Artículos y reportajes
Una turista en un mar de arena

Túnez

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Puede considerarse un destino económico, de cadenas con varias estrellitas que abren las puertas de sus enormes hoteles bajo la golosa frase del todo incluido, y que en todas las guías aparece como la porción de tierra más septentrional de África, quizá por eso la turista puede llegar a sentir que, si bien va a pisar el continente negro, sigue de cara al Mediterráneo. En el aeropuerto ha buscado el mostrador de Tunis Air, ha hecho la fila con buscadores de comodidad que se trasladan con maletita de ruedas, pero también con hombres y mujeres camaleónicos que arden por escapar de su rutina para darse un baño de aventura, y que no dejan de hablar de su excursión en moto a través del salvaje desierto. Delante de ella se encontró a una viuda que hacía parte de los aturdidos, los que anhelan dejar de respirar los vapores de tanta civilización y sueñan con dormir bajo el eco sordo de lo que ellos sospechan que puede ser la verdadera banda sonora de la noche, por eso han pagado por hacerlo dentro de una carpa en la arena, con lo mínimo, sus libros, su cámara y su libreta de apuntes.

Cementerio y monasterio en Túnez. Fotografía: Image SourceEs precisamente la búsqueda de referentes lo que distingue a los viajeros. Es extraño, un turista sale de viaje porque necesita cambiar de aire, pero se divierte comparando lo que encuentra con lo que ha fotografiado antes con su inquieta retina. Sin pensarlo abre su álbum de olores para insertar uno nuevo, y se maravilla de encontrar sabores similares a los que come en su casa o en los restaurantes que visita, pero si se topa con un extraño plato de comida de textura blanda, que ni se enteró si era cordero, pollo, o qué otra especie de animal es el que ahora lo espera entre una montaña de cous cous, duda si debe probarlo con el tenedor o con las manos, como ve que lo están haciendo los locales. La turista sigue con su mirada a esas caras extrañas, esos ojos de brea derretida, esas barbas espesas y sucias enmarcadas en atuendos que sólo ha visto en las revistas, porque necesita ver algo intenso, algo feo, algo crudo y algo que sólo ella quiere encontrar, pero su impaciente brújula de turista le recuerda que también está detrás de lo hermoso y cómo no, de lo nuevo, aunque nunca deja de alegrarse cuando encuentra pedacitos de algo que ya conoce.

Y en Túnez su álbum de olores se estimula con facilidad, algunas calles huelen a té de menta, otras a cordero recién horneado entre pimientos —porque la turista ya supo que eso que comió era cordero— y cuando dobla las esquinas de las medinas, los barrios antiguos de las ciudades, sembrados de tiendas abarrotadas de colores y cachivaches inútiles que brillan para marearla, su nariz naufraga en un humo con olor a tabaco, el vicio más practicado en este lugar, estampado en el aire con el sabor a salitre, a dulces naranjas jugosas recién cortadas mezclándose con los perfumes que se venden en frascos sin nombres ni etiquetas.

No ve ningún perro pero abundan los gatos, que regordetes y confianzudos se le acercan a ver qué será lo siguiente que les piensa echar, y a veces, con su misma intuición y oportunismo, de la nada salta un guía con la dentadura incompleta para intentar adivinar su procedencia, y su oído experto en acentos, con sólo escuchar una palabra de esa inocente boca, empieza a narrar en castellano macarrónico cómo la Unesco decidió proteger las ruinas del puerto púnico de Cartago por allá en el año 1972, y a recordar las gestas de Aníbal mientras corre para que lo escuche. Pero por fortuna, el español no es un idioma frecuente en los tunecinos, quienes entre ellos se entienden en árabe, y con los demás lo hacen en francés por razones históricas, o en italiano por cercanía geográfica.

Sidi Bou Said, en Túnez. Fotografía: Sylvester AdamsCaótico y sucio en algunos puntos, incandescentemente blanco y pulcro en otros, Túnez se pinta a sí mismo como un cuadro soluble de contrastes. Pero hasta la más escondida y olvidada de sus calles, o ese pedregoso callejón a donde la guió el gato con los ojos más verdes que ha visto la turista, le resulta seguro. No consigue olvidarse de que se mueve por una república islámica, pero una de las más tolerantes, a medio camino entre el velo y el pelo largo, y por eso, aunque pululan las teterías al aire libre, en las que parejas de hombres se sientan a saborear un té de piñón o de canela, no miran mal a la mujer cuando se sienta a pedir uno; otra cosa muy distinta es que se atreviera a utilizar el baño de damas, que llevaba cerrado un tiempo profético.

Del color de barro lechoso, cuerpos delgados con aroma salado y pelo oscuro, los tunecinos descienden de los nómadas del Sahara, palabra que en tuareg traduce desierto; y sus ruinas, conservadas más por el tiempo que por los hombres, siguen bordeadas por un mar de preciosos azules, y llegan hasta la misma arena, en la que la turista termina jugando con una pelotita café, compacta y redonda, sin saber que se trata de caca de camello.

Por esa misma arena que parece azúcar se mueve un vendedor de fruta con el que termina regateando por un banano. No se puede combatir contra la genética, por sus venas corre RH de comerciantes, y aquel hombre no quiere euros, ni dólares, ni libras. Sólo le valen los dinares, que, entre otras cosas, la turista sólo está autorizada a cambiar en su hotel. La venta sin rebaja no ilumina los dientes blancos del muchacho, y pasa lo mismo con los que comercian las babuchas, los vasos del té, el azafrán, las carteras de cuero, las pipas de vidrio que casi no caben en la maleta, o los ornamentados platos de cerámica pintada a mano, y eso incluye también a los que venden tras un cartel rojísimo de precio fijo en la entrada.

Aquí el carro de alquiler se enciende con la reserva y se espera que el conductor lo devuelva igual, no muy limpio y con los frenos más largos de lo debido. Dentro no hay más que un trío de mandarinas y un radio que alterna por ráfagas la música en árabe con alguna cancioncilla en italiano bastante antigua. No hay mapas de carreteras, son imposibles de conseguir en las tiendas, y pareciera que todo está programado para que el que se atreva a manejar por su única autovía o sus intrincadas calles esté destinado a preguntar, a perderse y a entenderse con los peatones que se encuentre a su paso, gente que quiere echar una mano, o dos, y que hasta puede terminar en el asiento trasero para indicar bien cuál es la salida para llegar al museo que alberga una de las mayores colecciones de mosaicos en el mundo, o para recorrer la mítica Cartago, hoy una mezcla de conjunto arqueológico, residencias lujosas y sede del palacio del presidente Ben Ali, ese señor sonriente con la mano en el pecho que aparece en casi todos los restaurantes, hoteles y teterías de cuerpo entero junto a la bandera del país.

En el único mapa que consiguió la turista, Túnez aparece dividido por un desierto que lo corta en dos, dejándole al norte el bullicio de las ciudades, el tráfico sucio de los carros, los meteóricos autobuses con cobrador en la parte trasera, y esos zocos multitudinarios en los que le fue imposible relajar la vista por el mar de bagatelas que cuelgan esperando salir de ese circo cromático; del sur, una porción de tierra dibujada en el plano con camellos, hombres cubiertos hasta las cejas por sus tagelmust, unos cuantos oasis verdes, y entre ellos, esparcidas por dunas amarillas, ciudades con nombres sonoros como Medenine o Tataouine, entre las que siguen apareciendo las caras de los camellos para recordar que por más que haya casas y pueblos, aquí sigue predominando la arena.