Artículos y reportajes
Ilustración: Todd DavidsonEl espejo posible

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Si las obras de los artistas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, al menos, en el espíritu de quienes saben cómo se fraguaron; en toda obra auténtica debe haber trabajo, constancia, diálogo intenso regido por la imaginación, la inquietud y el regocijo; hablar de arte resulta a veces —casi siempre— un descoser heridas interiores y muy íntimas de algunos creadores, pero el arte, como el hombre, es una larga impaciencia, y por ello la obra debe mostrarse con toda su fuerza, equilibrada o no. Una obra buena tiene derecho al sobresalto, a la pérdida del equilibrio que tradicionalmente imponen los que pertenecen a la tribu de críticos estereotipados, el artista sólo obedece a leyes propias, depende de la abundancia y de la esencia de sus emociones y las encauzan hacia ese río que es el arte. El artista no puede desfallecer en el camino hacia la creación, debe insistir en socavar la mina de su alma. Para un artista tiene tanto valor la luz como la sombra. Vive su noche a su manera, inventa sus propias estrellas, ve los ríos, las montañas, los pájaros, los cuerpos y la sed entre tantas cosas que observa como filtrados, a través de su visión respiran otras formas, el artista no desaprovecha nada, todo el universo es su elemento plástico, todo se le acumula entre las fronteras de la locura y la razón, el instinto tiene a sus ojos el mismo valor de la sensatez, puede mover sus manos como una cobra, leve, ágil y con precisión, como hacerlo ebrio de instituciones en desorden, apasionado, melancólicamente, abstraído o tenso. A veces lo hace como la paciente araña, va tejiendo su juego de armonías, su tierra entre trazos y colores, pinta con afán y quiere sorprender en cada pincelada la canción que parte desde su espíritu.

El artista debe fertilizarse en la discusión con otros creadores, intercambiar conceptos, no hacer gambetas sociales que no le dejan utilidad alguna, evitar el anecdotismo, hablar con penetración sobre lo que constituye el centro de su pasión: el arte de esa fertilización tomará el vino necesario para nutrir su búsqueda. Muchos artistas pierden su vida buscándose como creadores entre mundos ajenos al arte, se desesperan por razones absurdas, tales como: sed de reconocimiento, deseo de superar al vecino más inmediato, sed de premios, o de ser centro de atención de salones y jurados. Estas motivaciones no dejan de tener alguna validez pero sólo son complementarias a la vida del artista. Lo único que puede develar a un artista es la imaginación, extraer el zumo de sus emociones, comprender a otros artistas, estudiarlos a los pasados y a los que son contemporáneos suyos.

Un artista debe buscar el arte en todas sus facetas, debe obsesionarse por él, jugarse la vida, como decía León de Greiff: “Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida”. El artista debe ir hacia el fondo de cada obra suya, sumergirse allí, buscar la clave de sus logros e imperfecciones, escrutar, interrogar y si ésta corresponde a lo que es un deseo terminar aceptándola con amorosa definición, debe el artista aprender a nadar en su piélago sin perder autenticidad; cuando él juzga de tal manera lo que ha creado, no debe importarle si el mundo admira o detesta su obra. El artista sólo es quien sabe dónde saciar su sed existencial, su hambre de motivos e interpretaciones, él es el mejor cómplice de las emociones que brotan de la obra y debe tener la fuerza para fundir sus carnes en ella. No hay torres de marfil que lo oculten, si carece de furor artístico él mismo no podrá hablar apasionadamente de algo que sabe que ha salido de sí con bestial frivolidad, no podrá asumir gestos para asombrar porque serían detectadas sus bufonadas. Todo lo que debe asombrar está en la obra, después vendrá el asombro por el artista, así ocurrió y ocurre con Cézanne, Van Gogh, Gauguin, Renoir, Monet, Munch, Picasso, Dalí y tantos otros. Primero la obra, después el artista. A partir de una obra hecha es cuando se capta la edad madura del hombre que la realizó, se percibe la fe, la dimensión de sus tormentos, las líneas de su plenitud, el resumen de sus ansias. Allí, en la tela, queda toda la llama interior, la locura, la lucidez, la adversidad, la satisfacción, la humanidad, la amargura íntima y la fortaleza del espíritu humano. Ahí se devela arte del misterio del hombre, de la porción inaccesible. Es lo que asombra al espectador. No hay nada vivo y potente en el artista que quede sin brotar en una obra auténtica; lo que no llega, lo que no se muestra es porque sencillamente no existe o no ha encontrado su expresión ni su momento. Sagrada es la selva imaginaria donde el artista se pierde para relevarse luego, sagrada su caravana de emociones, sus inconformidades, sagrado su hondo rencor contra lo mediocre y lo impenetrable aún y cristalina la esperanza que se ampara en el circulo de su tenacidad. La ansiedad es el perfume del artista, el artista está signado a deshojarse cada vez que crea y a ofrendar parte de su espíritu y de su carne en cada obra suya que él juzgue digna. El crítico no puede acariciar resplandores efímeros ni egos tempranamente anquilosados, debe atisbar en aquellos que no encuentran reposo, que no pueden escapar de la fuerza de sí mismos y se arrollan interiormente, y atisbar con verdadera curiosidad, ser objetivo y preciso. Un artista y un crítico se unen a través de la obra, cuando en su presencia la viven, vibran con ella, la padecen, como decía Lorca a sus creaciones, a sus sueños: “Pero yo te sufrí, rasgué mis venas”.