Sala de ensayo
Ilustración: Gustave Dore (1866)Los mares, esas grandes “autopistas” del pasado

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Uno

Muchos años antes de que Alfonso X “El Sabio” se encomendara a la tarea de ilustrar a España, haciendo traducir una larga lista de grandes libros, las relaciones entre Europa y Asia estaban consolidadas a través del comercio. La India jugaba un papel importante para la Península Ibérica, así como en tiempos remotos Egipto para Grecia. Las imágenes de Alí Babá y los cuarenta ladrones, de Aladino y su lámpara maravillosa, de cuevas repletas de joyas y piedras preciosas, de alfombras voladoras, de islas remotas cuyas playas eran un tapiz de diamantes, estaban frescas en la mente de estos aventureros que se lanzaban al mar dispuestos a morir o hacerse ricos en el intento.

Asia y los territorios árabes, al igual que África, se erguían como espacios míticos donde sólo había que alzar la mano para hacerse a la fortuna. El obstáculo mayor, que se levantaba como un enorme muro entre estos continentes, lo constituía el largo recorrido por un mar embravecido y dispuesto a devorar cualquier objeto sobre su superficie. Según un relato de Arturo Pérez-Reverte, de cada cinco barcos que zarpaban de los puertos de Asia y Europa, tres corrían el riesgo de no llegar a su destino. Las razones eran múltiples, e iban desde ataques con fuego de cañón de barcos piratas agazapados en estrechos y penínsulas, hasta aquellos otros que perdían el norte en las noches sin estrellas y terminaban destrozados contra los arrecifes.

A lo anterior se le agregaba la desbordante imaginación de marineros que relataban sus encuentros con enormes monstruos marinos que atacaban a los barcos en las noches sin luna y los partían por la mitad como si tratase de delgadas ramas secas. Estas historias, que se contaban por lo general en tabernas y sitios públicos, dieron origen a un sinnúmero de relatos que se fueron incorporando con el paso del tiempo al imaginario popular. La creencia generalizada de que más allá de la línea del horizonte habitaban seres extraordinarios, no nace ni termina con la Edad Media. Ya en la antigua Grecia, mucho antes de que se produjera esa gran explosión cultural y artística que irradiaría a Europa en el siglo V antes de Cristo, el mar era visto como un espacio cargado de misterios indescifrables, pero también como la única vía de comunicación con el mundo.

Nada, en la conciencia colectiva del antiguo hombre griego, podía ser explicado sin la intervención de las deidades y el poder supremo de la magia. Incluso el poeta era considerado un profeta, un ser extraordinario, un taumaturgo que mantenía una conexión directa con los dioses. Quizá la figura que mejor pueda explicar este fenómeno sea Orfeo, el cantor que recibió de manos de Apolo la lira, y que inspirado por las Musas “podía arrastrar tras de sí no sólo hombres y animales, sino también árboles y rocas (...), y quien, asimismo, rescató con su música a Eurídice de los brazos de la muerte”.1

El mar y sus misterios, al igual que otras fuerzas componentes de la naturaleza, no podían ser explicados con las herramientas de la razón y la lógica que hoy justifican la ciencia. El mito, por sus componentes ideológicos, es explicativo, y su explicación parte curiosamente de la imposibilidad del hombre primigenio de poder dar razones válidas sobre ciertos fenómenos de la realidad que, desde su perspectiva, estaban asociados a los estados anímicos de las deidades.

En los relatos homéricos, que durante muchísimos años fueron incorporados a la conciencia colectiva como paradigmas de una realidad, el mar es un espacio que comunica con el más allá: Odiseo viaja al infierno para hablar con Tiresias y en su búsqueda de un camino que lo conduzca de regreso a Ítaca encuentras islas extrañas, habitadas por cíclopes y poderosas brujas capaces de convertir a un ejército de hombres en animales salvajes. Asimismo, atraviesa islas remotas donde majestuosas sirenas, con sus cantos prodigiosos, encantaban a marineros y viajeros que terminaban convertidos en sus esclavos. Pero el mar, nos recuerda Fernando Carmona Fernández, “también puede convertirse en un elemento hostil que desencadena la tragedia”.2

Tanto para el antiguo hombre griego como para el hombre de la Europa medieval, el mar desempeñaba también funciones mágicas, pues desataba tempestades, iluminaba el horizonte con estruendosos relámpagos y traía consigo enormes cardúmenes de peces que depositaba en la playa. En los libros de caballería, la aventura siempre está al otro lado del océano, en reinos remotos, en espacios abiertos y salvajes donde el héroe debe luchar contra las fuerzas oscuras del mal representadas por lo general por monstruosos dragones, gigantes, cíclopes y ogros empeñados en arrasar poblaciones enteras y desequilibrar con su fuerza el balance de la naturaleza.

El agua, por sus cualidades hidratantes, se instaura en la conciencia colectiva de los pueblos como un elemento de vida. Lo anterior permite quizá explicar las razones por las cuales todas las grandes civilizaciones de la antigüedad se construyeron sobre espacios próximos a caudalosos ríos, enormes lagos y descomunales mares. Pero el agua encierra también otras connotaciones que la relacionan con la pureza, el frescor y el “despertar a una nueva vida”. Gaston Bachelard nos dice que el agua es el elemento que nos hace vivir más allá del pecado, de la carne y de la condición mortal. Y nos recuerda asimismo que la historia de las religiones viene una vez más a completar este análisis, pues nos habla del “agua viva”, “el agua celeste”, “el agua que purifica”, referencias que se hallan tanto en la Biblia como en las tradiciones célticas, romanas y, por lo general, en la configuración de las sociedades indígenas que poblaron a América.

Es tanta la fuerza mágica del agua que Tetis, la diosa madre de Aquiles, en su afán de convertir a su hijo en inmortal, lo sumerge en el río Estigia, cuyas aguas —cuenta la leyenda— tenían la propiedad de hacer invulnerables a quienes se bañaban en ellas. No es raro, por lo tanto, que en la tradición judeocristiana el bautismo, como metáfora de una nueva condición de vida, esté relacionado con este elemento. Por eso tampoco es de extrañar que, en la tradición literaria medieval, el agua siga considerándose un mecanismo para alcanzar la purificación del alma y salvación del mismo. Amadís de Gaula, por ejemplo, ese personaje fabuloso que enloqueció con sus aventuras al Quijote de La Mancha, fue puesto en una canastilla, en mar abierto, para expiar el pecado de sus padres. Pero, asimismo como el Moisés de la Biblia, es salvado de la muerte para combatir el mal y resarcir el reino, recatar a la princesa y expulsar a los invasores.

Durante el Renacimiento, los mares eran como las grandes “autopistas” de la época. No sólo comunicaban pueblos, reinos y continentes, sino que se convirtieron en los canales de tránsito a través de los cuales fluía el comercio, actividad que se constituyó en el punto de partida del desarrollo social, pero también en el diálogo que dio inicio a una inimaginable actividad cultural, sin precedentes en Europa durante más de ochocientos años.

Es en este punto, precisamente, en el que la gran literatura de los siglos venideros empezará a cobrar vida. La aparición de un comercio organizado dará origen a los grandes viajes, a la conquista de territorios que no aparecían aún dibujados en la cartografía del momento, pero asimismo al incremento de una inseguridad que se trasladó incluso a los mares.

Ya en los antiguos textos de caballería, aparecía bosquejada la imagen del pirata, incluso en Las mil y una noches, la figura de Sindbad es quizá la más representativa del marino que se da a la conquista de espacios y fortuna, que ataca sin autorización otras embarcaciones y no vacila en disparar sus cañones contra las ciudades costeras para intimidar a sus habitantes y apoderarse luego de sus riquezas. Estas ciudades, que por lo general estaban constituidas en puertos importantes, eran sin duda las más concurridas de Europa y Asia. En términos de hoy, eran urbes cosmopolitas, con una inigualable actividad económica y una superpoblación flotante donde se ponía de manifiesto ese gran número de espacios interactivo que Mijail Bajtin llamó, en términos literarios, cronotopos.

En los siglos XV, XVI y XVII, ciudades como Burdeos, Cádiz, Sevilla, Londres, Liverpool, Venecia, Génova y Florencia, se constituyeron en los centros comerciales del mundo occidental, en núcleos de tránsito de productos de todo tipo que generaron una actividad económica sin precedentes en Europa y que atrajo asimismo a miles de personas de diversas condiciones sociales y distintos espacios geográficos. Esta explosión demográfica en las ciudades portuarias obligó a extender los límites de las urbes más allá del cerco amurallado, formándose de esta manera nuevos barrios con trazos irregulares, sin planificación, sin la venia de las autoridades ni la bendición de la Iglesia.

 

Dos

La novela, como radiografía del hombre, no podía dejar por fuera este momento histórico. En El curioso impertinente, un relato que Miguel de Cervantesinsertacomo un capítulo más de Don Quijote de La Mancha, Florencia es descrita “como una ciudad rica y famosa”, habitada en su mayoría por emprendedores comerciantes. Tampoco es raro que Shakespeare escoja como espacio geográfico de algunas de sus tragedias, ciudades italianas como Venecia y Verona. El mismo Cervantes, en su novela capital, narra la historia de un prestante hombre de negocios que es raptado en mar abierto por hombres armados que luego lo venden a un grupo de comerciantes de esclavos y es llevado a una ciudad costera del norte de África, un puerto conocido sólo por piratas que negocian sus mercancías, producto del ilícito.

Si es cierto que en la novela de Cervantes los temas dominantes se alejan del mar, también es cierto que en ella encontramos los elementos primigenios sobre los cuales se edificará gran parte del mundo ficcional literario del siglo XVIII: los relatos de aventuras en los cuales se explotarán los espacios vírgenes y selváticos donde la lucha del individuo será por sobrevivir a la naturaleza.

El despertar de la novela europea del siglo XVIII se da, precisamente, en el momento en que Occidente empieza a modernizarse. La Revolución Industrial, que tiene su origen en Inglaterra, no sólo trajo bienestar para un gran número de personas, sino también una nueva forma del hombre de mirar el mundo que le rodea. En realidad, nos recuerda Norbert Elias, lo que se produjo en el núcleo de las sociedades europeas de ese momento fue una fragmentación ideológica y un asentamiento de posiciones, ya que los beneficios económicos y la rentabilidad que trajo la tecnificación empezó a concentrarse en pequeños grupos de personas que cada día se hacían más ricos, abriéndose de esta manera una brecha enorme entre trabajadores rasos y empleadores.

La guerra que libraron Inglaterra y Francia en 1702 alimentó entre sus nacionales el deseo de aventura, una aventura que se verá reflejada sin duda en un gran número de relatos que tendrán como centro de narración el naufragio y los espacios abiertos de islas remotas, habitadas por seres salvajes, en cuyos rituales se ponía de manifiesto la antropofagia. Uno de estos relatos, que se publicó en abril de 1719, fue Las aventuras de Robinson Crusoe: un marinero de York, que cuenta las vivencias de un náufrago en una isla perdida del Pacífico. La historia, para mayor credibilidad, es narrada en primera persona y se desarrolla en la década de 1650, casi medio siglo después de que Cervantes publicara la primera parte de su novela capital.

Para María Aránzazu Usandizaga,3 el interés de la literatura por explorar nuevos espacios es el resultado de las profundas transformaciones políticas, ideológicas y, sobre todo, religiosas, que se producen en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVII y durante todo el siglo siguiente. Asimismo, cree ver que este tipo de relatos, en especial el de Daniel Defoe, tienen dimensiones atemporales, pues pudieron haber sucedido en cualquier lugar y tiempo.

Norbert Elias, en su estudio La sociedad cortesana, nos recuerda que son las coacciones del momento histórico, las nuevas reglas introducidas por la modernidad, lo que hace que algunos grupos sociales miren el pasado como un espacio de libertad, produciéndose de esta manera en sus mentes la creencia generalizada de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Esta mirada nostálgica hacia un lapsus histórico que ya no volverá, es lo que se ha conocido con el nombre de romanticismo, una vuelta a los orígenes, al paraíso, al locus amoenus, ese espacio protegido, destinado a la felicidad.

El mismo Elias nos recuerda también que todos los productos culturales de un grupo social son el reflejo de su pensamiento en un periodo de su historia. Y lo que estaba sufriendo Europa y, en especial, Inglaterra, en ese momento, era un periodo de transformaciones en el terreno del pensamiento. La razón, como origen de la ciencia, es la dominante de un panorama que estimula a gran escala el desarrollo científico. Los aportes filosóficos de Francis Bacon y su método inductivo “modificarán profundamente la relación cognoscitiva de los seres humanos con la realidad que necesita conocer y dominar”.4 Esa relación se va a caracterizar por una profunda fe en la observación precisa, en la descripción minuciosa y en la demostración matemática.

En Los viajes de Gulliver vemos cómo el narrador, un joven aprendiz de médico, abandona sus estudios para embarcarse en el proyecto de conocer el mundo, no a través de los libros ni por medio de la cartografía existente, sino a bordo de un barco que lo llevará a los mares del Sur, nombre con el que en el siglo XVIII fue bautizado el océano Pacífico. Este deseo de aventura lo conducirá, en primera instancia, a las Indias Orientales, a las costas de África, a islas sin ubicación geográfica donde la tripulación tendrá que luchar contra vientos huracanados, capaces de levantar por los aires enormes embarcaciones como si fuesen hojas secas. Los constantes naufragios lo llevarán a espacios exóticos, habitados en ocasiones por extraños animales, o mundos de hombres tan altos como el dedo índice. En otras ocasiones serán gigantes, o piratas que, agazapados entre islotes, atacarán sin piedad a los barcos con fuego de cañón para luego abordarlos, robar sus bienes y raptar a una tripulación que después será vendida como esclavos.

Más allá de una crítica a una era victoriana exacerbada de postulados religiosos y maquillada de hipocresía, de sátiras a un desarrollo científico que apuntaba a la esterilidad del alma, lo que Swift deja ver en Los viajes de Gulliver es, por un lado, su obsesión de caricaturizar a una sociedad inglesa embebida en su conocimiento científico que dejaba por fuera las implicaciones socio-morales y político-religiosas del momento, y, por el otro, plantear el dualismo feroz entre civilización y barbarie, donde la segunda empieza a ganarle el pulso a la primera, razón por la que Gulliver, en un momento de reflexión, duda en regresar a Inglaterra, pues, en su pensamiento, la civilización europea es portadora de todos los males de la naturaleza humana. Es por eso que, al volver, este personaje de Swift decide no salir de su casa y dedicarse al cultivo de la tierra, ya que la libertad, tal como lo plantea la civilización, es otra forma de esclavitud.

Ese dualismo que plantea Swift aparece igualmente en Moby Dick, una novela de Herman Melville publicada en 1851, y que narra la historia del capitán Ahab y su obsesión por dar muerte a una gran ballena blanca que, años atrás, le había arrancado una pierna cuando intentaba cazarla. El relato, contado por un joven marinero de nombre Ismael, es, según algunos analistas literarios, una alegoría a la Torre de Babel, por aquello de la diversidad lingüística y étnica de la tripulación del Pequod.Pero más allá todavía de esta interpretación, lo que subyace en las páginas de Moby Dick es la lucha abierta entre la razón y el instinto, entre el hombre y su entorno, entre la ciencia y la naturaleza, y que Melville traslada a las páginas de su novela en esa pugna magistral entre el obsesivo capitán Ahab y el gigantesco cetáceo.

 

Tres

La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, es quizá la novela de aventuras marinas más exitosa de la historia de la literatura. Stevenson retoma la figura del pirata sanguinario, aquel que se hará popular en las posadas y tabernas costeras y cuya característica principal será la pata de palo. A lo anterior se le agregará un parche en el ojo, una larga barba, un afilado sable y un par de pistolas en la cintura, dispuestas para ser usadas. En la novela de Stevenson, esta descripción recae en la imagen de William “Billy” Bones, marinero sagaz, quien fuera segundo al mando del capitán J. Flint, considerado como uno de los piratas más violentos y sanguinarios de las Indias Occidentales y las Antillas, y quien, como cosa curiosa, murió de muerte natural en Savannah, una ciudad del estado Georgia, después de haber ingerido un litro de whisky.

La historia se inicia en un pueblito de la costa inglesa, donde un día aparece “Billy” Bones y se hospeda en La posada del Almirante Benbow, administrada por una joven mujer y su hijo. Hasta allí llegan los antiguos compañeros de Bones, quienes buscan apoderarse de un antiguo mapa donde el fallecido capitán Flint había señalado el lugar donde dejó enterrado el botín de toda una vida de pirata.

Es a partir de este hecho cuando el relato cobra vida y se dispara la aventura hacia los mares del sur en busca de una isla que es sólo un punto en un viejo y descolorido mapa. La historia se irá poblando luego de montes y ríos, de cabos y bahías, de paisajes maravillosos, de personajes extraños pero fascinantes que no vacilarán en matar a quien se interponga en el camino entre ellos y el tesoro. En el fondo, son seres salvajes y solitarios, curtidos por el sol candente de los sietes mares, sin mujeres a quienes amar, sin familias, sin otro sueño que la aventura en sí misma y la conquista del oro. Para ellos, la amistad no existe; el honor es personal y, como lobos hambrientos alrededor de la presa, no dudarán en clavarse los colmillos, en este caso las espadas, para hacer rendir las reparticiones de los doblones del metal dorado.

Esta historia del viaje hacia el oro de Flint, nos recuerda el profesor José María Álvarez, es en realidad una crónica de formación, la historia del sueño libertario, de la huida al mar —el viaje de los viajes—, o del viaje como destino, o del camino como aventura, donde lo que en realidad importa es la emoción ante el peligro, ese espejo de la modernidad que empezó Cervantes con su legendario Quijote, y que ya anunciaba a los Robinson Crusoe, a los Gulliver, a los Moby Dick y una larga lista de personajes literarios y cinematográficos en la que se hace necesario mencionar también a Jack Sparrow, esa antítesis del pirata que ha encantado a medio mundo, precisamente porque se acerca más a la bobería que a la altanería.

Incluso, me atrevería a afirmar que ya en ese bosquejo cervantino aparece la figura relevante de un Ernest Hemingway, un escritor fascinado por la aventura en todas sus formas, pero atraído fuertemente por el mar, por la pesca, por la brisa marina, y cuya vida en sí misma es una extensa aventura que se desborda en su extensa obra literaria. El viejo y el mar es sin duda una novela maestra de las letras universales, pero también la metáfora de la supervivencia y la dignidad, un homenaje a la lucha significativa por la vida a una edad en que las fuerzas del hombre empiezan a flaquear. También es, para algunos analistas literarios, un gran homenaje a Moby Dick de Melville, “una variante a la lucha de Ahab con la ballena”, donde el mar, como una mujer eternamente embarazada, lo devora todo.

Pero el camino no se detiene, ni la lucha tampoco. El camino es siempre un largo viaje donde la lucha está presente, donde la interacción de los individuos es la confluencia de las distintas formas de pensamiento y, por lo tanto, de observar el mundo. El camino, nos recuerda Bajtin, es el escenario de los hechos regidos por la casualidad, el lugar donde se combinan de modo peculiar las series espaciales y temporales de los destinos y las vidas humanas, complicándose y concretándose por las distancias sociales.5 Este camino-viaje puede constituirse, según Borges, en una metáfora del infierno, poblado por fantasmas del pasado. Este es el caso de El corazón de las tinieblas, ese majestuoso relato de Joseph Conrad donde el capitán Marlow, a bordo de un bergantín, remonta un río del Congo en busca de un tenebroso personaje de nombre Kurtz, un explotador de marfil, un hombre sin corazón, un Judas capaz de vender incluso a su propia madre por un puñado de oro. El relato es una vuelta a los instintos primarios del ser humano, a los lugares más sórdidos del alma, a la eterna lucha entre el bien y el mal, pero también una extensa reflexión sobre la civilización y la barbarie, sobre la antropofagia cultural, sobre el colonialismo y, sobre todo, la muerte.

García Márquez, al igual que Borges, considera este relato de Conrad como uno de los más bellos escritos en lengua inglesa, un relato que le enseñó algunas técnicas del tratamiento literario del trópico. No obstante, en el escritor colombiano, el mar no es un elemento activo, como sí lo es en el escritor polaco-inglés. En García Márquez, el océano es un componente pasivo, casi ornamental, visto desde la orilla. Es por esta razón que Florentino Ariza, ese memorable personaje de El amor en los tiempos del cólera, al preguntársele por qué no había aprendido a nadar, su afirmación fue categórica: “El mar lo hizo Dios para mirarlo desde la ventana”.

Esta respuesta se puede rastrear igualmente en otros textos del Nobel colombiano. Por ejemplo, en el relato “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, el mar es descrito como una gran sábana cenicienta que depositaba toneladas de algas en la playa. Algo similar podríamos decir de “El último viaje del buque fantasma”, cuyo narrador sólo describe “el trasatlántico inmenso, sin luces y sin ruidos, que una noche pasó frente al pueblo como un gran palacio deshabitado, más largo que todo el pueblo y mucho más alto que la torre de la iglesia”. En “La luz como el agua”, una historia que conforma el libro Doce cuentos peregrinos, el mar es sólo una añoranza, el deseo de un par de niños colombianos en España que echan de menos la bahía cartagenera. La única historia garciamarquiana donde el mar es un elemento clave de la acción, casi un personaje, se titula Relato de un náufrago, la crónica publicada en 1955 en El Espectador y que narra las vivencias de Luis Alejandro Velasco, un marinero mercante que pasó diez días en el océano, aferrado a una tabla, sin beber ni comer.

Seis siglos después de que Colón atravesara el mar para llegar América, al mando de una tripulación conformada en su mayoría por ex presidiarios que no vacilarían ante cualquier altercado en cortarle la garganta, los relatos de marineros siguen siendo fuentes de inspiración. Bastaría con mencionar a Arturo Pérez-Reverte, el escritor español más importante del momento, quien con su saga del Capitán Alatriste ha reafirmado la importancia de un género que no ha perdido, a lo largo de su existencia, la fuerza imaginativa que le ha caracterizado. Es tanta su importancia que Hollywood no ha escatimado esfuerzos para seguir reinventando la figura del pirata pata de palo, ni la del náufrago moderno que, al estilo de Robinson Crusoe, permanece durante varios años en una isla perdida, sin ninguna otra compañía que un balón de voleibol.

 

Referencias bibliográficas

  • Bajtin, Mijail M. Problemas literarios y estéticos. La Habana: Arte y Literatura, 1986.
  • Carmona Fernández, Fernando. La mentalidad literaria medieval (siglos XII y XIII). Murcia: Universidad de Murcia, 2001.
  • Defoe, Daniel. Robinson Crusoe. Barcelona: RBA Editores, 1995.
  • Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y del arte. Bogotá: Labor, S.A., Volumen 1, 1994.
  • Stevenson, Robert Louis. La isla del tesoro. Barcelona: RBA Editores, 1995.
  • Swift, Jonathan. Los viajes de Gulliver. Barcelona: RBA Editores, 1995.

 

Notas

  1. Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y del arte. Bogotá: Labor. S.A., Volumen 1, 1994. P.78
  2. Carmona Fernández, Fernando. La mentalidad literaria medieval (siglos XII y XIII). Murcia: Universidad de Murcia, 2001, p. 17.
  3. Es catedrática de la Universidad Autónoma de Barcelona, España.
  4. María Aránzazu, en la introducción a la edición de RBA Editores de Robinson Crusoe, 1994. Colección Historia de la Literatura.
  5. Bajtin, Mijail M. Problemas literarios y estéticos. La Habana: Arte y Literatura, 1986, p. 453.