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Eugenio Montejo: imágenes y encuentros

Eugenio Montejo

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En septiembre del 2005 le fue conferido a Eugenio Montejo el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Carabobo.

Eugenio quiso estar acompañado en esa oportunidad por tres de sus amigos: Rafael Cadenas, Francisco Pérez Perdomo y yo, que viajé desde Chile con Irene. Aquel viaje es uno de esos momentos privilegiados que, como lo supimos en cuanto nos fue comunicada la invitación, confirmaba una vez más nuestra fraternal cercanía.

Muchas cosas marcaron aquellos días en la hermosa ciudad de Valencia, empezando por la emocionada alegría de compartir un suceso tan significativo en la vida de nuestro amigo. Señalaré una de ellas, ocurrida el día de la ceremonia principal, que cerró Eugenio con sobriedad y elegancia al exponer ante la numerosa audiencia congregada en el Paraninfo de la Universidad una memorable autobiografía de su vocación, manifestada en esos lugares en sus tiempos de estudiante y que culminaba en este momento con el acto que presenciábamos. La sentimos como un testimonio más de su lucidez, de su ejemplar y sostenida autoexigencia y de la dedicación y el fervor con que había asumido su tarea de escritor, valores siempre actuantes en su obra ensayística y en su trabajo poético: un designio que él describió a menudo como el empeño por poner “las palabras en su sitio”.

Era precisamente eso lo que le reconocía y celebraba su Universidad. Y que se expresó de una manera inesperada y conmovedora para nosotros.

Los estudiantes de Medicina habían ocupado las últimas filas del Paraninfo, y en un instante determinado desplegaron un gran lienzo en el que se leía lo siguiente:

Eugenio Montejo
Eres un Orgullo Para Nuestro País
Los estudiantes de Medicina te aplaudimos

Igual que muchos de los asistentes, leímos esas palabras como la expresión de un reconocimiento justiciero y nos exaltó la comprobación de que con ellas se honraba a la poesía en la persona de uno de sus mayores exponentes en nuestra lengua; un orgullo, pues, que dignificaba el solitario quehacer del escritor y que también nos alcanzaba de algún modo a todos.

La Universidad programó para el otro día un recital convocado como “Encuentro de amigos con Eugenio Montejo”, y en el cual leeríamos nuestros versos junto con el homenajeado. “Encuentro de amigos...”: Quien formuló así esa convocatoria no podía haber hallado una designación más enaltecedora para nosotros.

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He querido empezar esta breve evocación con lo ocurrido en Carabobo con motivo del Doctorado Honoris Causa, aunque tuvimos tratos muy frecuentes desde que nos conocimos en Caracas en noviembre de 1982, cuando ya residían en mi memoria versos y poemas íntegros de Eugenio: “Pájaros”, por ejemplo, de su emblemático libro Terredad, que yo recomendaba a quien me quería escuchar, aquí y allá:

—“Oigo los pájaros afuera, / otros, no los de ayer que ya perdimos, / los nuevos silbos inocentes. / Y no sé si son pájaros, / si alguien que ya no soy los sigue oyendo / a media vida bajo el sol de la tierra...”.

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A fines de enero de 1999 estuve en Caracas por varios días, y uno de ellos Eugenio organizó una visita al lugar donde vivió y realizó su obra el gran pintor Armando Reverón, a quien mucho admiraba porque veía en él a un buscador de lo absoluto, a un artista obsesionado por llevar al lienzo la demoníaca luz del trópico (estas son palabras de Eugenio Montejo, del proyecto de un libro poético suyo presentado, sin éxito, a la Fundación Guggenheim).

En un sitio llamado Macuto, cercano a La Guaira, se había establecido el fascinante museo El Castillete, en el que se mantenía intacto el ambiente al mismo tiempo natural, mágico y fantástico creado por Reverón para vivir y trabajar; morada y taller únicos por su singularidad, en cuya amplitud uno podía desplazarse entre enormes redes tendidas de rama en rama y, en medio de ellas, espectaculares muñecas colgantes que se balanceaban al ritmo del viento.

Conservo una fotografía que nos fija a ambos en ese lugar, desaparecido completamente a fines del mismo año, arrasado por un terrible deslave que no dejó a su paso ni una huella de vida. Al ver esa fotografía que registra un instante muy firme del pasado, suele visitarme una fugaz sensación de irrealidad: la he comentado más de una vez con Arturo Gutiérrez Plaza, partícipe de aquel viaje a Macuto y autor de un poema titulado “Reverón, Macuto-New York (MOMA 2007)” dedicado a Eugenio y a mí. Ese poema fue escrito con motivo de la retrospectiva del pintor en New York, pero en él se insinúa también el recuerdo de aquella lejana andanza.

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El 18 de febrero de 2005 se presentó en Carmona la revista Palimpsesto Nº 20. Entonces, Francisco José Cruz y Rosario Akal, sus directores, pidieron al Ayuntamiento del lugar que nos invitaran a ese acto, porque el número se abría con poemas de Eugenio y el libro correspondiente de la “Colección Palimpsesto” era, en esa oportunidad, una antología de mis versos titulada Datos personales. Allí hicimos, pues, algunos recorridos diurnos y nocturnos por la milenaria ciudad, antes y después de esa presentación cuya impronta más profunda no acierto a definir sino con la palabra “fraternidad”. Todos entendieron el sentido de nuestra reunión; estábamos ahí para leernos y escucharnos con ánimo generoso, y esas simples y transparentes actitudes fueron para mí una vivencia de auténtica cercanía poética. Así lo revivimos un año después, al ver en casa de Fran y Chari un vídeo que registra ese momento, tan presente ahora para nosotros como si fuera ayer.

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Al recibir la desconsoladora noticia de la muerte de Eugenio, la mañana del 5 de junio del año pasado, dos momentos de lectura se me hicieron presentes con extraordinaria intensidad: los versos de José Juan Tablada por su amigo Ramón López Velarde y el fragmento de una carta final de Ivan Turgueniev a Leon Tolstoi. Por cierto, no se me ocurriría glosarlos: sólo puedo repetirlos como los recuerdo, trasladando en ese recuerdo al destinatario, porque dicen inmejorablemente lo que he sentido desde entonces al pensar en Eugenio: “¡Qué triste será la tarde / cuando a México regreses / sin ver a López Velarde!...”. Eso escribió Tablada en una situación tal vez muy semejante. Y Turgueniev al despedirse de Tolstoi, diciéndole la felicidad de haber sido su contemporáneo. ¿Qué podría yo cambiar o agregar a esas expresiones famosas, para cifrar una impresión de pérdida de un escritor y amigo como éste, admirable y querido?

Santiago de Chile, enero del 2009

 

Reverón, Macuto-New York (MOMA 2007)

A Pedro Lastra y Eugenio Montejo,
en celebración de aquellos instantes preservados

Qué queda allí donde viviste, qué queda de tu Castillete.
Ahora aquí, en esta ciudad, el blanco de tus lienzos
no sólo oculta el color de nuestros trópicos,
el sonido incesante de sus bosques de palmeras.

Ahora es la luz de una foto velada,
aquélla en que estuvimos y ya no,
borrados por una avalancha de lodo y muerte.

Aquélla que escondía el rumor de la montaña,
el recuerdo de una tarde ya perdida, ya lejana,
una tarde como ésta, fría, ajena, cubierta de otro blanco,
cubierta, como esta ciudad, por un manto de nieve.

Arturo Gutiérrez Plaza