Artículos y reportajes
“La Sociedad de los Poetas Muertos”, de Peter WeirLa Sociedad de los Poetas Muertos

Comparte este contenido con tus amigos

Es la época de la segunda postguerra, está en su plenitud la hoy extinta Guerra Fría. Nikita Kruschev y Eisenhower se creen el centro de la Tierra y vociferan por los micrófonos para escucharse mutuamente. Año de 1959, Welton Academy (Vermont, EEUU). Un grupo de alumnos de preparatoria, todos varones, se encontrarán con un profesor que escapará a toda norma, cuya personalidad grácil, irreverente y firme les conducirá hasta sí mismos con una seguridad y conturbación que les resulta inevitable. El método de este hombre para llegar al alumno no es precisamente el tradicional, no ve a sus jóvenes como simples archivadores de datos sino como potenciales poetas a quienes se propone a estimularlos en vez de instruirlos. A que cada uno encuentre los signos que le lleven a vivir esa “modesta eternidad” que para los poetas Donne y Borges se posee “cada noche” y que nos permite mirar como “Dios” el pasado y el porvenir cercano. John Keating (Robin Williams) comienza sus clases tratando de pulsar qué es lo que entienden por POESÍA esos jóvenes novatos, provenientes de un sector social acomodado, fruto de la industrialización, el mercantilismo y la modernidad. Descubre que tenía razón: efectivamente no tenían mínima idea de ello y, mucho menos, de para qué sirve o qué significado tiene esta expresión del espíritu humano.

En el acto de recibimiento de esos discípulos, las autoridades de la Academia se ufanan de su labor y de su consigna: Tradición, honor, disciplina y excelencia. Saludan a sus padres por la feliz idea de haberlos llevado a formarse allí, en ese meritódromo. En el primer día de clase los jóvenes conocen las advertencias coercitivas de sus profesores y se les encarga una porción de trabajo inconexa y abundosa que de entrada los desestimula. Sólo Keating rompe la norma, convierte su clase en un acto de clandestinidad y rompimiento, les invita a oír en voz baja sobre algo que la educación olvida; el hombre como fin, no como simple medio. Los invita a encontrarse en ese camino de perdición que les depara su estadía en Welton. Su primera clase es un severo ataque contra el formalismo de la apreciación poética, representado en la concepción del ensayo introductorio de la obra de un crítico llamado Evan Pripchard. Un alumno lee y él va elaborando simultáneamente un cuadro estadístico en la pizarra. Todd Anderson (fiel apuntista) copia rápidamente ...y luego, súbitamente les conmina a romper hoja por hoja ese texto que considera un atentado contra el verdadero sentido del quehacer poético. Los alumnos no salen del asombro pero él insiste y en un momento casi orgiástico llegan a sentir el placer de romper el costoso y extenso libro hasta donde Keating lo señala. Al salir de clase intercambian comentarios sobre su profesor: “está loco”, “es diferente”, “me gusta”, “sinceramente me sorprendió”, dicen.

Nolan Hager, el director, se entera de los métodos poco ortodoxos del maestro Keating y le recrimina por ello. Un colega profesor de latín hace lo mismo. Establecido pues el enfrentamiento entre dos visiones de la educación moderna en medio de una sociedad fraudulenta, hedonista, mercantilista, consumista, simuladora, ostentosa y tecnologizada, movida por la prosecución de fines poco humanos, centrada en la base de la razón y que se olvida de la parte humana de esa “materia misma con que están hechos los sueños” (Shakespeare) que se expresa a través de la pasión humanística y creativa, en este caso como ejemplo la poesía, el teatro. Los directivos, los padres de Neil Perry y el mismo Todd Anderson (compañero de cuarto de Neil) representan a esa sociedad temerosa del cambio, de la innovación: sociedad que se empantana en la evolución prometida, pasiva, reiterativa, monótono, unidimensional y sofocante, que huye de lo desconocido, de lo mágico, de lo hermoso. Sin embargo, Keating logrará convocar a través de su pasión y su ejemplo al colega de latín, quien terminará dando sus clases fuera del aula (peripatéticamente) y mostrando directamente a sus discípulos los objetos que ese idioma designa, revivifica, a pesar de ser considerada una “lengua muerta”.Y si esto se puede hacer con el latín qué no se hará con la poesía. Esto nos demuestra que, a pesar de luchar contra el mundo, como un ser evidentemente romántico, Peter Weir (el realizador del filme) y su personaje John Keating, logran la expresión de lo que fuera el programa poético de Percy Bysshe Shelley, John Keats y Walt Whitman. Estos poetas son una especie de fantasmas que constituyen las arterias de este filme y su mensaje renovador. Son como la esfinge del marinero Tarocos (de Flebas) de que nos habla Elliot, símbolo de resurrección de lo más substancial de la poesía, que no podrá nunca ser ignorado por nadie que logre acceder o descubrir el universo de la poesía.

Welton, llamado infielton por los alumnos, es un centro ortodoxo, anacrónico, al que sólo una “llamada de Dios” podrá removerle los cimientos. Para ello, un miembro de una antigua agrupación Dead Poets Society (La Sociedad de los Poetas Muertos) aparece, casi providencialmente, formando parte del cuerpo de profesores y siembra la semilla de la rebelión, de lo extraño, interpretando en forma asombrosa al espíritu de aquellos grandes poetas que conmovieron al mundo con sus desafíos, con sus visiones, como en efecto lo fueron: Whitman y Shelley. Ante un mundo donde honores, cultura y religión son evidencia de un desprecio por el factor humano, un mundo que se empeña en recordar al hombre su condición de minusválido existencial y que se convierte en la más asombrosa pesadilla para el ser; un mundo absurdo y caótico, fragmentado, donde una sociedad de cómplices ha erigido su propia y particular “verdad”; un mundo que doblega, ordena y subyuga al creador a través de una ética digna de toda duda, cuyo espíritu de justicia se inclina hacia la cantidad de bandidos que lo infestan para modificar la ley a su conveniencia; en un mundo donde el hombre se halla aturdido de tanta Nada y la Realidad muestra un rostro demasiado alambicado y su tara, las proposiciones creedoras de hombres como Keating y los poetas nombrados están condenadas a estrellarse contra el pecho de los jueces.

El hombre persiguiendo la inmortalidad pero consciente de su vida efímera, de su regalo inconcluso y cargado de escepticismo (como Borges); plenamente inmortal como Whitman, Shelley o Keats; rompiendo la telaraña de la miserabilidad de lo humano; gritando por un futuro donde el mal sea erradicado y la única tiranía sea la del amor; proponiendo esa lucha esperanzadora en la cual Júpiter sea derrocado por Demorgón (El Espíritu Primitivo) y pueda así ser liberado el sufrido Prometeo por Hércules; el hombre en lucha contra la realidad y la existencia absurda y en pro del sueño y el ideal; enfurecidamente enamorado de la belleza y el amor; el hombre escribiendo con su vida lo que habrá de elevarlo a la categoría de inmortal, lejos de toda idea didáctica, hombre haciendo una obra con la única meta de realzarnos después de tanta caída.

Un filme candorosamente dedicado a la vida de John Keats, hasta el mismo protagonista se llama John Keating, lleva la raíz de su nombre. Precisamente —y esto es intención de Weir— el gran Whitman fue expulsado de su trabajo por su Leaves of Grass (Hojas de hierba). Shelley fue expulsado de Oxford por la necesidad del ateísmo y Keating fue expulsado por su estilo de enseñar. A Keats dedicó Shelley a raíz de su muerte una hermosísima composición poética titulada Adonais, an Elegy on the Dead of John Keats, cuyas palabras suscribimos para destinarlas a ese conmovedor acto de suicidio de Neil Perry, el predilecto alumno por quien Keating llorara sobre el libro Five centuries of verses y que se constituye en la Biblia de la Sociedad de los Poetas Muertos. Escribió Shelley: “Paz, paz, no está muerto. No, no duerme, / despertó ya del sueño de la vida, / en tanto que nosotros, extraviados / por sombrías visiones, mantenemos / una contienda inútil con fantasmas / y en trance de locura golpeamos / con el terco puñal de nuestro espíritu / invulnerables nadas...”.

¿Una sociedad de poetas en una sociedad de muertos?