Artículos y reportajes
Francisco Rojas PozoFranco

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Los que veníamos desorbitados, perdidos en medio de la bruma de tantas fiebres, encontramos en el Pedagógico de Maracay un pedazo de tierra para afinar el mundo que nos hacía falta. La mayoría del vientre de pequeños pueblos de la periferia industrial de nuestro mapa geográfico. Otros traíamos aún los malos olores de un exilio obligado, tenido por aprendizaje en los andurriales árabes de la otrora España, no ésta tan de nariz elevada, con el perdón de mi querido Quevedo.

En esas pequeñas contracturas emocionales, en esos tropiezos, nos encontramos con Franco. Era un joven profesor egresado del Pedagógico de Barquisimeto, con acento marabino y amabilidad guara. Fue entonces nuestro profesor de crítica literaria y literatura venezolana en aquel Iupemar que no entraba aún por la horma universitaria, toda vez que quedaban viejos resabios que fueron superados, precisamente, por ese grupo de docentes empinados —gracias, viejo Prieto— en procura de construir una verdadera escuela de pedagogos. Y creo que lo lograron.

En esos días de gloria juvenil estuvimos al lado de Francisco Rojas Pozo, Edito Campos, Díaz Pozo, Frank Ortiz, Morella Contramaestre, los más bisoños, los más entregados a nuevas teorías, a la creación literaria, al teatro, a la lectura de los siempre olvidados autores de nuestro país, tan mancillado. Fue Franco, como siempre se le llamó a Francisco Rojas Pozo, quien nos inyectó el afán de acercarnos más a Garmendia, a los dos Garmendia, a la cosmogonía de nuestro extravío terrenal, a Enrique Bernardo Núñez, a Guillermo Meneses, a Gerbasi, Cadenas, Montejo, todos ellos al lado de aquella explosión que aún causa estragos en nuestro imaginario: la narrativa latinoamericana de los 60 y 70, con su carga de magia, realismo, locura, olvido y mucha bohemia.

Franco, además de docente, era un creador permanente. Un crítico agudo, inteligente y pana. En lo que a mí concierne, fue mi profesor de literatura, mi compañero de aula en el Pedagógico en mis tiempos de profesor en el Iupemar y mi condiscípulo en la Universidad Simón Bolívar, donde se nos hizo entero el universo al lado de Antonieta Madrid, Morella, Isaac Chocrón, Manuel Bermúdez, Almaclara Áñez, Márgara Russotto, Carmen Elena Storey, entre otros tantísimos que flotamos y naufragamos en las palabras de José Ignacio Cabrujas, Román Chalbaud, Ana Pizarro, Carlos Pacheco, sólo para mencionar a algunos. Digamos que de allí salimos cosmopolitas y con bigotes.

Franco deja un libro, Cabrujerías. Un estudio sobre la obra de José Ignacio. Un libro hecho con las manos del espíritu, muy bien escrito, sabrosamente elaborado. Un libro donde el teatro, el amor más acendrado de mi amigo se patentizó con la hidalguía de sus estudios. Muchos textos sueltos hacen penitencia por allí. Franco era una suerte de aristócrata de la palabra: nunca lo vi fuera de sus cabales. Como todo crítico y analista de la realidad y la ficción, su agonía era su país, este país.

Hoy, mi profesor, colega y amigo se ha marchado. Bueno es decir que la tristeza que siento también establece la noción de que Franco tiene alas, unas alas muy grandes para seguir conociendo el universo. Bon voyage, amigo, hermano.