Letras
El cumpleaños

Comparte este contenido con tus amigos

Cuando llegaba a casa, durante esas maduras horas de la noche, en la misma acera me di cuenta de que el gato color mostaza que merodeaba todas las noches por el vecindario se encontraba en la esquina contigua y miraba hacia mí, pero con la penetración visual de quien no está observando nada puntual sino dejando vagar la mirada hacia la eternidad. Me pareció curioso lo que estaba sucediendo, ya que un animal como ese, a esas horas de la madrugada y con ese nivel de luminosidad que la calle mantenía, hubiese ante mi presencia corrido hasta el máximo que sus cuatro patas hubiesen resistido, o al menos se hubiese arqueado y emitido ese ruido característico que todo felino profiere cuando se siente amenazado.

El hecho de que mis amigos me hayan llamado “Felo” desde muy temprana edad (por alguna razón hasta ahora inexplicable, ya que mi nombre de pila no es Rafael ni nada que se le parezca, sino Antonio José), no dejó de asomarse en mi mente mientras ocurría ese evento con aquel gato, que cabe destacar, no era la primera vez que lo había visto por el vecindario a esas horas nocturnas y que haciendo memoria, no recuerdo que me haya visto ni una sola vez, hasta esta oportunidad, y que realmente no podría decir que me estaba viendo del todo. Fue curioso, porque tan clara había sido su reacción o mejor sería decir, su falta de reacción ante la presencia de un extraño, que incluso me arrodillé y levanté los brazos en actitud amenazante, y a pesar de estar observando hacia la dirección donde me encontraba, con aquellos impresionantes ojos color aceituna y pupilas rayadas, no hizo ningún tipo de movimiento espasmódico de huida ni nada por el estilo. Tan indudable fue mi movimiento de inminente agresión, que un carro que pasaba por el área, conducido por un alma nocturna como la mía, me gritó: “¡Deja al pobre gato, maldito!”.

“De manera que sí, fue un movimiento agresivo”, pensé, respondiendo a la duda de que mi bélico gesto no le hubiese parecido agresivo al heredero del león y sin embargo, el pequeño cuadrúpedo de patas como resortes no lo captó para nada.

“Definitivamente, es ciego y como buena criatura de Dios, su gran sentido del olfato y del oído le ha permitido bandearse por la vida, mimetizándose entre los verdaderos seres visuales que hay en el mundo”, fue lo que pensé, más por auto consuelo que por saciar mi intriga con una explicación factible. La situación no dejó de alterarme un poco, aunque quizá lo que ubicaba mis pensamientos en ese momento logró disipar de mi mente, aunque fuese de manera transitoria, la extraña y significativa reacción del aquel gato que me miraba sin observarme.

Ese evento no fue sino el primero de unos tantos que me hicieron reflexionar con respecto a mi vida, y por extraño que suene, venían a mi recuerdo situaciones similares y no del todo agradables e inocuas.

 

Hacía un tiempo atrás que todo mi entorno familiar, incluyendo a mi suegra (que vivía con nosotros a pesar de mi expresa negación por años), mostraban actitudes un poco extrañas, al menos para con un jefe de familia como yo, amoroso, trabajador, y con cierta dignidad. No era raro pasar por el lado de alguno de los miembros de mi familia y percibir esa extraña sensación de que no se está siendo percibido del todo, ese sentir misterioso sin explicación aparente, que te dice que no eres captado, en el verdadero sentido de la palabra. Efectivamente, al poco rato corroboraba esa sensación cuando hacía alguna referencia al momento en que había pasado por el lado de la persona a quien le preguntaba en esa oportunidad (bien sea, mi hija, mi esposa o incluso mi suegra) y la respuesta era siempre la misma: “¿Cuándo me pasaste por un lado?”, incluso, a cinco minutos del hecho.

Al principio, no dejaba de molestarme pero sin ninguna trascendencia, ya que fácilmente podía haber sido un descuido de atención o una necesidad de sobre atención de mi parte. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y las situaciones se hacían más dramáticas e imposibles tanto de ocultar como de justificar, me empecé a cuestionar ciertas cosas.

La indiferencia de la cual había sido blanco desde cierto tiempo no era sino una situación que poco a poco me alejaba de lo que más me importaba: la atención. Yo siempre había sido un excéntrico con respecto a la atención, a pesar de haberlo ocultado inconscientemente, o valdría decir ingenuamente, ya que desde mi tierna infancia me percaté del agradable sabor que da el ser centro de atención o el más importante de algo, si es que eso existe en realidad. Poco a poco, desde mi tierna adolescencia, me fui encantando con el hechizo de la atención, quizá porque mis padres no me brindaban la cantidad que los libros dicen es la sana. Lo cierto es que me sumergí en el embriagante placer que produce el ser consentido con la mirada, con los comentarios, tener la vida de testigo como si fueses un semi dios en busca de aventura y sin ningún tipo de responsabilidades ni deudas con nadie. Esa situación es ciertamente peligrosa, ya que la vida siempre se encarga de ubicarte y no de la mejor manera. Al menos eso pasó conmigo justo cuando entré a primero de secundaria y me di cuenta de que el universo no giraba en torno a mí. Dura realidad para un niño de once años y muy mal acostumbrado.

 

Recuerdo claramente mis años de niño en casa de mi abuela. Como todos sus nietos, nos criamos entre gatos. Ese felino mal llamado doméstico, siempre fue un animal muy querido en mi entorno familiar, aunque yo no comulgaba con ese sentimiento. Mis amores y sus manifestaciones siempre fueron dirigidos, por alguna misteriosa razón, a los canes. Y digo misteriosa razón porque nunca un perro adornó mi crianza, contrario al inmenso mar felino que llegaba a las costas de mi familia por generaciones. El dato importante es que nunca me involucré con perros, a pesar de que en mi adolescencia mi apego fue a ese tipo de cuadrúpedos.

En una oportunidad, Togo, el más memorable de los gatos de mi abuela, se comió a un pájaro que nos había regalado una vecina. Fue todo un acontecimiento. Pero más impactante para mí fue la celebración general, como a un niño se le celebra su mal quehacer, del asesinato y posterior desmembramiento de la victima producido por las garras de aquel felino negro y blanco, que más que gato parecía una vaca mal hecha y para más colmo en miniatura, y que nunca gozó de mi afecto. No lo pude entender nunca, cómo nadie reparó en el pájaro, yaciendo desmembrado en un charco de plumas desordenadas y partes aisladas de su cuerpo por doquier, adobando el espectáculo, la sangre, que aunque no era mucha, era lo suficiente para impresionar a un niño, mientras toda mi familia en ese momento celebraba casi a gritos la travesura del querido Togo. Corrí a mi cuarto totalmente consternado y al cabo de un rato, mientras se apagaban las risotadas de mis primos, tíos y demás familiares presentes en esa especie de aquelarre animal, empecé a llorar desconsolado. Aun en estos días, mis padres nunca entendieron el porqué de mi llanto, a pesar de habérselos explicado entre sollozos en aquella oportunidad y entre sollozos muchos años después.

Desde ese momento, mi aversión por los felinos pasó a otro nivel, sólo comparado a lo que sentí años después por los asesinos o pedófilos que pululaban en las imágenes de las noticias vespertinas y que junto a mi propia familia nuclear, tenía la desdicha de ver cada noche, gracias a aquella maligna manía de mantener el televisor encendido mientras se cenaba.

Toda esa madeja de recuerdos se había sumado en aquella oportunidad que aquel gato color mostaza me miraba sin mirarme. Reflexioné y asimilé algo que nunca antes había hecho por alguna razón: de sopetón, mientras veía al gato que no me observaba, me di cuenta de la enorme cantidad de similitudes que nos adornaban a ambas especies. Me refiero específicamente a la necesidad de soledad, la noción de independencia, la agilidad ante los obstáculos de la vida y, de alguna manera, las siete vidas que dicen tienen los primos lejanos del tigre.

 

El siguiente día laboral después de mi experiencia nocturna con el errante gato color mostaza resultó ser lunes, y de alguna manera había revertido el proceso de depresión que estaba tomando fuerzas el día anterior. Aunque en el desayuno mi suegra se encargó de empezar el proceso de nuevo, como siempre lo hacía.

—Yerno, no es por nada, pero ¿no crees que deberíamos pensar en mudarnos? —articuló la bruja, mientras me disponía a untar con jalea el pan tostado que mi mujer había hecho con tanta destreza y que el placer de su consumición se veía eclipsado por tamaño dardo enchumbado de cicuta verbal, sólo por molestar.

—Fíjese que no, suegra —repliqué sin tomarme la molestia de verle a los ojos, a sabiendas de la dirección por donde venía el dardo.

La situación se tensó como cualquier cable de un teleférico trasandino. Hubo un silencio sepulcral durante unos segundos y continuó la perorata entre todos como si nada hubiese pasado. Algunos minutos transcurrieron bajo una calma tensa, y cuando creí que se había olvidado el evento, hablé:

—Este fin de semana es la fiesta de la empresa y estamos invitados. Creo que va a estar divertida. Van a ir todos los ejecutivos con sus familias y unos cuantos empleados de segunda jerarquía. Creo que deberíamos ir, aunque sea por cumplir —dije sin ningún ápice de convencimiento. Noté que la perorata no sólo no amainó en intensidad ni un solo instante mientras hacía el informal anuncio, sino que misteriosamente, al terminar la conversación, todos se levantaron de la mesa dejándome tan solo como un náufrago en una isla desierta. No entendí, quizá no me oyeron o hicieron caso omiso a la invitación, o quizá me desaparecí. A decir verdad, esto último es lo que más se acerca a lo que experimenté en esa oportunidad.

La seguidilla de eventos no dejó de acompañarme a lo largo de esos meses, que cada vez se perfilaban más insoportables, no tanto por la suegra y el solo hecho de su existencia, los convenientes dolores de cabeza que mi mujer enarbolaba cada vez que intentaba refrescarla con un poco de brío juvenil, de ese que inspira a las parejas recién casadas; incluso la desmejora en el rendimiento de mi hija en la escuela no era lo que más me preocupaba, sino los episodios de extraña apatía en el diario y trivial vivir que mi familia me propinaba con una alarmante y creciente frecuencia. Al rato, me iba acostumbrando; al rato, me desesperaba sin el auxilio de ser escuchado; salvo las putas, mis putas queridas que nunca he olvidado y que siempre se mostraron prestas a la comprensión, aunque fuese falsa, y a la atenta escucha, aunque fuese falsa también. Por supuesto, todo por un módico precio, aunque hay que entender que no debe ser fácil para nadie tener a un hombre encima moviéndose con el peor de los balances y llorando sus depresiones a moco tendido.

 

Aquella noche me sentí un tanto distraído. La frescura inusual de esa temporada me hacía reflexionar en experiencias pasadas, mayormente agradables, en momentos de alegría que hasta ese instante me parecía haber olvidado, hasta que el helado aire que jugueteaba entre los relieves de mi cuerpo lograba resucitar de algún sitio indómito esos recuerdos que inconscientemente hacía enterrados en profundas capas de tierra muy marrón, olorosa y sólida. La distracción permitió que no me percatara de la absoluta indiferencia en la cual había caído mi familia con respecto a mí. Incluso en el trabajo había empezado a notar cómo se permeaba esa situación. Quizá había empezado hacía mucho tiempo y no me había dado cuenta, como una epidemia, habiendo atravesado el portón de mi casa, las calles, las montañas, las planicies, todo el largo trayecto de mi casa al trabajo, y lo había hecho como un humo blanco, difuso, fantasmal, llevando el virus de la indiferencia casi absoluta el cual estaba padeciendo en casa, hasta los predios de mi oficina y en general a toda la empresa y mis compañeros de trabajo, sin contar con la infección a todo lo que contactaba en el camino y que, presiento, era la ciudad entera.

La situación se había convertido en algo insostenible. Las reacciones iban más allá de la simple falta de atención. Llegó a tal punto que ciertamente me sentía totalmente transparente. Tenía que hacer esfuerzos casi sobrehumanos para hacerme oír, así fuese para exponer la más banal de las trivialidades. Incluso, mi mujer no sólo había dejado de tocarme, sino que yo mismo no la tocaba desde hacía mucho rato, quizá por vergüenza o quizá por miedo a que no sintiera nada. Lo cierto es que, paradójicamente, mi mujer dormía con una sonrisa incipiente y una calma traslúcida que no sólo me indicaba que no le molestaba mucho mi ausencia sexual, sino que daba la impresión de estar satisfecha con ese hecho. Cabe destacar cómo me asaltaba la sospecha típica de una situación como esa y que aparte de herir la masculinidad de cualquier hombre, en mi caso específico, me atormentaba de manera particular dada mi nueva circunstancia de marido “traslúcido”.

 

Esa noche decidí que definiría todo lo que estaba pasando y de alguna manera hacerle frente a esa situación que aparte de absurda e inverosímil, simplemente era insufrible. Recuerdo que me senté en la mesa, en el lugar de siempre. Todos comían como autónomos, parecían robots programados para comer, musitar sonidos ininteligibles e ignorarme. Al cabo de un rato, después de acumular fuerzas y presencia de ánimo para destapar lo que había que destapar, me decidí y articulé unas palabras rozando el murmullo:

—Quiero decirles algo esta noche. Ciertamente he estado sintiendo algo que me cuesta un poco definir, pero lo voy a intentar, ya que se ha convertido en una situación que se me ha salido de las manos —aparentemente nadie escuchaba, como siempre pasaba en los últimos meses. Sin embargo, no desmayé y seguí mi monólogo con un notable pero aún moderado incremento de decibeles:—. Me gustaría que ustedes, mi familia, me prestaran un poco de atención. Al menos en este momento, que siento...

Me sumergí en un discurso que, aunque algo torpe y un poco fuera de lugar, podría decir que planteaba más o menos con detalles lo que había estado sintiendo y las consecuencias que me estaba trayendo tal sensación.

La mesa parecía un festival de colores. Platos diversos se mezclaban tanto en colores como en sabores dulzones, salados y picantes. Los olores variados que danzaban a ráfagas no eran ajenos al festín. A viva voz se veía que era una celebración de algún tipo. Todos metían las cucharas en los platos que bailaban al ritmo de los comensales y se compartían entre ellos los típicos sonidos metálicos de los cubiertos al rozar con sus superficies. Yo mismo mientras hablaba compartía, al menos un poco, de ese festival de manos sobre la mesa. Las copas de vino abundaban, quizá más que la cantidad de personas que rodeaban la mesa y que, definitivamente, estaba vestida para una fiesta de algún tipo. Repentinamente, la bruja de mi suegra se levantó de la mesa y fue a la cocina. Al cabo de unos segundos, la vi cruzar de nuevo la puerta dirigiéndose hacia nosotros con algo en la mano, más específicamente un gran pastel de cumpleaños, detalle que inferí por las velas encendidas. Fue en ese momento que vi a mi hija, bella y radiante como siempre, levantarse de la mesa y situarse erguida frente al pastel. La luz de las velas la hacía ver a ratos relucida, a ratos tenebrosa, obedeciendo a los irregulares destellos de las llamas, todo eso sin siquiera haber apagado la luz principal. Una vez que recogió un poco de aire sonoramente, se dirigió a su madre, que estaba sentada a mi lado y dijo:

—Mamá, ¿por qué mi papá me hace esto?

Mi mujer contestó, ante mi más absoluto asombro.

—Hija, empecemos sin él. Seguro se atrasó en el camino, ya sabes cómo es.