las dimensiones de su obra”....

Tal vez algo de eso debe haber en lanzar y lanzar palabras como ajos, como cebollas al sartén, esperando que el azar produzca obra. Algo de eso debe haber en creer que los pensamientos tan caóticos, por puro arte de asociación libre pueden dar al lector un sentido que ni el autor esperaba crear.

Sin duda algo de eso, tercamente mediocre, nos pasa a algunos perseguidores paceños, que con “la persecuta” a cuestas empezamos a creer que es posible construir obra lanzando palabras como si fueran serpentinas al aire. Sí, los perseguidores criollos, esos pobres diablos, andamos, parafraseando a Cortázar... corriendo como liebres tras un tigre que duerme...

Al respecto aún no entiendo por qué perseguir sin método, embriagado de sustancias, obnubilado de ansiedades, en vez de evocar en la paz del escritorio, con la calma y el bisturí preciso en la palabra.

Habrá que haber perseguido compulsivamente para entender que cuando pasa el frenesí y la agresión de melodías y palabras al mundo, volverán en la cabeza cosas menos caóticas, que traerán el cansancio del alma por la persecución. Es ahí cuando se entiende que no se sumará nada persiguiendo la estela del vacío, sin dormir hasta las tres de la tarde. Que no agrega nada a la persecución insistir en la vigilia, releyendo Rayuela con libromancia o jugando tuncuña con la tapa de una botella sobre un caos de versos, que uno de los perseguidores bautizara como cadáver exquisito.

Cuando uno cuestiona la búsqueda, para de perseguir y decide ser presa, mirando y aceptando de frente el barranco. Es ahí cuando viene un cosquilleo que confiesa que ya no es posible seguir, si sólo se insiste en que la poca lucidez y el caos guíen la pluma.

¿Cuál entonces la manera de encontrar y aceptar formas menos agónicas de perseguir? ¿Será que hay que pasar más de una noche en la irreverencia de perseguir la sombra que suele llevar al barranco antes de parar de ser errático y sentarse a construir obra, anclado, sin correr?

Pareciera que no, ya que cuando cesa el caos, surge otra persecución, tal vez más perversa, la de querer encontrar la nota perfecta, la de buscar la melodía que “abroche” el deseo con la esperanza, la angustia con el arte. La persecución del soneto perfecto, del giro verbal en el cuento, sorprendiendo con maniobras literarias nunca vistas.

Esta forma de perseguir puede llevar a algunos a encerrarse compulsivamente, a llenar las paredes de versos, para un poema inconcluso que nunca acaba, o a llenar la cama, el techo y hasta la espalda de la mujer amada de fichas literarias y complejos mapas mentales sobre personajes, aquellos que en la vigilia desordenarán las sabanas y obligarán al autor a levantarse para escribir un nuevo párrafo de la novela inconclusa, o peor aun, a dar un giro total a la obra y empezar de cero cuatro veces en un año el mismo capítulo.

¿Es acaso esa persecución la que retrató Cortázar al hablar de la obra inconclusa de Johnny, Amorous?

“...la salvaje caída final, esa nota sorda y breve que me ha parecido un corazón que se rompe, un cuchillo entrando en un pan. Pero en cambio a Johnny se le escaparía lo que para nosotros es terriblemente hermoso, la ansiedad que busca salida en esa improvisación llena de huidas en todas direcciones, de interrogación, de manoteo desesperado. Johnny no puede comprender (porque lo que para él es fracaso a nosotros nos parece un camino, por lo menos la señal de un camino) que Amorous va a quedar como uno de los momentos más grandes del jazz”.

Sí, algo de eso pasa cuando la persecución improvisada cansa y el talento quiere toparse con esa mala palabra llamada obra perfecta. Perseguir, esa pulsión que lleva a buscar sin reflexionar en busca de quién sabe qué, escapando de quién sabe quién.

Sí, parecería ser que la persecución trae escondida una necesidad de cerrar algo, paradójicamente antes de ser alcanzados. Al final ¿qué pasaría si dejamos de perseguir, si lográramos el cuento perfecto, la melodía exacta, el poema redondo y de métrica impecable? ¿Qué pasaría si al alcanzar el Illimani cambiara nuestra perspectiva? Tal vez volveríamos a escalar, volveríamos a perseguir hasta que en la perversa cacería cayéramos agotados y entendiéramos que es mejor una melodía inconclusa, una novela que rehaga varías veces el último párrafo, un ejercicio cíclico y eterno de buscar y ser encontrado como en las páginas de Rayuela. ¿Será que estamos acá sólo para perseguir como vía de cura y liberación y no para encontrar?

Sí, Cortázar a estas alturas se ha vuelto un pretexto al igual que Charlie Parker, y me vuelvo a enfrentar con la pregunta de qué búsqueda hay detrás de perseguir y ser perseguido por la palabra. Tal vez la respuesta está en que la persecución es una purga cíclica en la que se alternan el caos y la disciplina y un fin, no un medio de alcanzar nada.

Podría seguir ampliando la catarsis o jugar a que esto es un ensayo literario, de esos que se jactan de extrema pulcritud y limpieza gramatical. Sí, ya sé, ya me perdí en esta persecución circular. Me suele pasar con bastante frecuencia cuando tiendo a vomitar palabras sin orden aparente y entonces salen, de la mano de una idea, salen. También se empiezan a dibujar luego de un recuerdo, de una imagen retenida en la memoria, de un texto que da la vuelta la cabeza.

Sí, este texto era un pretexto para decir que hace tres días vi a Forest Whitaker interpretando magistralmente a Charlie Parker en la película Bird y simplemente me dieron ganas de leer nuevamente “El perseguidor”, casualmente a los 25 años de la muerte de Cortázar, y en mitad de la lectura recordé a mi hija preguntándome: ¿Papi, por qué la luna nos persigue?