Letras
La máquina de escribir

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Dejó su pequeña maleta en la tierra y miró al cielo. Tonos anaranjados y ocres se mezclaban formando dibujos que le recordaban a los que él mismo hacía sobre la arena cuando era pequeño. El precioso atardecer con el que se iba parecía cobrar más protagonismo ahora, quizá nunca lo había observado tan detenidamente... Era como la culminación de una etapa de su vida, que se cerraba para no volver a abrirse nunca más. A lo lejos, el silbato de un tren le concedía los últimos segundos para despedirse.

Era un pueblo pequeño. Uno de esos pueblos que, por conocerse todos, resultaba más seguro y acogedor. Había recorrido miles de veces sus laberínticas calles estrechas. Estaban cubiertas de adoquines que el tiempo había hecho resbaladizos, y las altas casas que las bordeaban mantenían un encantador aspecto viejo y agrietado.

Era la última de una de aquellas calles, la que le había visto nacer en todos los aspectos en los que puede nacer una persona. Siempre recordaría esa casa como el testigo permanente de sus horas de soledad, en las que todo desaparecía, en las que se transformaba, como una débil brisa se transforma en huracán, en el escritor.

Miles de folios amarillentos repletos de letras llenaban las cajas que iba acumulando en la buhardilla. Era su rincón, de donde apenas salía, en donde, como si escuchara el susurro de un piano, bailaba con la belleza en su mente, que se tornaba en palabras delicadamente ordenadas... Nada podía ser mejor que aquello, necesitaba escribir.

Era algo especial, su padre lo sabía, pero nunca dijo nada. Se limitaba a mirar a su hijo y a mantener una actitud embelesada hacia él. Plumas desgastadas, manchas de tinta en sus manos a diario y una sonrisa en sus labios cada mañana que bajaba a desayunar. Él poseía una sensibilidad parecida a la suya y percibía en todo aquello una forma de existencia diferente a la de los demás... Le regaló su primera máquina de escribir. Era de segunda mano, la pintura estaba desconchada y, en algunas teclas, la letra no se veía con claridad. Nada importó. Nada le gustó más que aquello.

Pasaron los años y el murmullo del teclear de la vieja máquina era ya un elemento más de todo lo que compone un hogar. Aquella caja de hierro tenía un poder sobre él. Le miraba, le llamaba. Nunca quiso reemplazarla. En sus teclas permanecían las huellas de todos esos momentos, de todas esas palabras... Al igual que su casa, era la confesora de todo cuanto era. Ella contenía tanta parte de él, que perderla sería como abrir las puertas del gran embalse de su vida.

Había llegado el momento de tomar la decisión que lo cambiaría todo. Hasta ahora había sido como tener un sueño y no recordarlo. Solía mirar los libros de sus autores preferidos. Observaba las páginas, sus letras, acariciaba las cubiertas y los lomos... Hasta que vio claro cuál era su sueño, a lo que había dedicado toda su vida. Luchó contra sí mismo hasta donde nadie hubiera podido pensar, contra todas aquellas cartas que le rechazaban de las editoriales nacionales. Su verdadera esencia era más fuerte que todo aquello. Él era escritor, sólo era escritor.

Una mañana, como todas las mañanas, se dispuso a sentarse de nuevo frente a la máquina. Esperó unos minutos a que una historia le sembrara la imaginación de palabras nuevas. Siempre aguardaba mirando a través de la ventana, desde la cual se vislumbraban las montañas y el camino que llevaba hasta la casa. Vio al cartero llegar. Seguidamente, escuchó cómo los pasos de su padre se acercaban mientras subía las escaleras. “Es para ti”.

Abrió la carta. Era de otra editorial. En el texto sólo decía: “¿Por qué quieres ser escritor?”. Nunca había recibido una carta así. Conocía la respuesta, pero, por primera vez, no sabía ordenar las palabras. Era una pregunta tan fácil, que hasta parecía difícil. Pasó el resto del día tumbado en la cama, mirando al techo, pensando en qué contestar. Se sentó frente a la máquina y escribió:

“No le puedo decir cuántas horas he pasado en esta buhardilla frente al papel, frente a mi máquina. He pasado mi vida escribiendo, desde que yo pueda recordar. Pero un escritor no es alguien que escribe, sino alguien que necesita escribir. Yo necesito escribir”.

Pasadas dos semanas, volvió a recibir una carta de la misma editorial. Por fin, su sueño, se había cumplido.

—Por cierto, papá, nunca me dijiste a quién perteneció la máquina que me regalaste...

—Era mía.

Le dio un abrazo y, con una sonrisa, levantó la maleta y se fue.