Letras
Historia de un secreto (1937)

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I wrote this book for B.J.L: Argentinean, inexistent and real.
With you I share those days, lost in Time, and that Time, lost in days,
in which I dream that I wake up.

“La verdadera locura quizás no sea otra cosa que la sabiduría misma
que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo,
ha tomado la inteligente resolución de volverse loca”.
Heinrich Heine

Hoy recuerdo (y no quiero recordar) esa torrencial tarde de febrero en la que, cansado ya de aferrarme a vanas promesas, decidí buscar empleo en La Biblioteca. Gracias a la recomendación de un buen amigo, logré obtener un puesto humilde en el cual mi única función era la de catalogar libros, una tarea vana, casi frívola, e irremediablemente infinita. Los veía distantes, temerosos quizás de algún roce innecesario que alterara la seguridad de su existencia. Los veía cautivos, condenados a un eterno vagar de mano en mano, de huella en huella. Los veía irreales, fugitivos de un laberinto que abarcaba todo el espacio, y todo el tiempo. Los veía, o al menos los creía ver, aunque hoy dudo si alguna vez existieron, o si yo existí para ellos. Mi jornada empezaba a las 8 de la mañana. Luego de cumplir con la diplomacia del aseo personal, me dirigía con dolorosa frecuencia al café que quedaba al frente de La Biblioteca. Ahí, un mate y un gato eran mi regular compañía (ayer el médico me prohibió el mate, y con afilada elocuencia me informó de mi alergia crónica al pelo de gato). Siete minutos y veinte segundos después, me hallaba estornudando (¡dulce ironía!) mientras situaba el desgastado ejemplar de El hacedor1 bajo la comodidad de la E, y el menos gastado y menos aclamado ejemplar de Historia universal de la infamia, de autor desconocido, bajo la soledad de la H. El resonar de las horas se perdía en los hexágonos donde soñaban impasibles los libros y donde yo, cansado de buscar, leer y catalogar, movía descuidadamente las piezas de un viejo ajedrez que algún otro acomodador, siglos o días atrás, había abandonado a la suerte del futuro contrincante. Era un juego interesante, casi ridículo, ese ajedrez solitario, donde la misma mano que triunfaba era la que caía abatida. Fue jugando una de esas partidas que el inesperado suceso del encuentro ocurrió. Uno de los peones diminutos, luego de ser derribado por un caballo, rodó bajo la mesa de caoba (hexagonal) en la que estaba situado el tablero (también hexagonal) y se detuvo frente a uno de los libros que ocupaba la parte inferior izquierda del estante más pequeño. No sin cierto tedio me acerqué a recoger la pieza perdida, pero en su lugar, tomé el libro cuya asombrosa insignificancia llamó descaradamente mi atención. En la cubierta llevaba escrito en letras azules, enormes y frágiles, el título Casos psiquiátricos: Esquizofrenia. Dos o tres líneas más abajo se encontraba el nombre de su autor; Jorge Luis Borges. Los pocos años que estuve en la Universidad estudiando Psicología me habían enseñado que el doctor Borges2 era la figura más destacada en el campo de la Psiquiatría, sus libros: Principios básicos de la psiquiatría y Guía de la exploración psicopatológica sintomática eran el viejo y nuevo testamento de la biblia psiquiátrica para estudiantes y maestros. Se decía que el doctor Borges había ejercido su profesión en Buenos Aires, donde había vivido con su esposa y sus cuatro hijos en uno de los suburbios más ricos de la capital. Su muerte3 fue motivo de profusos y nostálgicos comentarios y editoriales en todos los periódicos del país. Con antipática admiración comencé a leer las primeras páginas. Todo el material estaba compuesto de informes de pacientes con las más raras manifestaciones de esquizofrenia.4 Sólo uno llamó mi atención. El último informe estaba escrito a mano (los otros informes estaban impresos) en una tinta negra que mostraba la letra inclinada y temblorosa del doctor Borges. La idea de ser la primera y única persona en leer este anexo improvisado hizo que me detuviera y leyera con sumo cuidado las descripciones del informe, cuyo contenido reproduzco a continuación:

“NOMBRE Y APELLIDO DEL PACIENTE:

EDAD: 76 años

ESTADO CIVIL: Divorciado

PROFESIÓN: Escritor

MOTIVO DEL EXAMEN: Valorar el origen y el motivo del trastorno

DATOS EN LOS QUE SE BASA EL INFORME: entrevista semi-estructurada con el paciente, exploración psicopatológica sintomática y conductual, informes clínicos aportados

ENTREVISTA Y EXPLORACIÓN PSICOPATOLÓGICA: Durante la entrevista el paciente mantiene una actitud correcta en el trato, calmado y colaborador. Al igual que en las sesiones anteriores, me pide con extrema cortesía que cubra el espejo rectangular localizado al fondo de mi oficina. Sus ojos, ya casi enteramente enceguecidos, huyen de la luz de la lámpara que después de dos o tres minutos decido apagar. Con total control de su cuerpo se sienta en el sillón de cuero negro al frente de mi escritorio. Siguiendo mis anotaciones, le pido que mueva el dedo índice de su mano derecha. El paciente mueve el dedo índice de la mano izquierda. Seguidamente le pido que repita después de mí: “Pablito clavó un clavito”. El paciente con gran dificultad repite: “Clavito pabló un Pablito”. Finalmente le pido que oponga el dedo pulgar derecho al dedo índice derecho. El paciente no logra realizar ningún movimiento. Luego del examen físico doy inicio a la entrevista. Comienzo preguntándole qué hizo hoy en la mañana. El paciente me responde: “Doctor, hoy fui a tomar mate en el café Cumparsita con Pierre Menard y Funes”. Inmediatamente le pido que me describa a sus dos nuevos compañeros. El paciente responde: “Funes es un joven de 19 años con una memoria implacable. Sabe francés, inglés, portugués y latín. Recientemente sufrió un accidente que lo dejó incapacitado y sólo permite que Pierre o yo lo saquemos de su cuarto. Pierre Menard es un escritor francés cuya más reciente obra es el Quijote”. Le pregunto si está consciente de que el Quijote es la obra de Miguel de Cervantes, un escritor español ya muerto. Me responde: “Doctor, yo sé que estoy casi ciego, pero soy escritor y sé perfectamente que el Quijote es la obra de Cervantes. El Quijote de Menard es igual al Quijote de Cervantes pero, en mi humilde criterio, es también infinitamente mejor”. Luego de tomar nota de la reciente aparición de estos dos personajes imaginarios, le pregunto qué hizo después de tomar mate con Pierre y Funes. El paciente me responde: “Después del mate fuimos a la casa de Carlos Argentino, quien recientemente se casó con Emma Zunz, hija de Emanuel Zunz, que algunos conocíamos bajo el nombre de Manuel Maier. Como siempre, luego de hablarnos acerca de sus nuevas invenciones y de las múltiples puertas que el Segundo Premio Nacional de Literatura le había abierto, bajamos todos a contemplar el Aleph”. Rápidamente tomo nota de la más innovadora invención del paciente, esa nueva palabra, “Aleph”, e inmediatamente le pido que me explique qué es el Aleph. El paciente responde: “Es el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. Es el universo, doctor, todo está contenido allí, en esa pequeña esfera tornasolada, desde ahí lo hemos visto todo, incluso lo hemos visto a usted doctor, bebiendo copiosamente dos o tres botellas de vino”. Con un caliente escalofrío, tomo nota de todo lo que el paciente dice. Seguidamente le pregunto por Otto Dietrich zur Linde, Hladík, Yu Tsun y Lönnrot, sus compañeros de charla y mate de la consulta pasada. Un cambio súbito se produce en la cara del paciente quien, llorando, me responde: “Todos murieron, doctor, asesinados por laberintos indescifrables. Otto fue fusilado por torturador y asesino, Hladík fue asesinado por el plomo alemán luego de pactar con Dios el término de su obra magistral, Yu Tsun murió en la horca y Lönnrot fue asesinado por las balas de Scharlach. Todos murieron en su propio cielo, pensando que era el infierno, doctor. A veces quisiera morir como ellos, doctor, una muerte heroica, inalcanzable para un escritor, alcanzable para un asesino, un torturador, un fantasma o quizás una ilusión, a veces siento, o quiero sentir, que soy una ilusión, doctor, ¿no siente usted lo mismo?”. Los continuos escalofríos hacen que mi mano tiemble, pero sigo anotando. Los ojos ciegos del paciente están enfocados en los míos con una atención casi tenebrosa. Le pregunto acerca de sus proyectos como escritor, y el paciente responde: “Todavía estoy trabajando en el diseño de Tlön, doctor. Le alegrará saber que he escogido a la Psicología como la única disciplina de Tlön. He decidido también que en Tlön no existe el plagio y que todo libro que no encierra su contra libro es considerado incompleto. Aquí tengo uno de los conos de Tlön. Es del tamaño de un dado y es pesadísimo, ¿quiere verlo, doctor?”. “No, muchas gracias” respondo y anoto con escasa seguridad: El paciente crea en su mente planetas y objetos incongruentes. Sin yo preguntarle nada me dice: “He estado pensando en crear también una nueva versión del papel jugado por Judas en la muerte de Jesucristo. Soy un fiel partidario de la teoría que establece que Jesús, al decir que iba a ser traicionado, no estaba profetizando o enunciando, sino ordenando e incluso rogando, ¿usted qué opina, doctor?”. “Suena interesante”, respondo, y anoto garabatos ininteligibles en mi libreta. Con calmada ansiedad, el paciente saca de su portafolio paquetes de hojas, cuidadosamente atados, y me los muestra. Puedo ver los títulos, irresistiblemente familiares, en la primera hoja de cada paquete. Las ruinas circulares, Funes el Memorioso, Pierre Menard, autor del Quijote, El Sur, La muerte y la brújula, El Aleph, El milagro secreto, El jardín de senderos que se bifurcan, y muchos otros que mi nerviosismo me impide observar. Con angustia desesperada me levanto y me dirijo hacia la parte de atrás de mi oficina. Busco y revuelvo los múltiples informes de Psiquiatría hasta que por fin encuentro lo que con tristeza y resignación llevo años escondiendo. Ahí están, desgastados, los paquetes cuidadosamente atados, increíblemente idénticos a esos que él me muestra. Abro la ventana para que el aire seque el sudor de mi frente y de repente una corriente inesperada hace que la manta negra con la que siempre tapo el espejo caiga, misteriosa, culpable. Huyo del reflejo pero éste me atrapa primero, mis ojos capturan furiosos el espacio vacío e inexistente que ocupa mi paciente. El sillón de cuero posa tranquilo, sin una sola arruga, sin alteraciones, invencible, solitario. Con dolor y rabia ataco el cristal, y siento la caricia afilada de miles de reflejos pequeños que vuelan hacia mi cara, felices de estar libres, de multiplicar mi agonía. Sé que ya no queda tiempo, él también lo sabe y me mira impaciente, aguardando con ansias mi decisión. No hay lugar para los dos, no en este tiempo ni en este espacio. Quizás en otro laberinto el resultado sea distinto, pero ahora me apresura el ahora. Sé que la respuesta está ahí, metalizada, escondida en una de las esquinas de la primera gaveta a la izquierda. Con ternura paternal la tomo entre mis manos, la acaricio, siento el palpitar de la carga... cierro los ojos y me pregunto si alguien en algún lado me observa desde el Aleph...”.

Mil emociones y un temblor infinito me invadieron al terminar de leer lo que para mis ojos era un descubrimiento invaluable. Con una rapidez que parecía salvajismo arranqué esas últimas páginas de la recopilación de informes del doctor Borges y las guardé presuroso en mi bolsillo. Con delirios de grandeza me imaginaba a mí mismo vendiéndole la historia a todos los periódicos de Argentina y ganando sumas enormes de dinero. Un dolor punzante y el tibio roce de la sangre me despertaron de mi vigilia. Al bajar la mirada me di cuenta de que la emoción que me invadió al desgarrar las páginas me impidió ver el fragmento de espejo que estaba oculto entre una de ellas, aún cubierto de la sangre de su anterior dueño. Mi sangre comenzó a fluir abundantemente, mezclándose con la de él, y el horror de no poder distinguir las dos sangres hizo que huyera despavorido de La Biblioteca, con el espejo aún en mano.

Hoy guardo en las profundidades de mi closet las páginas de esa historia junto al pedazo de espejo. A veces me levanto y pretendo olvidar que están ahí y que soy el dueño de un secreto casi terrible que no puedo, aún cuando quiero, publicar. No he vuelto a La Biblioteca. He dedicado los días de mis horas a escuchar tangos viejos y olvidados y a escribir en un diario que compré recientemente y que contiene esta y muchas otras historias. Tal vez algún día alguien publicará mi diario o lo usará como trabajo final en alguna clase de español, no lo sé. Por lo pronto seguiré en mi parte del laberinto, tratando de ignorar las voces y los personajes que, desde ese nefasto día, se entretienen haciéndome compañía. Extraño el sonido del silencio y la luz de la soledad.

Mañana compraré un gato.

 

Notas

  1. Recuerdo que el nombre del autor no estaba registrado en el libro. En mis tardes de aburrimiento me entretenía pensando en posibilidades de autores que podían haber escrito ese libro. Pensaba en figuras como José Luis Lomas, Rodrigo López y Diomedes Castro, pero ninguno de sus estilos parecía acoplarse al estilo del autor incógnito.
  2. Quien perdería gran parte de su renombre al ser identificado luego de su muerte como uno de los más fervientes admiradores de Perón, a quien invitaba con regularidad a su casa a beber mate y hablar de literatura antes de que éste subiera al poder.
  3. La causa de su muerte se ha mantenido en secreto a lo largo de todos estos años. Algunas fuentes especulan que el doctor Borges murió de intoxicación alcohólica. Otras, menos amarillistas, comentan que murió de un paro cardíaco.
  4. Recuerdo vagamente el informe de un hombre de temprana edad que afirmaba ser el sueño perdido de un padre que lo aguardaba impaciente cerca de las ruinas circulares. El informe decía que días después de la consulta este joven fue internado de emergencia en el Hospital San Juan de Dios con quemaduras de tercer grado luego de haber tratado de caminar a través de una fogata.