Letras
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Aquella noche, la primera de muchas signadas por el insomnio, María se durmió muy tarde, arropada por aquella vieja casa llena de recuerdos que no eran suyos, de voces que se colaban por las paredes, de figuras que se asomaban por las ventanas gritando nombres que ni ella ni sus familiares conocían. Debilitada por el cansancio diario, se abandonó a las fauces de un sueño que sin embargo resultó ser ligero, pues aunque estaba dormida, seguía escuchando los ruidos del silencio de esta casa con vida propia, que se sacudía en los momentos menos esperados, sólo para recordarle a sus habitantes que nunca podrían poseerla, porque sus verdaderos dueños eran otros, unos que ya no pertenecían a este mundo.

María decide no escuchar más, no atender al susurro de unos muertos que no son suyos, y respira profundo para perderse en el trajinar de un subconsciente inflamado por la adolescencia, pleno en deseos que colorean una existencia tranquila, de hija única, de jovencita estudiante de colegio religioso, de lectora incansable aunque de mente sencilla. María va soñando con su vestido de graduación, con un viaje a la playa que sus padres le han prometido y sensible como es, va sintiendo cómo el olor del agua y la arena se van mezclando con los de su habitación, con los de esta casa que lucha por imponerse, por hacer recordar siempre que está, que no deja de existir aunque se caiga en el profundo sueño de la muerte.

Y es con la muerte con la que María se encuentra, mirándola desde el otro lado de la orilla de este mar que ahora dejó de ser encantador. De lejos, le sonríe sin hacerlo, le acaricia sin hacer el más mínimo gesto. Entonces el olor a mar se termina y es sustituido por uno jamás explorado, uno que hincha los pulmones con su hedor a fuego y consume el aliento cargado de esperanzas. María no puede respirar y despierta de su sueño infeliz con las manos en el pecho, tratando de recuperar un aire que se niega a regresar a su cuerpo. Abre la boca para inhalar, y a un tiempo, mirar la habitación, sus muebles, sus cosas que permanecen inmutables, inmunes a las batallas internas.

María se la encuentra de pie junto a la cama, y la escenografía de su vida vuela por la ventana para nunca más volver a ser la misma. Es una mujer de rostro pálido que la mira desde el fondo de la lástima y el miedo, con unos ojos oscuros y atentos, que se convierten en el centro de una figura fantasmal, trajeada con algo que no permite ver otras partes del cuerpo, sólo ese rostro que desde ahora acompañará las pesadillas de María, que serán muchas. La sorpresa se va transformando en terror y por unos segundos que parecen una eternidad, la muchacha lucha entre las sábanas para salir huyendo, una acción que con los años se volverá algo cotidiano.

El primer grito sale de una garganta despavorida por la impresión, y María puede finalmente saltar de la cama y correr a la habitación de sus padres sin mirar atrás, sin mirar bien, con los ojos medio abiertos, medio cerrados, con las manos sudorosas extendidas, con el corazón a punto de salir cabalgando de su pecho aterrado, con los pies descalzos que casi vuelan, ligeros. El llanto brota a raudales de sus ojos lastimados por su encuentro de pesadilla y María recibe el alivio de los brazos de su madre, quien ha estado soñando que se está muriendo.

Ambas regresan a la habitación para comprobar que no hay nada y la muchacha cuenta dónde vio lo que tanto la asustó, intentando convencer a su madre y a sí misma de que no se trató de una pesadilla, sino de algo real, casi tangible. Incapaz de regresar a ese cuarto, a esa realidad tan perturbadora, María pasa la noche en la cama de sus padres, reviviendo la angustia de saberse presa indefensa de lo desconocido, que puede traspasar las fronteras de lo posible y sorprenderla mientras duerme. Desde pequeña, impulsada por el miedo de tantos cuentos infantiles que al final resultan ser sádicos, había decidido jamás dormir con los pies desarropados, por temor a recibir un halón por haberse portado mal o simplemente, por el deseo de algún espíritu caprichoso.

Pero ella ya no era una niña, y esto había sido diferente. Fue algo que realmente pasó. Ella vio a esa mujer aterradora, de pie, junto a su cama. Estaba segura de que no se trataba de una pesadilla, esos ojos penetrantes, esa mirada de miedo, no podían ser sólo el producto de su subconsciente. Había algo más, algo que ella no podía entender y que sin embargo rompió para siempre el delicado hilo de su valentía. María se encuentra en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia, escuchando el clamor incesante que arrulla la vida en esta casa, y se va dejando llevar, hasta caer rendida, nuevamente, en la playa de la que fue abruptamente expulsada.

A la mañana siguiente, la vida debe continuar. La muchacha se levanta con la sensación de haber sido arrollada por un tren y con la garganta adolorida por el grito aterrador de la noche anterior. Sin embargo, el peso de lo cotidiano ejerce su fuerza inevitable y es obligada a ir a clases. Es su último año de colegio, tiene que cumplir con una importante asignación y la riqueza de su vida subconsciente no tiene valor alguno para el mundo exterior, pleno en deber ser. Así, totalmente confundida por lo que ha vivido, María camina entre brumas para cumplir con los mandatos de la cotidianidad.

Entonces se pregunta si aquello que ha vivido no se trata, como ha dicho su madre, de una pesadilla más, resultado de los nervios por los exámenes finales y el temor a quedar expuesta a las miradas de todos. Las miradas de todos, repite como encantada, la mirada de anoche quizás sea el reflejo de mi angustia por este último año, por no saber qué estudiar en la universidad, por no saber qué hacer con todas estas decisiones apremiantes e igualmente importantes que debo atender. Perdida en el abismo de la duda, sin ayuda, María va resolviendo hacer algo típicamente humano, una explicación racional a lo desconocido.

Pero algo se ha roto para siempre en su subconsciente y no importan las interpretaciones que se encuentren. Para empezar, su sueño nunca volverá a ser el mismo, porque durante toda su vida, experimentará descansar en ese estado en que no se está completamente dormido, y en el que los ruidos del mundo se transforman en lo que se sueña. La vida seguirá fluyendo, y María junto con ella, logrando graduarse del colegio, encontrando una carrera universitaria que estudiar, floreciendo como un adulto normal.

Un adulto que sin embargo posee un secreto sólo revelado a quienes deben dormir con ella. La muchacha debe mudarse de su casa a otra ciudad, para continuar sus estudios. Sus terrores nocturnos siguen acompañándola, y aunque han sido cuidadosamente tratados por sus psicólogos, María sigue siendo presa de aterradoras pesadillas que la empujan de la cama, haciéndola correr despavorida, gritando como si estuviese a punto de morir horriblemente, perseguida por el peor de los males. Pero esto ocurre por las noches y ella puede seguir su vida consciente en pleno uso de sus facultades, aunque con alguna herida ocasional, resultado de sus huidas; la garganta desgarrada por los gritos o la confusión de saberse indefensa ante fuerzas que no puede controlar.

María se gradúa en la universidad y sigue acompañada por su rica vida inconsciente. La mujer de miedo no se aparece más, pero sus legiones de espanto nunca dejan de atormentarla, presentándosele en inverosímiles personajes que en ocasiones le hacen dudar de su racionalidad. Unas veces son monjas, otras son mujeres vestidas a la antigua usanza, muy parecidas a las imágenes de ánimas que su abuela colocaba en su altar. Pero las urgencias de la vigilia rara vez hacen concesiones y la pobre se encuentra viviendo una doble vida, incapaz como nunca de controlar sus noches plenas en angustia y pánico.

Pero la vida va tejiendo las vivencias de cada quien y como lo vivido tan repetidamente, aunque sea increíble, se vuelve ordinario, María va olvidando la naturaleza de sus sueños, madurando como una persona normal, viviendo las exigencias naturales de un trabajo, una relación sentimental, amigos, viajes; nunca sin olvidar sus pastillas sedantes, su sabiduría psicológica, ni su rutina nocturna de pesadillas. Sólo pudiendo dormir con aquellos que le aman profundamente, y a quienes poco importa su otro yo, uno que pareciera no tener nada que ver con su estado consciente.

 

Una mañana, María se levanta con esa sensación imprecisa de haber tenido una de sus pesadillas. La garganta resentida por el dolor del miedo tantas veces gritado, el temblor en las manos, los pies lastimados por tropezarse con algún mueble. Se levanta con la pesadumbre de nunca descansar por completo y se dirige al baño para llorar por la paz robada hace tanto tiempo. Mientras camina, va contando los años que lleva en este estado tan parecido a la locura, a la total ausencia de la racionalidad: Ahora tengo 33 años y eso fue a los 16. Son 17 años de pesadillas sin principio ni final.

María entra al baño y se mira al espejo, evalúa entonces su rostro pálido, su mirada triste y la depresión, tantas veces experimentada, aparece para robarle el ánimo. Un olor de otros tiempos acude a sus sentidos, ella se mira las pupilas marrones, la mirada oscura y penetrante, y el gesto se le congela. Se va encontrando a sí misma en lo que tanto ha temido y sin saber cómo ni dónde, se aferra al saber ancestral del presagio. Entonces entiende que ha llegado su hora y con todas sus fuerzas reza para poder avisar a su esposo, quien duerme tranquilamente en la habitación de al lado. Pero no lo logra y, en cambio, va sintiendo el olor a fuego penetrando en sus narices y extinguiendo todo aliento de vida.

Mientras se deja caer en la bruma sin sueño de la muerte, va entendiendo que aquello que vio hace tantos años y que la perturbó durante toda su vida, fue ella misma, quien encontró el camino preciso para decirse quién sabe qué cosa a su yo más joven, probablemente con la intención de cambiar su temerosa forma de asumir la vida. María intentó, como tantos otros seres humanos, advertirse a sí misma sobre el indefectible peligro de morir tan joven. Pero no tuvo éxito alguno y ahora lo sabe con la pesadez propia de los cuerpos que no desean abandonar la vida. Tendida en el piso frío de la inexistencia, se siente trasladada a otro momento y lugar.

Feliz, cree que tendrá otra oportunidad, pero sus ojos sólo perciben la densa oscuridad de un sitio pleno de ruidos que ella finalmente va reconociendo. Se siente atrapada en esa casa que tanto odió y que marcó el inicio de sus noches de pesadilla. Entonces un grito desconsolado la atemoriza y ella, sin tiempo de decir nada, se mira a sí misma desde el fondo de la lástima y el miedo, corriendo a la habitación de sus padres, sin oportunidades, ni salidas; para vivir todo otra vez, por siempre, para siempre.

Es entonces su esposo quien se levanta con un mal sabor en la boca, y al intentar despertarla, descubre que María ha muerto mientras duerme. Al fin sucedió lo que tanto temió, tras años de sujetarla e intentar apoyarla en esa enfermedad eterna, sin sentido ni cura. Sus manos acarician el rostro amado que aún permanece caliente y, llorando a raudales, piensa con alivio que por fin, las noches de terror se han terminado, porque ahora María sí podrá vivir en paz, en la inconsciencia feliz de los muertos, esa sin forma ni contenido.