Una mujer marrón al atardecer
Qué desastre más grande andar con las piernas abiertas
y sangrarlo todo
mientras el sol atraviesa mis ojos y devela a los muertos rubios
que me lamen con violencia y soy presa de los semáforos
y las angostas calles que me han arruinado el maquillaje.
La calle está dura y me he salido aprisa de los bares
cogida de los brazos y de espaldas como una sombra que no existe.
Qué desastre, nunca fui la niña de cabellos dorados
y bonitas faldas recorriendo un parque tardío.
Oscuros batracios menean sus cuerpos como fingiendo tener sed
y me miran lo absurdo, lo extraño, la escena muriente de casas plateadas
y dolorosas cenicientas vomitando sus terribles esqueletos
mientras pasan riendo
después de haberse mirado en el espejo.
Abro los ojos, abro las manos, qué inútil soy,
mi boca grita, mis huellas gritan, mis pechos gritan,
una turba violenta se acerca a mí, me arrancan los ojos,
las manos, los pechos, está prohibido estar triste,
mientras pasas por aquí y no te incendias
y no te incendias
jamás como yo.
Desmoronamientos
Un elefante camina por la calle.
Una mujer escultural es devorada por el elefante.
El elefante mira el horizonte
y camina muy despacio.
Si sólo pudiéramos hablar
si sólo pudiéramos coger nuestros cadáveres
y arrancarnos la ceniza que ha memorizado los días,
no seríamos aquellos hombres como ahora
aplaudiendo con fuertes vivas
la victoria del elefante
alejándose en medio de la multitud
que vomita sus grilletes.
Km 33
El caballo era unicornio
pero la mañana nos detiene
y uno de nosotros tiene que morir
y tú lees mis poemas
y la vieja ventana del autobús que te llama
a cerrar los ojos
y cebarte este último suspiro
enterrarte bajo la carretera de cisnes
el asiento enlutado de recuerdos
mientras un hombre trata de protegerse de la humedad
de un par de labios llenos de policías y ambulancias rojas
El caballo era unicornio
mientras cuidábamos el cuerpo
como si mañana ya no existiera el mañana,
pero uno tiene que morir,
la nada en las pupilas
intentando gritar nuestra risa desinflada
el frío pasamanos oxidado
donde vomitamos la alucinada realidad de nuestras voces
y quizás una caricia indiferente bajo tu vestido blanco
para dejar este poema entre los rieles
del tren que se aleja
dejando
un corazón
atropellado entre las chacras.
La terquedad de las veredas
Ya llega el día, mi pierna partida, dolor de búhos
esqueleto maloliente, fuga, incontenible furor de semáforos latiendo,
oigo tu voz y me descuelgo del cielo áspero
y sigo esperando y me petrifico entre cristales marrones,
infinitos ceniceros secando mi piel purificada por los cuervos,
botellas vacías que degradan el limbo,
mi muerte ya no tiene palabras
gestos dispares, una caricia tras el charco amniótico
de tu sueño, no hay más sangre que desnude la arbitraria muerte
de hombres que pasan raudos como lluvia
que ya no respiran las paredes
atolondrado corazón estrangulado, frío, danzante,
esta mañana yo asistiré a tu intento de suicidio
jugaré a juntar música y miel dulcísima debajo de los puentes
no me valdrá de nada alucinar una mujer desnuda a media tarde
a un perro flaco y ojeroso rasgando las distancias,
para llamarte, para latir, para hacerme un gris amanecer,
o sólo odiar mis cicatrices
y despegar un grito inhallable,
para tomarte, para estrellarte, para absorberte entre mis manos
y me haga falta más que un día, una voz que me enreda a los abismos,
el preludio, la misma realidad regada de orillas y de máscaras
y el fantasma eterno y deformado
y el ósculo trágico
y el silencio en la piel que ya no quiero y acaricio,
que aún nos guiña el ojo
y se sube la falda
para que nadie vuelva a la inocencia sin incendiarse primero
con la verdad de una amarilla memoria
que acaso aún camina bajo la terrible lluvia
donde alguna vez perdí mis alas y mi voz.
La mujer del puente (6:02 pm)
Bajo el puente de Chosica el río se embalsa
y es de sangre,
pero la sangre no me es creída.
José Watanabe
Ella se vio las manos garabateadas de aves, rosas tatuadas en sus ovarios calientes, transita la figura enjuta de un perro que expectora las siluetas acribilladas bajo un poste embarrado de saliva. Cierras tus ojos; el sonido de una piedra ha estallado en el agua. Abres las piernas al viento de la infancia, abres tu cintura a las tristes bestias que no han podido ver el escondite de las tórtolas. Úteros sangran la ciudad, niños deformes corren tras los trenes antes de recordar el rostro de sus estériles madres muertas por el canto del flautista en busca de las ratas que piden piedad y oscurecen. Ella se mira en el agua mansa, suda nostalgia de flores secas y camina por la tenue luz que se ha olvidado de existir bajo el pecho extraño de las sombras. Sobre la tarde los dos miramos con incertidumbre el mismo vacío furibundo del tiempo que nos unge en su enardecido pecho iluminado.
Campo azul
Una roca desmiembra al día, al incólume pasado
De una sombra que vagaba esta ciudad empozada de presagios
Y cuerpos tan blancos como una huella puesta sobre los tejados.
Yo también fui un amanecer de espinas subterráneas, manos incapaces
De retornar a la criatura, ojos que nunca sanan heridas,
Me dirás loco, maldito, tétrico acoso de los labios,
Pero sabes bien que yo no soy el suicida detrás de la ventana
No soy el asesino que ha trasmutado su sombra en tu pecho sudoroso
A medianoche bajo el agua oscura del río.
Una roca desmiembra un corazón
Ahora sí, me dices, ahora sí,
la mandrágora alucinando un farol entre la niebla
Dictará las horas y ya no me verás con aquel rostro sucio
Que dejé frustrado mientras te deseaba aquella noche tan preciada
Donde aún algo parecía hablarme, desnudando sus alas,
Desnudando sus alas, desnudando el revólver que nos ha de crecer
Junto a la memoria de los buitres
Otra vez sintiendo una voz infame a través de la mañana.
Amanecer en Puente Los Ángeles
La niebla es un cuerpo
detrás del infierno
puedes ser tú
volver al interior de las cosas
quedarte en silencio
morir más tarde
y saber inútilmente
la Verdad:
Hace frío
y la luz
es un ojo que sangra
a lo lejos.
Yo quise ser el mundo
Otra vez el charco incólume, la patria durmiente,
otra vez noche de asfalto y frontera,
escribo y el desierto hace hombres sin espaldas, estómagos andantes
bajo la frágil garúa que no te ha nombrado, que no te ha dado la Verdad
instalando al ser y la nada, el designio que oscurece un par de ojos vagos
y el tránsito pariendo lascivas estrellas y un muchacho quiso ser el mundo
y se tiró de un puente o salió del cine inflando sus pulmones
a contemplar forzosamente la ciudad y sus cuerpos interiores,
la máscara enjuta de un cielo reventado por las masas
qué sería de mí, sin mis dioses, sin maletines y corbatas,
sin los postes que han predicho en tus ojos un fuego extraño
que ni el sol podrá ver. Es el fin, chocan dos autos,
aprieto el acelerador, Lima ha vuelto a ser la extraña humedad de un beso,
apariencia infinita de un abrazo, mirada extraviada soportando una memoria;
ya no hay segunda muerte después del otoño
ni otra muchacha con un sexo sin angustia.
Yo quise ser el mundo detrás de las paredes y los postes sin insomnio
me hablaron de poesía y de mujeres
de borrachos y muñequitas de goma,
pero ahora ya no soy la luz, ahora ya no soy el mundo
ni la sangre derramada que escupo, ni el triste rencor de los que jamás regresan
a la soledad que todos juzgan, violan, tiran al río y olvidan
al perderse la luna detrás de las ventanas
y las eternas velas que aún no terminan de encenderse tras la noche.