Sala de ensayo
“La pasión según GH”, de Clarice LispectorEl umbral1 como epifanía en La pasión según GH de Clarice Lispector

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“Sé que todavía no estoy sintiendo libremente, que pienso de nuevo porque tengo por objetivo encontrar — y que por seguridad llamaré encontrar al momento en que halle un medio de salida. ¿Por qué no tengo el coraje de encontrar apenas un medio de entrada? Oh, sé que entré, sí. Pero me asusté porque ignoro para dónde lleva esa entrada...” (Clarice Lispector, La pasión según GH, p. 12).

La cita anterior ilustra esa especie de trance-umbral que atrapa al personaje GH, una vez que éste rebasa la línea que divide su espacio doméstico-cotidiano (su apartamento pequeño burgués de límites físicos precisos) para desdibujar sus fronteras convencionales e ingresar a un universo sensorial de grandes dimensiones, caótico, extremadamente vital y altamente contradictorio, del cual ella debe dar fe, debe reconstruir, situarse en el volver como acto de ficción, pues “todo caso de locura es que alguna cosa ha vuelto. Los posesos no son poseídos por lo que viene, sino por lo que vuelve” (CL, p. 83):

“Ayer de mañana —cuando salí de la sala para el cuarto de la sirvienta— nada me hacía suponer que estaba a un paso del descubrimiento de un imperio. Mi lucha más primaria por la vida más primaria iba a abrirse con la tranquila ferocidad devoradora de los animales del desierto, Iba a encontrarme cara a cara conmigo misma con un grado de vida tan elemental que estaba próximo a lo inanimado. Entretanto, ningún gesto mío indicaba que yo, con los labios secos por la sed, iba a existir” (p. 25).

Como en una suerte de viaje iniciático, GH accede a la reconstrucción de aquello que no puede ser narrado, “con ese lenguaje de sonámbulo que si yo estuviese despierta no sería lenguaje” (pp. 22-23) que nos remite a la noción de testigo de Agamben “porque vivir no es narrable” (p. 22)y establece una íntima conexión entre su cambiante interioridad y los estímulos externos, las cosas palpables que forman el acontecer temporal del universo y que son signo misterioso de vida, de un ser-y-estar-en-el-tiempo, que la lleva a producir su propio sistema de significaciones (y de valores) verbales y sociales, una reconceptualización del ser desde su desubjetivación y función de la escritura que entraña infinitas posibilidades prácticas y conceptuales entre la palabra y la conciencia del personaje.

El umbral del testigo, donde se sitúa el personaje, dará paso a los otros umbrales que toca GH, los cuales irán develando los sentimientos de encuentro y pérdida que se complementan —y rechazan formando un eterno vacío que le sirve de túnel para viajar hasta la forma más primaria de sí donde se reconoce como el Otro. Es al testigo, en su condición de sobreviviente, a quien le toca —y trastoca la ruda tarea de re-contar, desde el re-vivir de la memoria, el recuerdo, asumido como un acto artificial y selectivo, en el primer caso porque al hacer arqueología del pasado éste se destruye, y en el segundo, por su imposibilidad de recuperar en bloque lo vivido sin correr el riesgo de perderse a sí mismo: “Pero ahora a través de mi más fino espanto —estoy finalmente caminando en dirección al camino inverso— camino en dirección a la destrucción de lo que construí, camino hacia la despersonalización” (CL, p. 210).

En su libro Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben, en su capítulo dedicado al testigo, a propósito del testimonio de un sobreviviente (Primo Levi) señala que en latín hay dos vocablos que se refieren al término: terstis, “aquél que se sitúa como tercero en un proceso o litigio entre dos contendientes”, y superstes, que “hace referencia al que ha vivido determinada realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está pues en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él” (p. 15). Para Agamben, Levi no es ni uno ni otro, pues la misma intensidad de su experiencia le impide “volver” y retomar la historia como un ser neutral, pues volver es una repetición diferente.

Al igual que Levi, cuando GH, remonta la memoria para situarse cara a cara con aquello que es inenarrable y que sin embargo debe asir con el lenguaje, como le corresponde a un testigo integral, narra desde un umbral “que pone en tela de juicio el propio sentido del testimonio y por ello mismo, la identidad y credibilidad de los testigos” (GA, p. 33).

GH traspasa una puerta que la lleva a un no-lugar, la desubjetivación del sujeto (“Y yo tampoco tengo nombre, y éste es mi nombre. Y porque me despersonalizo al extremo de no tener mi nombre, respondo cada vez que alguien dice: yo”, CL, p. 212), lo cual genera en ella una especie de “estado de excepción” desde donde asume la carga que implica la palabra para “certificar” su experiencia, “pero en este caso, el testimonio vale en lo esencial por lo que falta de él; contiene, en su centro mismo, algo que es intestimoniable” (GA, p. 34): “...¿Cómo revivirme? Si no tengo una palabra natural que decir. ¿Tendré que hacer la palabra como si fuera a crear lo que me sucedió? Voy a crear lo que me sucedió. Sólo porque vivir no es narrable” (CL, La pasión según GH, p. 22).

Ese extrañamiento inicial de la conciencia sitúa al personaje GH en el intersticio donde el acto del testimonio (propio del texto) implica la negociación del lenguaje como mediación para decir: “Yo vi. Sé que vi porque no di a lo que vi mi sentido. Sé que vi —porque no entiendo, Sé que vi— porque de nada sirve lo que vi. Escucha, voy a tener que hablar porque no sé qué hacer con lo que he vivido. Pero aún: no quiero lo que vi. Lo que vi destroza mi vida diaria” (CL, p. 18).

Dice Agamben:

“La pasividad, como forma de la subjetivación, está, pues, constitutivamente escindida entre un polo puramente receptivo (el musulmán) y un polo activamente pasivo (el testigo), pero a un modo tal que esta escisión no sale nunca de ella misma, no separa nunca del todo los dos polos, tiene siempre, al contrario, la forma de una intimidad, de la entrega de sí a una pasividad de un hacerse pasivo, en el que dos términos se distinguen y confunden a la vez” (p. 110).

O como lo diría la misma GH:

“Yo, cuerpo neutro de cucaracha, yo con mi vida que finalmente no se me escapa pues al fin la veo fuera de mí —yo soy la cucaracha, soy mi pierna, soy mis cabellos, soy el trecho de luz más blanca que el revoque de la pared— soy cada pedazo infernal de mí; la vida en mí es tan insistente que si me partieran como una lagartija, los pedazos continuarían estremeciéndose y moviéndose” (CL, p. 77).

El segundo umbral se da a través de la epifanía o revelación del Otro desde la condición provisional, temporal, frágil y contradictoria de la vida. GH toma conciencia de ese Otro desde su falta. Es la ausencia de Janair (la sirvienta) la que le devela su rostro, en el sentido de Levinas, “modo por el cual el Otro se presenta y expone su forma, la totalidad de su contenido” (EL, Totalidad e infinito, p. 75): “El recuerdo de la sirvienta me cohibía. Quise acordarme de su rostro, y, admirada, no lo conseguí —de tal modo ella había acabado de excluirme de mi propia casa—, como si se hubiese cerrado la puerta y me hubiese dejado remota en relación a mi morada. El recuerdo de su cara me huía, debía ser un olvido temporario” (CL, p. 46).

GH parte de esa otredad al encuentro del extrañamiento de todo lo que la integra: su imagen “invisible” bajo el delantal; sus dibujos —trazos “de reina” (p. 47)—; su cama, sus ropas, el colchón; su cuarto (con su sol y su calor) como visión, con sonidos y silencios, con ausencia y presencia, incapaz de contenerla. Para GH el cuarto es el encuentro primero de aquello “otro” que no es más que una vuelta a lo arcaico, a eso que siempre le había pertenecido y que ella ignoraba (la mismidad que enuncia cuando recuerda el nombre de Janair, como una suerte de conjuro a través de la palabra) ahora sola ante el estupor: “y que a pesar de haber entrado ya en el cuarto, parecía haber entrado en la nada. Aun dentro de él, yo continuaba de algún modo afuera. Como si él no tuviese bastante profundidad para contenerme y dejase pedazos míos en el pasillo, en la mayor repulsión de la que fuera víctima: yo no cabía” (p. 52).

Pero una vez dentro de la luminosidad sensorial de este espacio alegórico (el cuarto), los signos materiales se multiplican y fragmentan: “Y ya sentía la falta de mi casa. Me esforcé en recordar que también aquel cuarto era propiedad mía, y dentro de mi casa: pues, sin salir de ella, sin bajar ni subir, había caminado hacia el cuarto” (CL, p. 52). La percepción que acontece disgrega tanto al objeto de conocimiento (Janair) como al sujeto cognoscente (GH). Dice Levinas:

“En el mundo estoy en mi casa, porque él se ofrece o se niega a la posesión (lo que es absolutamente otro no se niega solamente a la posesión, sino que la pone en duda y, por eso precisamente, puede consagrarla)” (EL, El Mismo y lo Otro, p. 62).

“...Lo absolutamente Otro, es el otro. No se enumera conmigo. La disgregación produce una expansión de la realidad, cuyos múltiples sentidos son inagotables” (EL, p. 63).

Y el Otro también es la cucaracha que de pronto aparece para colocar a GH en el tercer umbral: el umbral ontológico. Como en una suerte de muñeca rusa que se abre para darle paso a una nueva muñeca que en sí misma contiene a otra, los umbrales se van sucediendo a lo largo de la experiencia de GH.

Clarice LispectorAsí como en Auschwitz el verdadero testigo integral era el “musulmán” (así solían llamar a los judíos de los campos que sucumbían ante el horror y terminaban convertidos en seres que no podían distinguir la línea fronteriza que dividía la vida de la muerte, o la razón de la sinrazón) a quien por su enajenada condición le estaba negada la posibilidad de testimoniar, y cuya voz asume Levi, GH también habla desde una frontera que distancia el acontecimiento del relato (su primer umbral); además, desde el cuarto, que funge de pórtico (su segundo umbral), descubre al Otro en la figura ausente de Janair (como sujeto en falta).

Lo anterior nos anuncia que GH ya está colocada al borde antes de tener el encuentro, que estaba ¿lista? para el “horror” que implicaba “desenmascarar” a aquello que tanto le había servido para sostener a un mundo, con todo y sus valores, que pondrá en entredicho.

Sin embargo, cuando intenta darle forma a lo que no tiene forma y testimonia, eso que trata de poner en la palabra se le escapa y evidencia una imposibilidad. Es en este tercer umbral donde saltará su pasión (como el encuentro con el inconsciente, con lo inabordable, una tensión en los dos extremos del umbral, una doble captura) pues para salvar lo vivido tiene que crearlo: lo que halla GH al encarar lo Otro que encarna la cucaracha, hace que el sujeto (GH) se desplace de su localización:

“Me habían dado todo, ¡y mira solamente lo que es todo! Es una cucaracha que está viva y que está a punto de morir...”. “...me arrastré hasta que las puertas se abrieran para mí, las puertas del tesoro que buscaba: ¡y mira lo que era el tesoro! El tesoro era un pedazo de metal, era un pedazo de cal de pared, era un pedazo de materia hecha cucaracha” (CL, p. 161).

GH se descalabra. El orden humano que le servía de apoyo ya no viene a su encuentro. Se queda sola ante el estupor de lo desconocido librando una pelea con aquello que todavía es y no la salva (aunque ella sepa que el retorno estaba sólo a un repique del teléfono o del timbre). Su ser despierta y primero debe enfrentar que ella es parte de esa vida primaria:

“Ya estaba sucediendo entonces y aún no lo sabía, las primeras señales en mí de mi derrumbe de cavernas calcáreas subterráneas, que se destrozaban bajo el peso de capas arqueológicas estratificadas —y el peso del primer derrumbe curvaba los bordes de mi boca, me dejaba de brazos caídos. ¿Qué me sucedía? Nunca sabré entender pero debe haber quien entienda. Y es en mí que tengo que crear ese alguien que entenderá” (CL, p. 52).

El cuerpo de GH se pone en posición para ser atravesado por sus propias pulsiones, enfrenta su devenir, sin contraponer el animal a lo humano, más bien ordenando las diferencias para reencontrarse en la esencia misma de las relaciones, parafraseando a Deleuze y Guattari en el capítulo Devenir intenso, devenir animal de su libro Mil mesetas, donde afirman:

“El devenir no es una correspondencia de relaciones. Pero tampoco es una semejanza, una imitación y, en última instancia, una identificación...”. “...no es progresar ni regresar según una serie... no se produce en la imaginación, incluso cuando ésta alcanza un nivel cósmico o dinámico...” (p. 244). “...nosotros preferimos llamar ‘involución’ a esa forma de evolución que se hace entre heterogéneos, a condición de que no se confunda sobre todo la involución con una regresión. El devenir es involutivo. La involución es creadora. Regresar es ir hacia el menos diferenciado” (p. 245).

Es eso exactamente lo que comienza a experimentar GH cuando sucumbe ante el horror de un animal que concibe como una legión capaz de sobrevivirla (la manada) y que la remonta a una pre-historia (su infancia) llena de chinches, goteras y cucarachas (p. 57):

“Lo que siempre me había repugnado de las cucarachas es que eran obsoletas y actuales. Saber que ellas ya estaban en la Tierra, iguales como hoy, aún antes de que hubieran aparecido los primeros dinosaurios, saber que el primer hombre surgido ya las había encontrado proliferadas y arrastrándose vivas, saber que ellas habían testimoniado la formación de los grandes yacimientos de petróleo y de carbón en el mundo, y allá estaban durante el gran avance y luego durante el gran retroceso de los hielos —la resistencia pacífica. Yo sabía que las cucarachas resistían más de un mes sin alimento y sin agua. Y que hasta de la madera hacían sustancia nutritiva aprovechable. Y que, aún después de pisadas, se descomprimían lentamente y continuaban andando. Aun congeladas, tras el deshielo, proseguían la marcha... Hace 350 millones de años que se repetían sin transformarse. Cuando el mundo estaba casi desnudo, ellas ya lo cubrían lentas” (CL, p. 56).

A través del lenguaje, GH marca la distancia entre lo animal y lo humano, pero sólo para desmontar las relaciones que reúnen u oponen a unos y otros. Consciente o no retoma lo ontológico. Dice Levinas en su libro Entre nosotros que “la ontología no se cumple en el triunfo del hombre sobre su condición, sino en la tensión misma que se asume tal condición” (p. 14); por ello, GH despierta a una especie de conciencia que semeja, en un primer momento, una metamorfosis, un acercarse a lo animal (“por primera vez me sentía toda incumbida por el instinto”, p. 62) no por devenir en él sino por asumirse en el estupor frente al nivel primario de la Naturaleza, el que libera para encontrarse cara a cara con el rostro del Otro, ahora vuelto cucaracha, que reclama el deseo de matar de GH (“Hace cuánto, entonces había estado por matar”, p. 63) y la tienta con el deseo de morir en su vida humana (“Toma, toma todo esto para ti, ¡yo no quiero ser una persona viva!”, p. 67), al que no podrá acceder el animal por no ser capaz de librarse de su opacidad, por no poder, al decir de Heidegger, abrirse al mundo; sin embargo, dice Agamben en el texto Lo abierto:

“La comprensión del mundo humano no es posible sino a través de la experiencia de una proximidad extrema —de hecho engañosa— en relación a esta exposición sin develamiento. Es posible que no pueda presuponerse el ser y el mundo humano, para enseguida acceder —por sustracción, gracias a una observación destructiva— al animal; es posible incluso que se trate de lo contrario: que la apertura del mundo humano —en tanto que ella es, al mismo tiempo y principalmente, apertura del conflicto esencial entre develamiento y velamiento—, no pueda obtenerse sino con la ayuda de una operación efectuada sobre lo no abierto del mundo animal” (traducción de Rafael Castillo Zapata).

Es tan cierto lo que plantea Agamben que el personaje de la novela de Lispector termina haciendo “alianza” (Deleuze) con su propio devenir animal: “Era eso. Era eso entonces. Es que había mirado a la cucaracha viva y en ella descubría la identidad de mi vida más profunda” (p. 68). Y más adelante continúa: “Y de repente gemí alto, esa vez oí mi gemido. Es que como un pus subía a mi superficie mi consistencia más verdadera, y sentía como un susto y asco que ‘yo ser’ venía de una forma muy anterior a la humana y, con horror, mucho mayor que la humana” (p. 68).

En medio de este paroxismo GH se ve inundada del deseo de matar, el quebrantamiento del logos, del orden humano del mundo-máscara del que finalmente ella podrá desprenderse como una suerte de piel, sin soltar la escritura que, aunque en el filo de la navaja, la mantiene cuerda en su desubjetivación (“Los reglamentos y las leyes, era preciso no olvidarlos”, p. 69).

Para GH ver el horror es ver el núcleo de la vida, ése que la violenta cuando trata de matar a la cucaracha, y esa revelación es cada vez más profunda y más deseada, hasta llegar al borde como línea envolvente lo anormal de Deleuze, sin renunciar a la seducción de lo desconocido (“Estaba siendo seducida. E iba para esa locura promisoria”, p. 70), a lo que se entrega, consciente de la vergüenza pero sin sentir pudor, pues el encuentro que tiene lugar dentro de GH una vez en el umbral, “no es con el Ser, sino con aquello animal que entrará en simbiosis y se transformará en otras multiplicidades” (Deleuze, p. 254). El umbral se cumple con el paso de GH por la esencia misma de la cucaracha al atravesarla:

“El pasaje había sido, por la cucaracha, difícil, y yo me había deslizado con repugnancia a través de aquel cuerpo de cáscaras y barro. Y había terminado, también yo toda inmunda, por desembocar, a través de ella, en mi pasado, que era mi continuo presente y mi futuro continuo y que hoy y siempre está en la pared, y mis 15 millones de hijas, desde entonces hasta hoy, también estaban allá. Mi vida había sido tan continua como la muerte” (pp. 76-77).

Tal parece que GH al repugnar tanto a ese Otro-cucaracha, éste devino en su esencia y ella fue reconocida por él: al mirarlo, se miró. En Lo que queda de Auschwitz (p. 111), Agamben coloca una cita de Walter Benjamin que ilustra a la perfección lo expuesto:

“Lo que se estremece de repugnancia en las profundidades del ánimo es la conciencia oscura de que en él habita algo tan poco ajeno al animal, que nos asquea que éste pueda reconocerlo”.

Dice GH: “Lo que en ella es expuesto es lo que yo escondo de mí: de mi lado para exponer hice mi revés ignorado. Me miraba. Y no era un rostro. Era una máscara” (p. 92).

GH desmonta su humanidad (“Desde la destrucción de capas y capas arqueológicas humanas”, p. 83) desde su pérdida y se reconoce en su falta. Desde la ausencia de lo humano que contamina su mirar sin-mirar-al-otro, descubre que la construcción del alma pasa por aprender a renunciar luego de haber sido abatida, una y mil veces, la vida humana y sus pares dicotómicos: lo moral y lo inmoral; la verdad y la mentira; el paraíso y el infierno, el mal y el bien; la esperanza y la desesperanza; la inmediatez y lo trascendente; la vida y la muerte; la libertad y los límites; lo humano y lo animal.

Al final de su viaje, GH accede a la conciencia de haber alcanzado la altura suficiente para caer: “Mis civilizaciones eran necesarias para que subiese hasta el punto de tener dónde bajar. Y exactamente a través del fracaso de la voz que se va por primera vez a oír la propia mudez y la de los otros y la de las cosas, y aceptarla como el lenguaje posible” (p. 212).

GH sabe, de vuelta como está, que el lenguaje es el puente, pero éste no debe cruzarse pensando en la verdad, pues el lenguaje sólo da lo indecible, y a lo indecible se llega dando un gran rodeo sobre aquello que el lenguaje mismo no puede dar. Y para GH

“...es inútil procurar acortar el camino y querer comenzar sabiendo ya que la voz dice poco, comenzando ya por ser impersonal. Pues existe la trayectoria, y la trayectoria no es tan sólo un modo de ir. La trayectoria somos nosotros mismos. En materia de vivir, nunca se puede llegar antes. El viacrucis no es un extravío, es el único pasaje, no se llega sino a través de él y con él. La insistencia es nuestro esfuerzo, la renuncia es el premio. A éste sólo se llega cuando se probó el poder de construir y a pesar del gusto de poder se prefiere la renuncia. La renuncia tiene que ser una elección. Renunciar es la elección más sagrada de una vida. Renunciar es el verdadero instante humano. Y sólo ésta es la gloria propia de mi condición. La renuncia es una revelación” (CL, p. 213).

 

Bibliografía

  • Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. 2000. El Archivo y el Testigo. Homo Sacer III. Editorial Pre-textos. España.
    —. Lo abierto del hombre y del animal. Traducción de Rafael Castillo Zapata (material enviado por Internet).
  • Deleuze, Gilles. El deseo. 2000. Tandem Ediciones. España.
  • Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. Mil mesetas (material en fotocopia).
    —. Kafka. Por una literatura menor. 1978. Ediciones Era. México (material en fotocopia).
  • Derrida, Jacques. La Differance. Conferencia pronunciada en la Sociedad Francesa de Filosofía en 1968 (material en fotocopia).
  • Grossi, Verónica. “Epistemología de lo cotidiano en Amor, de Clarice Lispector”. Texto crítico. 1998. Revista del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana. Nueva época. Año IV. Nº 7, julio-diciembre, México.
  • Heidegger, Martin. Compilación de ensayos. Alianza Editorial.
  • Levinas, Emmanuel. De la evasión. 1999. Arena Libros. Madrid.
    —. “Entre nosotros”. 2001. Ensayos para pensar en otros. Editorial Pre-textos. España.
    —. Totalidad e infinito. 1999. Salamanca. Sígueme. España. Material en fotocopia.
  • Lispector, Clarice. Cuentos reunidos. 2002. Alfaguara. Madrid.
    —. La pasión según GH. 1964. Monte Ávila Editores, Caracas.
  • Nemo, Philippe. Diálogo con Levinas. Material bajado de Internet.
  • Navarro, Juan Manuel. Heidegger o el final de la filosofía. 1997. Editorial Complutense. Madrid.

 

Notas

  1. Aunque el diccionario lo define como “Comienzo, principio en cualquier proceso o actividad. Límite a partir del cual se percibe una sensación o estímulo” (Larousse), en el siguiente ensayo el término será asumido como categoría que aborda la noción de sujeto (Deleuze), como pulsión interna, reprimida por condiciones particulares, que sale a flote.