Letras
Las cuatro mismas personas

Comparte este contenido con tus amigos

Es probable que en realidad aquella mujer fuese siempre una ilusión, una quimera que sólo quisiese malgastar mi espíritu y mis pensamientos.

Eso fue lo que pensó la primera persona, la que siempre albergaba los miedos más profundos dentro de sí, la que no era capaz de crear, sólo de temer.

—Pero si la estás viendo. Casi puedes oler su perfume a Chanel, que en este momento te parece la fragancia más exquisita del mundo —musitó la segunda persona con cierto tono de reproche y enojo—. Yo de ti, me acercaría y le ofrecería ayudarle con sus bártulos.

Así, trastornado por la encrucijada, seguí donde estaba: en la esquina de la calle, a las afueras de la “tiendita” de Goyo, un viejo amigo y vecino.

La segunda persona tenía razón en algo: la estaba viendo. Era sencillamente una emperatriz, la más bella y encantadora que haya descubierto jamás. Y estaba a unos pasos de mí, sin verme, claro está, pero deleitando mi ser con esa beldad también tentadora.

No vestía nada lujoso, mas no le era necesario. Llevaba un vestido corto de color ámbar con holanes y detalles bordados a lo largo de su ilustre figura; tacones del mismo tono y cierta refulgente bisutería. Sin embargo, y en honor a la verdad, su atuendo era lo de menos y su cuerpo era lo de más.

Y es que cómo no notarlo y perderse en el maravilloso paisaje que encarnaba la mujer frente a las cuatro mismas personas. Como había dicho, su vestido era corto, muy por arriba de sus rodillas. Como había dicho, su vestido era corto, muy por debajo de sus hombros.

—¡Bendito día caluroso!— exclamó para sus adentros la segunda persona. Yo no pude estar más de acuerdo con él al esbozar una sonrisa.

Ahora el día podía irse por el caño, lo cual, por cierto, ya era casi una rutina conmigo. Ahora esa gloriosa mujer había puesto una sonrisa en mi ser, ¡cosa única! Porque es una verdad irrefutable que sólo las mujeres tienen ese don, ese gran poder de embellecer y hacer soportables las horas de nuestra existencia humana.

En fin, que ahí estaba toda la razón de mi inútil vida; riñendo con un bolso, un portafolio, un estuche de Dios sabe qué, una carpeta negra de cuero y las llaves de su camioneta. Recién había aparcado ahí y parecía tener una extraña prisa por bajar y salir disparada del lugar, pero no por una cita atrasada, sino porque quizás iba persiguiéndola el mismo diablo.

Como si lo anterior fuese cierto, un viento tormentoso acaparó todo el lugar y provocó dos efectos en mi alada mujer. El primero fue que el polvo y tierra que comenzaron a jugar por el aire, inundaron sus dos bellos ojos, obligándola a cerrarlos y quedar en su oscuridad particular. El otro fue más un destello de magia hacia un servidor, pues el lene viento hizo revolotear su cabello ofreciendo un espectáculo que sólo el hombre más potroso podía presenciar hasta el hartazgo.

Su carpeta cayó. Su bolso cayó y se ensució en la mezquina tierra. Sus llaves cayeron, se ensuciaron y se perdieron entre el terregal, y las cuatro mismas personas seguían ahí, sin atreverse a dar un paso en su dirección, para auxiliarla en lo que necesitara.

La segunda persona se habría acercado, sin duda; pero los otros tres no se lo permitían. Tenían que estar de acuerdo todos, y eso, en mis cuarenta y dos años de vida, seguía sin suceder.

El viento acrecentó su poderío notablemente y no lo disminuyó. Aquello era bastante inusual y único, tanto como si la corriente del Atlántico decidiera cambiar su curso o la muerte interrumpiera su trabajo por un día, como se suscita en la obra de José Saramago. Ni siquiera el pronóstico meteorológico había dado parte al respecto, lo que ya de por sí era extraño.

Goyo cerró su negocio. La papelería en la otra esquina, también. El puesto de periódicos y revistas, donde yo siempre me abastecía de la información diaria, comenzó a guardar todo, mientras una pequeña recogía los ejemplares que habían salido volando. De pronto, un común día de trabajo y actividades, se estaba perdiendo misteriosamente. Hombres y mujeres sujetaban sus cosas y se aferraban a ellas. Corrían a refugiarse en distintos establecimientos o en sus propios carros, y todo esto pasó en menos de cinco minutos.

Luego pensé en que se aproximaba un tornado, pero si eso era, ¿cómo es que nadie había estado al tanto? ¿Cómo no había habido una alerta para prevenir a la población?

Dejé de pensar cuando la rama de un árbol cayó a centímetros míos, logrando arañarme el rostro como si de una gata feral se tratara. Acto seguido entorné mi mirada hacia la dama, que ya sustituía su prisa de llegar por la de permanecer... permanecer viva. Y es que buscaba entre los cuadros de tierra sus llaves, seguramente para refugiarse en la calidez de su camioneta equipada.

—¡Corre a taparte! ¡Te va a caer algo encima! ¿Me oyes? ¡Cúbrete! —apareció la misma tercera persona, la que únicamente actuaba por instinto, como si de un animal se tratase.

Era la que más odiaba, una verdadera lata y un engorro para mí; sobre todo siendo yo alguien tan serio, tan íntegro, tan uniforme y lineal. Mis padres también lo habían despreciado cuando niño, que era cuando esta misma persona había tenido su mejor momento. A mis padres les había costado muchos gritos, sangre y dolor, acallarlo casi por completo. Y no obstante, debía reconocer que él me había salvado siempre de situaciones como esta y otras parecidas.

—¡Entonces hazme caso y lárgate ya!— me ordenó, pero nuevamente debía esperar a que los demás acordaran aquello.

Un frondoso árbol se ladeó y causó un tremendo chisporroteo en los cables de alta tensión, ocasionando fuego en sus hojas y convirtiéndose en incendio al propagarse a las casas. Las cuatro mismas personas acordaron entonces buscar un refugio y protección.

Mientras tanto, aquella musa de los arcángeles seguía sin hallar sus llaves y parecía estar entrando en pánico. Yo, que ya las había descubierto, me aproximé rápidamente sujetándome las solapas de la gabardina. Las tomé con destreza (recordemos que ahora actuaba la misma persona de los instintos e impulsos primarios), las agité ante su rostro y abrí la camioneta. La insté a entrar primero, y sin avisarle ni solicitar permiso alguno, entré junto, tal y como haría un furtivo ladrón. Así, y sólo así, había logrado un encuentro con ella.

 

Pasó un buen rato para que iniciáramos una conversación, aunque fuera frugal, y que tuvo que comenzar ella. Su belleza me impactaba. Era aún superior a esa distancia, profana, irresistible. Era demasiado para mí, y pese a que fuera se desataba el caos, yo sólo pensaba en admirarla.

Pude ver que el miedo se apoderó de su ser y fue por eso que tardó tanto en dirigirme una mirada y las sucesivas palabras. Estaba enfrascada en los sucesos de ese momento, en los árboles cediendo al viento, las ramas saliendo disparadas como flechas del más grande arco, las ventanas de las casas explotando o los techos sucumbiendo a la presión. Hasta la camioneta se movía incesantemente, pero aún no se volteaba, como ya estaba ocurriendo con muchos carros dispuestos a lo largo de la acera. Uno golpeó el costado trasero de la camioneta y otro dio vueltas imparables como un bebé haciendo maromas. Prácticamente sólo nosotros nos manteníamos de una manera que no puedo comprender ni explicar.

Minutos después, cuando el escenario no podía mostrarse peor, mi ya enamorada me dejó conocer su meliflua voz: —¿Qué pasa? ¿Tú lo sabes? Parece como si el mundo se estuviera viniendo abajo.

No pude reconocer su acento por más que lo intenté. Era la cosa más rara del mundo, pues era una mezcla entre regia y sureña, pero también sonaba extranjera, aunque de un país que jamás habría podido adivinar. Luego entró la segunda misma persona, la atrevida, para verle las piernas en vez de responderle siquiera algo. También la desprecié, pero la justifiqué. ¡Qué bellas piernas! ¡Qué soberbia figura! Pero... ¡maldita sea! ¿Por qué no podía hacer nada? ¿Por qué gente como yo no podía ser congruente con sus dichos y actos? ¿Por qué tenía que permanecer en la incertidumbre siempre: dudando, temiendo, evitando? Sin duda, culpaba a las mismas cuatro personas, que se debatían una con otra y terminaban por no hacer nada, por dejar pasar las oportunidades y no arriesgar en el momento adecuado; como ahora, como a lo largo de toda mi vida.

Sólo espero que si este relato sirve de algo, sea para enseñarles eso, y que con el final que a mí me ocurrió, puedan ustedes reflexionar si quieren eso para sus vidas.

—Yo... no sé —intenté decir hecho ya un manojo de nervios, pero lo repito, no por la revuelca de la Naturaleza contra nosotros, sino por ella, siempre por ella.

De repente, algo más salió disparado hacia nosotros y golpeó de lleno el parabrisas. Era el cuerpo de un hombre que se restregó contra el vidrio como si de una mosca se tratara. Ambos gritamos. El parabrisas se estrelló, y luego el hombre cayó por el capó para perderse nuevamente de vista.

Ya estaba seguro. Lo supe en cuanto ese hombre muerto se deslizó por el frente de la camioneta. Era el último día de la existencia humana, que llegaba así, sin aviso, para tomar entre sus manos a todos los que éramos pecadores y hacernos pagar con dolor y sufrimiento, todos aquellos actos que hubiesen quebrantado los mandatos divinos. No obstante, también comprendía otra cosa: a mí, muy especialmente, me estaban obsequiando el más grande los regalos... no el de sobrevivir, sino el de vivir el último día por medio del Amor.

Ahora sólo bastaba hacer entrar en razón a las cuatro mismas personas. Yo, que era el cuarto, el de la razón, el consciente, el que daba la cara al mundo todos y cada uno de los días que se me había dejado abrir los ojos, quería que los otros tres descubrieran el error que habíamos cometido durante años, el de no reconocer que éramos todos la misma persona.

Había que poner en cinta al impulsivo, pero también dejarle hacer cuando se pudiera. Que supiera que no podía estar ahí en todo momento, porque lo único que lograría sería alejar a la gente con sus actos, y que entendiera que los otros eran parte de su existencia.

Al de los sueños, permitirle soñar cuanto quisiera y hasta compartirlos con nosotros tres siempre, pero que no fuera un estorbo para su realización. Que aprendiera a creer en ellos, por más lejanos e imaginarios que pudieran ser. Que no los echara a perder, sino que confiara en ellos para volverlos metas, propósitos y objetivos.

Al atrevido, servirle más. Que sea éste quien funja como líder, pero recabando las opiniones de las tres mismas personas, sopesando razones, dejando fluir sentimientos, balanceando las emociones con los pensamientos.

Sólo así funcionaría, en el instante mismo que cayeran en la cuenta de que eran uno mismo, que necesitaban coexistir y entonces, empezar a vivir.

 

Debo decir que así pasó, y gracias a esto pude disfrutar a plenitud el último día de mi vida. Después de que aquel hombre azotara en el parabrisas de la camioneta y con ello pudiera espabilar mi espíritu, mi actitud cambió y las cuatro mismas personas se hicieron una.

Afuera, el mundo se desmoronaba como una galleta en manos de un niño. La tierra se abrió, los cielos escupieron fuego y los abismos más profundos se dieron cita en cada resquicio de nuestro planeta. Sin embargo, la camioneta aguantó la tempestad, seguramente protegida por algún ser divino. Yo por fin hablé con mi bella mujer, la doté de seguridad y hasta la cobijé entre mis brazos.

Permanecimos ahí sentados, abrazados. Descubrí su verdadero olor cuando cerramos ambos los ojos, en espera de la calma. Le susurré palabras de alivio y consuelo como jamás había musitado. Luego le besé la frente y acaricié su sedoso cabello. Ella me correspondió apretándome con mayor fuerza, segura de que a mi lado no le pasaría nada.

Mantuvimos una charla casual en la que logré alejar de mí prejuicios y vanos pesimismos. Todo fluyó naturalmente, embelesándome con cada uno de los enunciados que surgían de sus labios, con cada frase, palabra, letra y morfema. La amaba completamente y sin tapujos. ¡Debieron verlo! Ahí acurrucados en el resguardo de la camioneta, con todo su ser sobre de mí. Acaricié su alma y mis sentidos jamás experimentaron mayores sensaciones.

El mundo siguió extinguiéndose a nuestro alrededor. Pronto seríamos Adán y Eva y no quedaría nada vivo, salvo nosotros dos y nuestro amor. Como he mencionado antes, era una mujer sencilla, justo como yo. No era algo especial, más que para mí. No descifraba de dónde había venido ni su nombre real. Pero aquello no importaba en lo más mínimo. Era la mujer que amaba, con su corto vestido y sus piernas al descubierto, su fragancia gloriosa y su camioneta equipada. Simplemente era así: la mujer que me había tocado amar durante el último día de nuestras vidas.

Conforme todo desapareció, hasta el tiempo; las cuatro mismas personas siguieron juntas y aferradas a ella. Ya no había sol y tampoco luna. Menos día y noche, calor o frío. Únicamente quedamos ella y yo platicando hasta que la voz también se nos perdió. Entonces, la hice sonreír, hasta que eso ya tampoco se pudo hacer. Luego la miré y ella me miró, al menos hasta que la oscuridad nos invadió soberana. Seguí abrazándola, tanto como ella lo hacía conmigo. Ya no podía ver sus piernas, pero sí sentirlas firmes y entregadas a mí.

Y así fui perdiendo todas las formas humanas que había de amarla.

Y recuerdo que lo último que hice fue acercarme a ella lentamente, seguro y convencido, para manifestarle mi mayor y más grande expresión de Amor. La besé y ella me besó, y entonces ambos nos desvanecimos, inmersos en el mundo de ese maravilloso y sobresaliente sentimiento.