Letras
La venganza de Mencía

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La temida sensación volvía a aparecer; la náusea subía por la boca del estómago y se instalaba en su garganta sin piedad.

—¿Estás bien, Rodrigo? ¿Te pasa algo? Estás muy pálido.

—Nada importante, un pequeño mareo, hace demasiado calor.

La temperatura a aquella hora del mediodía en la Plaza Mayor superaba los 40º a la sombra.

Intentó sobreponerse al malestar y a la inquietud y pidió una cerveza para aliviar su sed.

Le fascinaba la ciudad del color de la piedra tostada, el encanto de sus calles y callejuelas. Sentía con fuerza la magia y el misticismo que irradia el aire de Salamanca. Fue hechizado por sus piedras centenarias y por los retazos de historia que esconden celosamente. Caminó por sus calles escalonadas y por sus callejuelas irregulares.

Cerraba los ojos y escuchaba a Fray Luis de León pronunciando sus frases más célebres dentro del claustro de la Universidad:

—“Tienen derecho al pataleo” y

—“Como decíamos ayer...”.

La primera de las frases solía decírsela a sus alumnos antes de comenzar sus clases; en el siglo XVI el frío en las aulas era terrible y Fray Luis de León les concedía el derecho a patalear para que pudiesen entrar en calor. La segunda frase hace referencia a su condena por la Inquisición. En su vuelta a las aulas, después de cinco años encarcelado, los alumnos esperaban con expectación las palabras de su profesor, pero para sorpresa de todos, este gran humanista se subió a la tarima, miró sonriendo a sus alumnos y continuó con su clase como si el tiempo estuviese detenido. Curiosamente, y muchos años después, Miguel de Unamuno utilizó esta misma frase al volver de su exilio.

Rodrigo solía escaparse de la compañía de sus amigos para callejear solo.

El día que finalizó el congreso dedicó la tarde entera, sin prisas, a recorrer las calles por las que había paseado a diario. Se paró en una terraza de la Plaza Mayor, pidió un capuchino y se deleitó saboreándolo mientras se empapaba del ambiente que le rodeaba; la plaza era un hormiguero de gente, una torre de babel de mil y un idiomas. No pudo evitar sonreír cuando vio pasar, cruzando la plaza en dirección a la Plaza del Mercado, a un grupo de japonesas, mujeres de edad avanzada que caminaban seguras con paso firme y llevando en sus manos diversas guías de la ciudad; su indumentaria era muy peculiar, parecían personajes de un dibujo manga, formaban un grupo realmente indescriptible. Apuró el último trago de su capuchino y decidió seguirlas. Le pareció divertido averiguar hacia dónde se dirigían. Empezó a caminar detrás de ellas; el grupo le parecía por momentos irreal, anacrónico, en medio de aquellas piedras intemporales, unas mujeres vestidas de forma inusual para su edad, caminaban por entre los edificios con seguridad.

Él se dejó guiar, caminaba detrás, plácidamente, dejándose llevar...

De pronto la magia con que le había seducido aquel grupo se evaporó.

El impacto visual de su presencia se había diluido. Volvió sobre sus pasos hasta la Plaza del Corrillo, situada en una de las esquinas de la Plaza Mayor. Allí se ubica el templo románico más importante después de la Catedral Vieja, inicialmente conocida, hacia 1173, como San Martín del Mercado.

Sin saber la razón que le impulsó a hacerlo, entró en la iglesia cuyo reloj reguló durante un tiempo la vida de los salmantinos. Se sintió cómodo en la soledad del templo hasta que sintió la presencia de alguien a su lado, se giró y no vio a nadie.

Salió precipitadamente del recinto y trató de localizar a alguien sin saber a quién...

Las personas que se encontraban fuera no parecían huir, unos charlaban animadamente y otros caminaban sin premura. Rodrigo les seguía con la mirada y era incapaz de relacionar a alguno de ellos con la extraña situación que acababa de vivir.

Se encaminó hacia la calle Bordadores con la sensación de que alguien guiaba sus pasos. En un lateral del convento de las Úrsulas vio unas hojas amontonadas en el suelo y se agachó a recogerlas; contenían información relativa a la historia, leyendas y monumentos de la ciudad; aparecían varias líneas subrayadas; leyó con avidez. Hablaban del convento de Las Úrsulas, habitado por monjas de clausura de la Orden Tercera de San Francisco y un poco más abajo se hacía referencia a “La Casa de las Muertes”.

Circulan varias leyendas sobre ella pero la que llegó a manos de Rodrigo es la siguiente:

Tiempo atrás un conquistador conocido como don Diego, soldado y poeta, hombre arrogante, sedujo a un sinfín de mujeres y rindió con su espada a un buen número de hombres. El destino, inexorable e impredecible, hizo que en su camino se cruzase Mencía, joven doncella que había estado en un convento; Mencía era muy hermosa y tímida. Don Diego cayó rendido a sus pies y la convirtió en su esposa. A partir de ese momento el cambio de la muchacha fue radical, empezó a sonreír sin timidez, a hablar con picardía. Cuando su esposo era requerido para sus labores de soldado tenía aventuras con otros hombres. Sus infidelidades corrían de boca en boca por la ciudad.

Al regreso de una batalla, don Diego conoció, de boca de sus allegados, los nombres de tres galanes que disfrutaban de los favores sexuales de su esposa. Fingió no creer la información que le facilitaron y les dijo que se iba de caza a los montes de León. Creyendo que su marido no regresaría aquel día, la dama avisó a uno de sus galanes para disfrutar de una placentera velada. A la mañana siguiente y bajo el balcón de doña Mencía, apareció el cadáver del amante, con una herida en el corazón. Unas noches después otro de ellos fue encontrado en el mismo lugar y con el mismo tipo de herida. La desesperación de doña Mencía era inmensa.

Una noche de lluvia y viento, un tiempo después de estas muertes, el tercer amante volvió a visitar a su amada. Estaba llamando a la puerta de la casa cuando un hombre le empujó al tiempo que le decía que se defendiera. El amante cayó muerto. Mencía no se enteró de nada hasta que vio a su marido entrar malherido en la casa, en un instante comprendió todo; le pidió perdón de rodillas, don Diego quiso clavarle la espada, pero se desmayó por la debilidad y ella aprovechó para tirar la espada por el balcón. Don Diego se repuso y se abalanzó sobre su cuello y aun sin fuerzas, fue capaz de matarla con sus manos. A la mañana siguiente se encontraron sus cadáveres, don Diego no había soltado, ni en su último estertor, el cuello de su amada Mencía.

Cuando finalizó de leer estas líneas, Rodrigo vio a una mujer que salía del convento y le hacía señas para que le siguiese. Iba vestida de un modo muy extraño, parecía tan irreal como las japonesas que había estado siguiendo; pero sus ropajes no pertenecían a la época actual.

Rodrigo se dejó seducir por aquella fascinante visión y caminó tras ella. Pronto llegaron a la calle Bordadores.

La mujer se paró frente a “La Casa de las Muertes”, era obvio que sólo él la veía; nadie se extrañaba de su presencia a pesar de lo inusual de su atuendo. Le hizo señas para que entrase en el portal. Rodrigo no pudo negarse a pesar del sudor frío que recorría su espalda.

Una vez traspasado el umbral del portal se sintió en otro mundo, en un tiempo anterior, muchos años antes del momento actual.

La mujer le condujo hasta las escaleras y le invitó a subir. Entraron en una vivienda en la que el tiempo parecía estar detenido. La mujer que tenía a su lado era la misma que siglos atrás había protagonizado la historia que acababa de leer. Mencía le narró su historia, más allá de lo que la leyenda contaba. Había ingresado, siendo aún una niña, en el convento de las Úrsulas, años antes de conocerse las correrías de don Diego. Un día después ingresó otra niña que se convirtió en su compañera del alma; esta niña de nombre Isabel fue su amiga, su padre, su madre; todo lo que ella echaba en falta dentro de aquellos infranqueables muros. Ya en la adolescencia Isabel se ahogaba allí dentro, quería salir, ver mundo, enamorarse. Mencía sabía que un día se iría para no volver, mientras que ella, carente de su determinación, continuaría muerta en vida, viviendo una vida que otros habían elegido por ella. Y así fue; una noche Isabel desapareció, dejando a Mencía hundida en un pozo del que no era capaz de salir. Meses después mientras dormía en su celda, despertó al escuchar el revuelo que se había formado en el patio; se vistió y salió corriendo hacia allí. Una mujer embarazada de varios meses, sucia, desgreñada, hambrienta, con la mirada perdida, estaba rodeada de varias monjas.

—¿Qué te han hecho, mi niña? ¿Quién ha sido, Isabel?

Isabel, al reconocer la voz de Mencía, esbozó una débil sonrisa.

Le contó su triste historia. Después de escapar del convento, buscó refugio en casa de una tía a la que apenas conocía. En un primer momento la tía rechazó otra boca que alimentar pero enseguida vio más allá, vio un cuerpo joven por el que podía obtener un buen beneficio y la acogió en su casa. Aquel mismo día se puso en contacto con don Diego. El lamentable estado de Isabel era fruto de aquel primer encuentro; don Diego la sedujo con bonitas palabras y con falsas promesas y la chiquilla cayó en sus redes de forma irremediable.

Mencía escuchaba sus palabras, pronunciadas con un hilo de voz, mientras acariciaba su frente y le juraba que vengaría su afrenta.

Isabel murió, pocas horas después de aquella confesión, entre los brazos de su amiga.

Rodrigo escuchó fascinado aquel relato sin comprender por qué le estaba contado todo aquello. Ella sólo quería que se supiese la verdad de su historia y le había elegido a él porque había percibido su unión con el misticismo de la ciudad; había esperado mucho tiempo hasta encontrar a la persona adecuada para transmitir la verdad.

Antes de que pudiera articular palabra, Mencía le condujo hasta el portal y desapareció...

Rodrigo permaneció inmóvil unos minutos.

Se convenció a sí mismo de que todo aquello había sido fruto de su imaginación, del cansancio, de la atracción que aquella ciudad ejercía sobre él y de las copas que se había bebido la noche anterior.

—Un cóctel explosivo —musitó.

Fue la primera vez que aquella náusea, producto de la situación vivida, llegó a su garganta.

Nunca olvidó aquel episodio pero lo relegó a algún lugar recóndito de su memoria.

Aquella mañana al despertarse en su habitación del hotel, sintió la necesidad de caminar solo, sin la compañía de sus amigos. Volvió a realizar el mismo recorrido que había hecho cinco años antes.

Algo le empujaba de nuevo a andar por las mismas calles, en la misma dirección. Se paró delante del convento de las Úrsulas pero no percibió ninguna señal que le indicase que algo sobrenatural fuese a acontecer. Continuó su camino, decidido a llegar hasta la calle Bordadores y entrar de nuevo en “La Casa de las Muertes”. Una vez allí se paró frente a la fachada y pudo ver la cara de Mencía que le observaba desde su balcón; su mirada lo decía todo, le había defraudado...

Unos meses después se publicó un relato que contaba la verdadera historia de “La Casa de las Muertes”. Lo firmaba Mencía, pero el artífice de que se publicase y difundiese de forma adecuada había sido Rodrigo...