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Anónimo desde el principio

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Una tina blanca, adornada con figuras celestiales, sostenida por querubines de mirada triste; perfectas y esbeltas creaciones, son los guardianes que contienen el transparente líquido, perfumado con aceite de jazmín, iluminado por la cálida y efímera luz que a más de iluminar perfuma el ambiente naranja en el que se imagina: hadas, que se esconden tras los árboles y las flores del bosque en el papel tapiz de las paredes. Un incienso de opio cierra la burbuja de su mundo líquido en el que sumergida piensa y se imagina una fantástica historia, como en su infancia; acostumbrada a las hadas mágicas, a los príncipes cabalgando heroicamente en su blanco corcel, y las delicadas y encantadas princesas.

Siente ahogarse al abrir la boca dispuesta a recibir el beso del príncipe que rompería el hechizo. De súbito y pálida del susto se levanta con el cuerpo desnudo dejando atrás su alma y olvidándose de su espíritu.

¿Fueron 15 minutos de placer? ¿O serían más? —No importa, ahora se hace tarde, no hay más tiempo, puede que pronto acabe.

Se viste y aun de prisa no olvida la sutileza. Se sube el calzoncito de algodón, blanco, fino con un atisbo de indiscreción debido a sus atrevidos cortes, y ahora tibio porque ha hecho contacto con su hermoso cuerpo. Se ajusta el sostén de encaje blanco, perfuma de nuevo su cuerpo, contempla su hermosura, percibe la suavidad de su piel y de la luz inocente de sus ojos, ora del atractivo sensual de sus labios, ora de la gracia de sus movimientos, ora del brillo en su larga cabellera negra azabache; negra como en las noches en las que desaparecen los que aún son esperados, negra como el dolor de lluvia, negra como el luto de los que han perdido a sus familiares por la guerra sucia y mezquina.

Se contempla una y otra vez hasta que vuelve en sí y sigue pensando en la cárcel del tiempo, se calza unas zapatillas negras de taco alto, desliza sus delicadas manos hasta llegar a su vulva, con un movimiento brusco y arrepentido, casi invisible, toma un vestido negro, similar a aquel famoso vestido blanco de Marilyn Monroe, sólo justo y perfecto, cubre con él su esbelta figura como quien protege una obra de arte de las inclemencias del clima para que el ambiente natural que le rodea no la corroa.

Una cadenita de la Virgen de Asunción yace en su pecho, un color rojo como las llamas del infierno enciende sus labios, el resto es puro, su piel de un blanco mate, los mejores colores conforman la perfección en su rostro; lienzo blanco dispuesto a la belleza innata que prefiera su autor, mejillas del color de los duraznos, ojos color miel; en los que puede percibirse la dulzura empalagosa, un manojo de noche adorna sus ojos con largas y espesas pestañas, y el marco perfecto; sus cejas, y su naricita de muñeca, dibujada de un solo trazo.

Toma su cartera, en la que lleva únicamente un espejo, un labial rojo, cigarros, una llave y algo de dinero.

Anónima desde el principio, alimentándose de su vicio, sobreviviendo o muriendo de la fantasía, se dirige a la casa aparentemente pequeña y discreta que está al final de la calle. Entra como todas las noches, y aunque pareciera no suceder nada, al contrario ocurre el todo. Da una mirada a su alrededor como si buscara sombras, o quién sabe qué o a quién... lo encuentra sentado a la orilla de la barra y sin titubear, con la mirada más fija, más deseosa, más excitante, más...

—¡Buenas noches! Es un placer verte por aquí, ¿bebes algo?

—Sí, claro... un tinto para mí.

—Y a mí, lo mismo...

Ella enciende un cigarro, la cortina de humo se convierte en cómplice de su misterio, ese brillo en los ojos miente. Parece un felino enredado entre las piernas de su amo.

Continuaron una plática muda de gestos y miradas, fundida la noche, era la segunda vez que se veían pero el recuerdo de la primera valía el equivalente a muchos años. Él era nuevo en visitar aquel bar, ella en cambio lo conocía perfectamente bien; conocía hasta el más pequeño detalle del sitio. No muy lejos de donde ellos se encontraban, había cuartos pequeños, divididos por delgadas paredes vestidas de rojo, se escuchaban gritos vulgares de placer, placer por sexo violento, placer de sexo sucio, de sexo pagado y obsesivo, de necesidad de sexo, de sexo muerto, de sexo fingido y morboso, de sexo nada más. Una barra cubierta de terciopelo rojo, luces rojas, mesas regadas, botellas de colores, y camaleones por todas partes; Hipócritas, cambiando de color a cada momento según su necesidad de camuflaje, y lagartos bailando y lagartos cogiendo y serpientes en los tubos y pirañas cobrando y pirañas sobre las mesas y gritos de lagartos; y lagartos y gritos, y camaleones y camaleones; y serpientes, y luces rojas, y luces que oscurecen los cuartos, y telas, y olores a mar, y olores a licor y olor a saliva; y saliva en la boquilla de las botellas, y saliva en las copas de vino y en los vasos de los tragos, y vino como de sangre, sangre podrida, sangre hedionda, y vino y camaleones y música estridente y sexo y ella y él en un cuarto pequeño y oscuro, un cuarto sucio, en el suelo, ora en la silla, ora en la pared, ora en la cama, ora ella grita, ora él se queja, ora ella lo siente, ora está el silencio, ora sólo sus agitadas respiraciones y sus mudos corazones engusanados y podridos y viejos y muertos y azules, ora una caricia, ora un golpe y va de nuevo un orgasmo y placer por 8 minutos o ¿son menos? ¿O son más? Ahora está dormida, desnuda, como muerta pero su cuerpo está tibio, y su cabellera, de noche de muerte, desparramada por la almohada, su olor impregnado en las sábanas amarillentas de la cama que ahora están en el suelo, su espíritu y su alma esperan todavía en la tina blanca protegida por los querubines hasta que luego se despierta.

—¡Ah, mierda! Otra vez, soñando con la misma babosada, y tarde. ¡Condenado tiempo! Y ahora qué traje me pongo, ¿con qué corbata, con qué zapatos?

(Ganador del premio único de cuento de los XLVI Juegos Florales de Mazatenango 2009).