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Elsa

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Teresita, este es solo tuyo

Ese día era importante que se viesen, aunque él no la invitó deliberadamente, no le dijo las palabras que era menester decirle. Simplemente llegaron al acuerdo tácito de que Elsa llegaría a su casa, ese domingo grisáceo, lento. Antes de verse, hablaron media hora por teléfono, y al final él le dijo que con mucho gusto la recibiría en el apartamento, pero que tendría que despedirla temprano, que el carro estaba en el taller, que las noches caían irremediablemente temprano, que el barrio era peligroso desde hacía unos ocho años, cosas que Elsa conocía a la perfección. Sin embargo, a pesar de las advertencias que nadie le pidió que hiciera, estaba ansioso por verla, por estar con ella en el sofá nuevo, hacerle una taza de café o un té negro, hablar de cualquier cosa.

A las dos de la tarde, oye el insistente nudillo de ella sobre una ventana diminuta, vieja y hueca, que estaba al lado de la puerta principal de la casa: el rostro blanco de Elsa, sus manos largas, dejadas al impulso del frío que no era tal, porque dentro del apartamento cualquiera habría sudado. El saludo es breve, las palabras de feliz cumpleaños las mismas de siempre, el mismo sentimiento de lo pasajero de las horas, el beso de los labios delgados de Elsa, el sonoro chasquido de lengua mientras toma el café muy negro, pesado. Hacen el amor dos, tres veces, o una vez completa y dos más interrumpidas por la impaciencia, por el cansancio: un amor pastoso, caliente, que aleja del cuerpo de Elsa el frío de otrora, el álgido aire de la estación de autobuses que está a un kilómetro del apartamento de él. Le lleva un regalo y lo felicita con los melosos besos en las mejillas, en los labios y en los ojos. La farfulla de las frases entrecortadas por la felicidad o por el asomo de una dicha que bien puede durar diez años o el resto de las vidas o un mes entero. Elsa duerme una media hora o más, hasta que él la despierta cuando de verdad el frío entra por los filos de las celosías que ninguno de los dos se preocupó por cerrar; afuera no está oscuro, sino como lleno de cortinas sucias, las de la tarde de ese mes, que siempre son las mismas. Le dice que la encaminará hasta la estación de buses, que ya es tarde, que las cosas pueden ponerse peligrosas. En el camino, le agradece los regalos, los besos y, sobre todo, la carta hecha con su puño y letra, rematada por una firma impresa en algo como un sello de hule o una vieja máquina de escribir.

Se despiden con el maquinal beso en la parada de buses. Al alejarse, él se voltea unas cuatro veces, midiendo la posible tardanza del chofer, la cantidad de personas que acompañarían a Elsa en el viaje, la magnitud de la oscuridad que crece como una indetenible mancha de petróleo. Alguno de los dos levanta la mano en la despedida del día, que va a ser como el resto de los domingos de esos meses, una simple excusa para el tedio, para conversar de todo y de nada.

No la ve muy pocos metros después y no la recuerda hasta estar otra vez en el sofá nuevo, aterciopelado, con el cuerpo encima de la carta que se arruga debajo de su espalda. Come y lee un poco de un libro que le parece malo y que sólo continúa por el estoicismo de tener que ocuparse en algo. Cuando oscurece afuera, se acuesta en una cama sin patas, muy dura. Se duerme en pocos minutos.

Un sobresalto como de crimen lo despierta. Constata con el resquemor de un sueño interrumpido, con las manos ensangrentadas de dolor y de cansancio, que han transcurrido menos de dos horas desde que se propuso dormir. De inmediato, piensa en Elsa, en la estación de autobuses, en la gente que allí había visto, cuando la tarde no se había llenado de la oscuridad absoluta, fría. Se sienta en la cama, y el cansancio se le va del cuerpo en dos o tres segundos. Piensa en fumar y se da cuenta de que no sabe, que nunca ha fumado y que tendrá que buscar otra manera de alejar la imposición de un miedo que toma la forma serpeante de una boa, desde los muslos hasta el centro del pecho.

Piensa insistentemente en Elsa; busca el regalo en el clóset: la camisa que ella le regaló huele a tela nueva. En medio de una mesita que contiene una lámpara vieja y a punto de desplomarse, encuentra la carta que ella le escribió, con un puño firme, alargado, seguro. Recuerda los crímenes de la ciudad, el intento que hizo para que Elsa no lo visitara ese día, aunque solamente cumpliera años una vez cada doce meses.

Se toca el pecho que brinca en diminutos espasmos. Encuentra, en la cocina que está empotrada en una pequeña región de la sala principal, una taza de café sin azúcar, que calienta de nuevo y bebe. Siente que la garganta se le cierra en un intento peristáltico de algo que crece como una araña dentro de sus costillas. Va reconstruyendo las palabras de Elsa todos los días que la ha visto, que la ha amado con una furia que ahora se adensa, se convierte en la incertidumbre de haberla dejado en la estación, entre algunos pocos extraños.

Veinte minutos transcurren como lentas horas de pánico, seco en la garganta de él, que se reclina en el sofá, enciende la radio, se reincorpora rápidamente, tropieza con el tremor de sus manos con algún mueble. Sigue recordando a Elsa, sus propias palabras en las que le dijo que tenía que tomar uno de los buses de la tarde, que el carro estaba en el taller, que no había otra forma de verse ese día, que mejor lo dejaran para después, pero se topó con la incólume resolución de ella, esbelta y blanca a través del cable del teléfono, dejándolo inerme con sus palabras apretujadas en labios que sintió cercanos, casi húmedos en la distancia del cable.

Siente el punzonazo en el pecho, la angustia de no saber si tomó o no el bus. Recuerda los crímenes que han sucedido en los alrededores: tres en quince años, por lo que la posibilidad de que la asesinaran existe realmente. Se pone de pie y se acuesta, un acto seguido del otro, sintiendo el golpe del corazón en las costillas, la desesperación de la lejanía de Elsa.

Recuerda que en la estación había dos cabinas de teléfonos públicos. Toma el suyo y comienza a marcar, dejando que los botones produzcan el ruido de los nervios, pegados a las puntas de los dedos: 2, 4, 7, 1, 1... Se detiene, porque se da cuenta o confirma que no conoce los números de los teléfonos públicos. Voltea la cabeza a la derecha, hacia la ventana esmerilada junto a la puerta: un parche de noche negra.

En una suerte de pegajosidad de las ropas, encuentra el remordimiento de la conciencia que lo empuja hacia una nueva taza de café, hacia la carta de felicitación de Elsa, que había dicho que era pura cursilería pero que no lo era, que había llegado con la altura impresionante de su cuerpo flaco y frágil.

Sabe que la noche está fabricada del mismo letargo frío que se le va metiendo en la sangre, en el movimiento brusco de un miedo que adquiere la forma de su cuerpo y su respiración.

Toma de nueva cuenta el teléfono y marca un número completo, los siete dígitos clavados en alguna parte recóndita de algo que osa llamar recuerdo. Escucha los pitidos en el vacío; alguien habla, dice aló muy lentamente, entre sueños. Por supuesto que ha marcado cualquier número de cualquiera de las casas de la ciudad, tomado por el impulso de la respiración de Elsa pegada a su lengua, insistente en el recuerdo de pocas horas.

Enciende la luz fluorescente de una pequeña lámpara, la del borde de la mesita desvencijada. De nuevo desarruga el papel, el remordimiento de las palabras de ella, la felicitación de una sencillez pasmosa.

Abre como puede la puerta principal del apartamento. Extiende la vista en el vacío del tétrico alumbrado público, buscando inútilmente la dirección en la que está el cuerpo de Elsa muerto, degollado por su abandono, por ignorar sus advertencias. No, mejor otro día, dentro de dos domingos, cuando de nuevo tenga carro para dejarte en la puerta de tu casa. Respira pesadamente el aire que surge de una nada espesa, abortada por pequeños olores de la noche, frituras de alguna de las casas del barrio, ladridos de perros que dejan una estela de inmundicia, que le recuerda al crimen, el abandono, las súplicas de los ojos verdes de Elsa, profundos mientras dormía en el sofá.

Piensa en llamar al vecino que sabe que es policía; sale del umbral de la casa, hollando con indeterminación el suelo que cede en un ruido de noche silenciosa y como sin vida. Se devuelve a su apartamento apenas veinte metros avanzados, sintiéndose inerme y ridículo. De nuevo entra en el pequeño cuarto suyo, pegado al resto de la estancia, apenas empotrado como la diminuta cocina; en el clóset está el regalo de Elsa, su marca al envolverlo en el papel que junta del basurero, con los ojos a punto de estallarle o de salírsele de la cabeza.

Lee de nuevo la carta, se enternece y deja que el recuerdo de hace cinco o seis horas lo invada sin resistencia.

Pasada media hora, toma de nuevo el teléfono y marca un número, esta vez el de la casa de Elsa; tres tonos completos bastan para que cuelgue sudoroso, recorrido por las serpientes álgidas en las piernas, las pequeñas angustias del recuerdo de Elsa en la penumbra apenas tamizada a través de la lámpara de luz fluorescente.

Recuesta nerviosamente el cuerpo en el sofá de antes, donde hicieron el amor una de las veces ese día que estaba quizá terminado; intenta dormir; piensa en esgrimir varias oraciones para cansarse, pero repara en que nunca ha rezado, en que no cree en Dios, en que es inútil alejar la posibilidad del asesinato de Elsa.

Sorbe de la orilla de la taza caliente a la medianoche, alejando el demonio de la vigilia y del insomnio. Recuerda el cuerpo inclinado y semidesnudo de Elsa en la cama sin patas, el día anterior o el domingo anterior o un día inventado en la imperfección de los recuerdos. Inevitablemente, irreflexivamente, de nuevo se pone los zapatos negros, la chaqueta musgosa y verdusca y sale a la calle, después de haber encontrado las llaves de la puerta con movimientos torpes, enceguecidos por la espera temblorosa. Avanza hasta el final de la cuadra, donde dos luces bajas muestran la sinuosidad de la calle que lo llevará hasta la estación de autobuses; avanzados doscientos metros, se detiene; desiste, por causas cuyo origen no se pregunta en ese momento, ni se preguntará después. Al regreso, solamente sus sienes percuten en la penumbra fría de la calle: su cerebro abotagado por la visión de la carta, del día que la conoció, del día que le dijo que podía ser un barrio peligroso, muy peligroso apenas la luz del día desaparecía.

Penetra el umbral de la puerta con la desmesura del espanto. Toma de nuevo el teléfono y marca el número de una de las dos cabinas, que recordó de pronto mientras caminaba hacia la estación, en el instante en que deshizo los pasos hacia el apartamento. Uno, dos, tres tonos limpios, lejanos y anónimos: una señora contesta; se llama María Salas, no conoce a ninguna Elsa, no está en ninguna estación de buses, lee un libro antes de dormirse, yace junto a su esposo: la traición de la memoria lo vuelve irascible, por completo una marioneta del olvido.

Se revuelca afiebrado por la angustia en el camastro bajo, sudoroso a pesar del frío que no se quita de la estancia, que es la mezcla de todas las partes del apartamento, pequeño y acogedor, según palabras de Elsa.

Siente que cuando traga saliva la garganta se le cierra de golpe, como un ente con vida propia, agitada y necia. Abre la novela que leía, en una de las páginas que había dejado incompletas, que hablaban de paisajes lejanos, llenos de nieve, de hombres y mujeres caminando con abrigos pesados, de pieles de animales cuyos nombres jamás recordará por su lejanía y falsedad. Se detiene a mitad de la página, dándose cuenta de que entender es imposible. Un nuevo remordimiento lo hace preparar dos tazas de café más, que es el único vicio con el que puede simular que palia el miedo, el pánico por haber abandonado a Elsa, por no haberle pedido que se quedara con él esa noche. Lo piensa bien, una media hora más tarde, adentrado en las primeras horas de un día en que tendrá que trabajar, muy a su pesar: fue estúpido tomar tanto café, le tiemblan las manos, el corazón y los huesos de la cabeza.

Piensa en los cigarrillos descritos en aquel libro de un autor francés, ido en los recovecos del tiempo. Le parece que ese vicio habría sido el adecuado para la magnitud de su angustia. Mira el reloj de la pared junto al armario, en la sala principal; compara su hora con el reloj de pulsera que apenas se deja ver en la fluorescencia lejana de la lamparilla: de cualquiera de los dos modos, falta mucho para que la luz del amanecer surja, en el este que da al frente de las fachadas de los apartamentos.

Piensa en cómo besará la frente álgida de Elsa, sus hombros de muerta, si es que lo dejan ver el cuerpo mutilado por un puñal que dejó la saña de su filo en la blanca carne de ella. Piensa en cómo se excusará a la hora de besarle los labios, de abrirle los ojos para ver las pupilas dilatadas y yertas en medio del verde de esmeralda, topacio y veneno.

No puede contener el cuerpo ni en la cama ni en el sofá, y estalla en una caminata dentro del apartamento, pisando el mosaico envejecido, sucio y resbaloso de la estancia, esperando o intentando atraer la fuerza de la luz del sol. Se sienta y toma de nuevo el libro: un hombre caminaba sobre la nieve, agitado y perdiendo el conocimiento, como un loco que lleva una carta a un pueblo lejano, a unos veinte kilómetros a pie.

Suelta el libro sin colocar el separador de páginas, pues se le hace ilegible por la luz, por el miedo, por la dispersión de un pánico que le ha secado el cuerpo, poco a poco. Se sienta y espera, moviendo las piernas por tanto café, leyendo dos o tres veces la carta de Elsa, la abundancia de una cursilería que lo hiere como lava incandescente.

Piensa en el trabajo que le espera, en la llamada que deberá hacerle al señor Cavalcanto para comunicarle que no irá a trabajar, porque una amiga ha muerto. O le dirá que es una amante, o su futura esposa o su hermana, para evitar confusiones incómodas. Cierra los ojos y piensa en los subterfugios posibles hasta que pierde el sentido.

Repara en la abundancia de la luz al despertarse. Salta del sofá como tomado por una fiebre que le convierte de humo el cuerpo, rápido para encontrar los dedos ágiles, la conciencia, el teléfono que sucumbe a la fuerza desmedida de sus dedos.

Es muy temprano, aunque sabe que un lunes es un día cualquiera cuando alguien muere en una familia. Pregunta por Elsa, temeroso. Ella inquiere sobre la hora tan temprana de llamar; pregunta los motivos de su voz entrecortada por algo que fácilmente se intuye como miedo. Él no responde como debe, no se disculpa tampoco, solamente le dice que la ama, que le agradece la carta, que no soportó las ganas de hablarle, que pronto se duchará, tomará el desayuno, se irá a trabajar como todos los días. Termina diciendo que solamente está cansado, que pasó una mala noche, como a veces les sucede a todos.