Artículos y reportajes
Juan José SaerUna lectura de su última novela, La grande1
Saer: la escritura en expansión

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“La certeza de que al escribir ponía precisamente entre paréntesis dicha certeza, incluso la certeza de sí mismo como sujeto de escribir”.

M. Blanchot; “El paso (no) más allá”

En La grande, punto culminante de la implacable insistencia de su trabajo narrativo, Saer cuenta el intento fallido de recobrar el pasado. Dar cuenta de esa imposibilidad es la novela misma, dividida en siete capítulos (siete días: la “vuelta completa”) de los cuales el último deja leer tan sólo la frase agónica del escritor, el acto definitivo de una escritura deliberadamente inacabada e inconclusa, en pugna desigual contra el acabamiento de la vida y el lenguaje. Como en todo el programa saeriano, el texto se hace múltiple: la vuelta de Gutiérrez a la “zona” después de treinta años (fecha que demarca el golpe, la represión y el exilio) es contada, vista, reconstruida, desde la diversidad de la escritura, desde la expansión del signo. El primer capítulo relata una larga caminata (el esquema de Glosa) de Nula y Gutiérrez cruzando en diagonal un baldío, bajo la lluvia. Gutiérrez se reencuentra con la tierra y el agua original y presente después de tres décadas en Europa. El segundo describe la genealogía de Nula (un viaje biográfico familiar, la imperfecta reconstrucción del pasado). El tercero cruza a Nula con Soldi y Gabriela en una calle hablando de literatura local —el “precisionismo”. En el cuarto, aparecen Diana y Nula, extáticos bajo el sol, como dioses sin pasado y sin presente. En el quinto reaparecen el movimiento y el tiempo histórico: Tomatis le pone nombres a su infancia feliz viajando en colectivo. En el sexto Gutiérrez “vuelve” a su pasado y recibe a los amigos en un asado (lugar común de la mítica saeriana) entre el sol, la lluvia y el pasado que regresa en las palabras. El capítulo séptimo, inconcluso, deja leer una frase única: “Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino”.

La composición caleidoscópica —cuyo paradigma es El limonero real— reitera las formas del relato circular de Nadie nada nunca o La mayor y también su escéptica concepción del mundo como “vacío” que la escritura intenta infructuosamente llenar o, mejor, entender. Ese movimiento narrativo se emparenta con el deslizamiento de la escritura hacia el vacío que analiza Foucault:

“Es posible de hecho que la cercanía de la muerte, su gesto soberano, su resalto en la memoria de los hombres, excaven en el ser y en el presente el vacío a partir del cual y hacia el cual se habla”.2

Saer acerca su mirada final a la noción barthesiana de literatura: aquella “revolución permanente del lenguaje” que lo aleja de todo poder y lo acerca a su último avatar, la ausencia. Como decía Barthes, “esa imposibilidad de nombrar es la literatura misma”.3 Saer registra el fluir azaroso del tiempo en una operación denodada e inconclusa, como la novela final y como el final de la novela. Esa inconmovible coherencia atraviesa su programa narrativo de décadas y representa el esfuerzo más notable de las letras argentinas por construir una escritura realista en el mejor sentido macedoniano: aquella que nombra la disolución, el movimiento continuo e inatrapable de lo real, la complejidad inconquistable de todo lo visible. Lo que La grande expande y profundiza es la noción del universo como caos, como dinámica azarosa e incomprensible que sólo la limitada percepción del hombre transforma en “cosmos”, en “armonía textual”:

“¿Qué ven los sentidos? Un devenir que se repite y se inmoviliza pero... ese engaño oculta lo invisible: el cambio continuo, un fluir sin dirección ni objeto ni explicación conocida del tiempo invisible que, silencioso, los atraviesa” (pág. 20).

Como Onetti, la escritura de Saer se sitúa en el pliegue invisible que liga realidad y ficción. Como en La vida breve, sus textos siempre parecen postular cierto realismo descriptivo, cierto objetivismo narrativo, pero la ficción satura toda la construcción textual al convertirse en la mirada del narrador, siempre disolutoria y evanescente, siempre dispuesta como indagación de la verdad, nunca como reflejo o evasión:

“Podemos afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad... la ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado lo hacen no para confundir al lector sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario”.4

El registro que da cuenta del “precisionismo” es una larga ironía sobre la literatura como instrumento de figuración personal, como operación política o edificación de una posición social. La figura de Brando aparece en las antípodas de la noción de autor que la obra de Saer ha construido durante décadas, en las que el centro es siempre la escritura misma y el autor disimula su figura social para consolidar su voz literaria:

“Es siempre el texto lo que cuenta, nunca el autor, al menos si se trata de literatura y más aun de literatura de ficción...” (pág. 341).

La concepción del “precisionismo”, además, contrasta con la concepción saeriana de narración (“el movimiento continuo descompuesto”) porque aparece como un avance de la ciencia sobre la producción textual, como un intento de congelar, detener, fotografiar una realidad que la novela misma caracteriza por su dinamismo, la “fugacidad versátil, contingente y sin sentido de la materia”. El trabajo que Gabriela y Soldi hacen para recuperar los datos sobre el origen y evolución del movimiento litoraleño se coloca en la misma dimensión que el texto en general propone sobre el pasado de los personajes (la reconstrucción movediza e inagotable de los tiempos primeros de Nula, Gutiérrez, Tomatis...), es decir, la imposibilidad de la certeza, la debilidad del discurso sobre lo que llamamos verdad, tan alejada, casi siempre, de la intención “precisionista”.

 

“La grande”, de Juan José SaerII. Contar y recontar

En Cicatrices, una metáfora aritmética explicaba la idea del relato circular: contar una y otra vez, hasta el nueve, y luego, recontar. Como en El viajero, texto que vuelve sobre sí para decir la nada, el trayecto sin rastros, el espacio idéntico a la ausencia que en Nadie nada nunca será cifra, además, de las desapariciones de la dictadura. En La mayor y en A medio borrar esa postulación se complementa con la idea de la apariencia desintegrándose como obsesión de la escritura utópica. La grande cobija, resume, resemantiza y expande muchos núcleos de esos textos y de otros en una operación a la que Saer ya acostumbró a sus lectores porque los inventó, como Macedonio, como Borges, con la paciencia de un orfebre, desde sus primeros relatos. En la novela final de Saer la noción de escritura de la ausencia que se abre como un signo bifronte para designar también la represión militar que derivó en ausencias físicas, sociales y culturales reaparece en el texto último multiplicándose en historias de la dispersión del terror, el exilio y la pérdida (¿cómo contar el horror? ¿es posible el relato unitario sobre un pasado violentamente fragmentado?). Muchas zonas de La grande reinciden en el procedimiento de escribir y borrar, y recontar, a veces sobreimprimiendo escrituras (el paseo oblicuo del capítulo inicial, la vuelta lineal al pasado en el segundo, la intersección del encuentro en el tercero, el punto quieto del cuarto, el movimiento espacial del quinto, la mesa como centro convergente del sexto, la sola palabra del séptimo), o trabajando la diversidad genérica (narración, descripción, crónica, relato mitológico, metalenguaje crítico, biográfico, humorístico, etc., como había ensayado en El limonero real).

El permanente escamoteo de la certeza que implica contar y recontar viene a plantear una cuestión capital en la obra de Saer, esto es, la problematización de la identidad y la apariencia, la propuesta permanente de un conflicto entre ver y decir, entre el punto de vista y la escritura, un duelo sin resolución entre presencia y ausencia. Contar es nombrar lo imposible y decir el imposible nombrar.

Leemos en Premat:

“Lo percibido está al borde de la descomposición y resulta ser esencialmente enigmático. La falta de consistencia, el vacío, la monotonía, el encierro, así como la tendencia a irrumpir, ablandar y poner en duda lo aparente, definen entonces la materia saeriana”.5

La percepción quevediana del devenir que perdura cuando la escritura logra convertirlo en signo y de la descomposición incesante de lo que parece duradero reaparece en La grande ya desde los epígrafes (“huyó lo que era firme y solamente lo fugitivo permanece y dura”) y en toda la novela en general, pero particularmente en un pasaje en el que Nula y Diana toman sol, recostados en el pasto del patio (“parecían efigies esculpidas... también podrían representar a Adán y Eva...”) nombrados más allá de sí mismos, descriptos al borde del mito o la prefiguración artística adquieren la apariencia de lo eterno (“la isla del instante en la que creen haber encontrado un refugio, se deshace con ellos, incesante y a la vez fugitiva...”) mientras lo que el sentido común concibe como duración y como perduración se disuelve ante el sentido no común de la escritura de Saer:

“Nada cede más profundamente a esa alquimia corrosiva que lo que parece definitivo, estable o en reposo, como la roca, el metal, el diamante, la tierra, el sol, la luna, el firmamento” (pág. 261).

La deconstrucción del sentido, propuesta por la potencia textual de toda la novela, intenta y borronea sin cesar la reconstrucción del pasado pero nunca como objetividad, como revisión histórica ni apropiación de certezas ajenas. Al pasado se vuelve pero incompletamente, se vuelve desde la otredad, parecen decir los trayectos de los personajes: desde la mirada y el cuerpo que la experiencia ha transformado en otro, hacia el pasado que el tiempo ha disuelto o configurado como otro. En esa concepción late la lectura que Saer hace de Proust en La mayor, en la que postula que “ellos, antes, podían” volver al pasado desde el recuerdo sensorial, pero desarticulando ese recurso como experiencia narrativa actual, y exponiendo esa recuperación como imposibilidad que renueva y reformula la idea misma de escritura:

“Parecía producirse en él una especie de reconocimiento... hilachas de experiencia desaparecidas, de pronto, en la evidencia rugosa del presente, se actualizaban” (pág. 371).

No hay recuperación de lo perdido como en cierta narrativa romántica, no se revive lo pasado como en las últimas páginas de El tiempo recobrado, hay una consideración distinta del devenir, que se hace otro y hace otro al mundo: una reconsideración del pasado; el mundo es viejo y nuevo a la vez porque habita el ayer con su signo inalterable (la felicidad de Tomatis recordando un viaje en el río, el dolor sin fondo de las historias personales durante la represión militar) pero su actualización —desde la mirada que atravesó la experiencia del tiempo— lo torna novedoso. Por eso se habla de una apacible “reconciliación con el mundo” (pág. 372).

 

II. La herida de Ulises

El volumen de la novela, intenso, plural, incesante, trabaja la noción del devenir como un presente interminable que actualiza la sensación de lo pasado, que busca infructuosamente una referencia existencial, un sentido posible en el flujo azaroso de la vida del cosmos:

“La muerte se había borrado y era la procesión perdurable de su infancia la que la acompañaba a la tumba. El mundo en cuyo tumulto se había sumergido con la intención de darle, inéditos, un orden y un sentido, terminó haciéndolo retroceder a esa etapa preconsciente...” (págs. 89-90).

Al vértigo que la trama propone cruzando el ritmo narrativo, la multiplicidad del punto de vista y las referencias metatextuales sobre la concepción del tiempo como disolución y regeneración continuas, la operación saeriana opone la formulación del mito, como una “dialógica” del pensamiento que la misma dinámica novelesca propone, es decir, pensar y repensar, decir y borrar, construir y deconstruir... Por eso las referencias al mito como cifras del tiempo quieto, como espacio no sujeto a la corrosión histórica. El texto se detiene en la significación de la herida de Ulises, que habla del regreso a su isla, inevitable y deseado, y lo vincula con las marcas en el brazo del abuelo de Nula: no son un destino sino una construcción que intenta decir un destino. La marca, como la palabra, moldean y designan el destino de uno y otro y también de Nula y de los otros porque detrás de la quietud aparente del mito, debajo de su eternidad inmutable, late también un presente infinito, “un continuo acontecer”.

La grande vuelve una y otra vez a esa zona sin tiempo del mito desde la que Saer problematiza lo real. Las relecturas de Pichón Garay y Tomatis sobre la ceguera de Edipo; la mencionada descripción de Diana (con un muñón como marca, como signo) desnuda ante Nula (Actión), castigado por verla; el barco de Teseo, metáfora de la apariencia del ser, que es lo mismo y es lo otro...

El mito es la exhibición del esplendor del tiempo, pero sus signos menos visibles, el pliegue de sus relatos luminosos deja vislumbrar, como una opacidad, “lo imborrable” del devenir: en la caída ciega de Edipo, en la carencia de Diana, en la herida de Ulises, en las maderas gastadas del barco de Teseo, late esa certeza opaca de la disolución.

Esa noción de opacidad, de oscuridad incluso, tan presente en la mirada levinasiana:

“(el arte) es el acontecimiento mismo del oscurecimiento, un descenso a la noche, una invasión de la sombra. El arte no pertenece al orden de la revelación”.6

Como en el cuerpo de los jóvenes, míticos también en la exposición esplendorosa del tiempo, en los que Saer lee esa omnipresencia invisible:

“Son exhibidos por el designio arcaico que los trae a la luz del día, les da una forma atrayente y después, sin crueldad ni compasión, los arrumba en el abismo” (pág. 377).

Tomatis le escribe a Pichón: “el mito es irrefutable, la tragedia lo lleva al acaecer”. Volver es trágico: eso muestra la experiencia literaria. Regresar es contra natura y la aventura se hace epopeya (Homero) o novela (Proust), pero cuando el mundo y las certezas del mundo se desvanecen y se expanden, entonces la novela ya no es más respuesta. “La única manera de ser un novelista contemporáneo es no escribir novelas”, decía Saer algunos años atrás. La grande en particular y su programa narrativo en general consolidan esa convicción. Su escritura en expansión, desde sus textos fundantes hasta esta entrega final, ha dejado esas formas para experimentar una literatura del vacío, de la ausencia, de lo real puesto en jaque, de la interrogación permanente sobre la memoria, el tiempo y la escritura.

 

Referencias

  1. Saer, J. J., La grande, Seix Barral, Bs As, 2005.
  2. Foucault, Michel, Lenguaje y literatura, Paidós, Barcelona, 1996; pág. 63.
  3. Barthes, Roland, Lección inaugural, Siglo XXI, México, 1968.
  4. Saer, J. J., El concepto de ficción, Ariel, Buenos Aires, 1997.
  5. Premat, Julio, La dicha de Saturno, B. Viterbo, Rosario, 2004.
  6. Levinas, Emannuel, “La realidad y la sombra”, en: López Gil-Bonvechi, La imposible amistad, A. Hidalgo, Buenos Aires, 2004.