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La hermandad de la uva, de John Fante

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Pocas novelas merecen tanto recuerdo como La hermandad de la uva, de John Fante. Un autor olvidado por muchos, acaso precursor de tantos otros que hoy brillan como las estrellas: la conjunción Beat, Salinger, Cheever o posteriormente Bukowski, etc. Porque Fante habló en voz primera con su verdad, con su eminente pobreza y con los gusanos debajo del puño en un momento en el que pocos lo hacían.

Por ser él y escribir como él, alejándose de todo tipo de convencionalismos o jergas académicas, desconoció el éxito y la fama, hechos que se consolidan de por sí con tan sólo leer un puñado de sus páginas.

Fante ha sido Fante, y de ahí su obra, tan poética como su vida. Hijo de inmigrantes italianos, inserto en la más sórdida de las pobrezas, como la de Dostoievski o Klaus Kinski, el joven soñará desde su juventud con escribir libros, por más que la realidad lo circunscriba a la miseria y a las más desafortunadas de las labores y profesiones. La tetralogía de Arturo Bandini, que reúne quizá lo más valioso de su obra y de su vida, narra la historia de Arturo, su alter ego, un Holden Caufield más enojado y, por cierto, aun más divertido. Camino a Los Ángeles y Pregúntale al polvo son más eficaces y necesarias que Sueños de Broken Hill o Espera a la primavera, Bandini para vivir al personaje, para enamorarse de él, aun cuando hablemos de cuatro obras irremplazables la una por otra.

La hermandad de la uva, sin duda escrita en el momento de madurez de su prosa, tiene una retórica tan llana y simple como las de sus primeras novelas. Su enunciación se desprende como las hojas de un árbol, de manera natural, como música congelada envuelta en páginas. Tiene la virtud y la honestidad de la metáfora primera, la que sirve, la que no necesita una relectura para entenderla, la misma que Borges sólo se atrevía a legitimar.

El sucedáneo de Bandini será en esta oportunidad Henri Molise, mismo personaje que transitará en esta obra por la senda de su adultez. Ahora casado y padre de dos hijos, debe regresar a su casa, un pueblo perdido, porque su madre insistió en separarse de su padre, Nick Molise, tras encontrarle una mancha de rubor en sus calzoncillos.

Nick es un viejo y cascarrabias italiano, mujeriego, adicto al juego y al alcohol. Un albañil de los que ya no quedan, que pasa sus últimos días entre amigos, jugando a los naipes, tomando vino. Su sueño era que sus tres hijos trabajaran con él, a lo que amargamente el destino retrucó dándole un escritor, un bancario y un frustrado beisbolista.

Lo cierto es que el viaje de Henri resulta en vano: su madre ni siquiera recuerda lo acontecido. En contrapartida termina ayudando de manera involuntaria a su padre —por más de cuatro semanas— en la última de sus construcciones: un secadero de pieles de ciervo.

La novela trabaja con la figura esencial de cualquier entorno: la familia. Aquella familia que pese a sus falencias y diferencias es familia en los momentos importantes. La relación de hijo y padre, que el tiempo altera enrocando sus roles, se lleva toda la historia, entretejiendo los más profundos de los sentimientos.

Un pasaje de la novela comprueba lo que en ella se descubre, se suscita: la necesidad de que, pese a las diferencias intelectuales, espirituales o materiales, el valor es uno, los sentimientos son universales. Acaso Nick, su padre, ha colocado ladrillos con el mismo amor que su hijo ha colocado palabras sobre un papel. Arbitrariamente para el mundo, uno ha sido albañil; otro, escritor. Fante ha vivido la vida, la ha resuelto; desde los lugares cotidianos; desde la cruel y sórdida realidad. Ha tramado con ella su genialidad, su literatura. Un viñedo de hermandad entre los hombres.