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Como una flor

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Se le arrugaba el labio de arriba cuando me hacía ese gesto. Parecía una flor su boca. Se le ondulaba toda la línea que la perfilaba de una manera muy graciosa. La primera vez que me lo hizo pensé que iba a lanzarme un beso, vi que levantaba su mano y el corazón empezó a latirme muy fuerte. Era la primera vez que alguien se fijaba en mí y era ella. Pero entonces alzó el dedo índice y selló así un secreto que nos unió para el resto de nuestras vidas. Cogió como costumbre aquella despedida. Volvía la cabeza, ponía la boca como una flor y, justo cuando me iba a lanzar el beso, se frenaba con aquel dedo con el que me pedía silencio. No había nada de súplica en su gesto, era más bien complicidad y, cuando se volvía, me sonreía con los ojos. Mientras ella lo hacía con mucha parsimonia, yo contenía la respiración, alguna vez le había entrado la risa, imagino que porque me ponía un poco rojo, yo me notaba arder la cara, no sabía si de vergüenza o de ahogarme. Siempre había pensado que era invisible para todos, pero ella, cuando se dirigía a mí, decía mi nombre y me hablaba de cosas que entendíamos nosotros dos, no cabía duda de que Luci sí me veía, y de que el silencio me lo pedía a mí, porque no había nadie más a nuestro alrededor. Podría haberme dicho que no se lo dijera a nadie, pedírmelo por favor, con palabras, pero eligió aquel gesto con el que se le arrugaba toda la boca y parecía que iba a darme un beso. Nunca se le escapó ninguno.

Cuando volvía a casa muy seguro de mi visibilidad, me daba cuenta de que yo sólo existía para Lucía. En el recibidor solían estar todas las vecinas con mi madre. Yo tardé bastante en dar el estirón y les llegaba a todas por debajo del sobaco. Mi madre, cuando pasaba por su lado, me acariciaba la cabeza como si fuera un perro, sin mirarme y sin dirigirme ninguna palabra, sólo la caricia en la cabeza, como un pasamanos, sin cariño ni ningún revoloteo que me despeinara, una caricia vacía. Bastaba con eso para que me considerara atendido. Las vecinas ni siquiera me hablaban, no me preguntaban nada, no se giraban ni para decirme, como al resto de los vecinos de la calle, que estaba más grande, aunque fuera mentira. En el comedor estaba mi padre escuchando la radio. Yo paso todo el día con él porque trabajamos juntos y me habla entonces, cuando soy el chico de los recados, cuando estamos en casa y soy Mario, el hijo mediano, no existo. No repara siquiera en mi presencia. Paso por delante de él y no le tiemblan los ojos de forma involuntaria siguiéndome el rastro, no le turbo en absoluto, sigue escuchando las noticias como si no pasara nada. Me pregunto si siendo de verdad un perro me miraría, aunque fuera con desprecio, porque a papá no le gustan nada los chuchos, así les llama él. De mi hermana Raquel no suelo esperar nada, podría hacerlo si fuera un perrito de esos que le suplica a mis padres, entonces sí, pero vestido de hermano, nada. Se pasa el día vistiéndose con la ropa de mi hermana Alicia, con las mantas de cuando estaba enferma siempre a cuestas, de su habitación a la de Ali y de la de Ali a la suya. Así todo el día, intentando ser ella. Aquí todo está demasiado raro desde que se murió, andan como locos, y yo apenas he notado su ausencia. Mi madre llora a escondidas de mi padre, aunque no sé demasiado bien por qué, mi padre intenta hablar con Raquel para hacerle entender que no puede seguir así y Raquel se inventa enfermedades para llamar la atención. Yo una vez me alegré de que mi hermana mayor estuviera enferma, me pasé muchas noches rezando para que Dios se la llevara pronto. Estaba totalmente convencido de que, habiendo uno menos en casa, yo dejaría de pasar desapercibido, no les quedaría otra que verme y mirarme.

Cuando iba al colegio tampoco nadie me decía nada, pero eso fue poco tiempo porque pronto necesitaron que entrara otro sueldo a casa, y en el trabajo sólo me utilizan de loro, si no vieran al chico de los recados qué sería de este oficio, pero me miran de una forma que no es mirar, tampoco eso hace que yo me sienta parte de este mundo. Pero ahí está Lucía para recordarme siempre que existo, aunque sólo sea para ella. No fui el más listo de clase, ni el más tonto. No doy tantos problemas como Raquel ni he necesitado tantas atenciones como Ali. Tengo un carácter bastante regular, más bien aburrido, intento siempre acordarme de cuándo fue la última vez que me enfadé con alguien, pero nunca lo recuerdo, quizá nunca lo he hecho porque no tengo con quién. No soy el más gracioso de mis amigos ni tampoco el más callado, ése es David. No soy guapo, pero tampoco feo. Siempre estoy ahí, causando indiferencia por mi neutralidad, no destaco en nada, no soy el primero ni el último.

Y tenía una firme teoría sobre mi invisibilidad. Dudé de mi existencia hasta que Lucía fue mi vecina y mi vida cobró sentido. Se vino a vivir con su marido dos casas más para allá de la mía. Pero no la conocí por ser mi vecina, no. En el trabajo me mandaron un día a dejarle un recado a su marido, que es uno de los más ricos del pueblo, y entonces la conocí. Él no estaba y ella me invitó a pasar. Me dijo que se pasaba el día sola y que tenía ganas de hablar con alguien, que yo siempre le había parecido un chico muy especial y que aquélla era una buena excusa para poder conocernos. Yo me sorprendí muchísimo, hablaba como si ya se hubiera fijado antes en mí. No me he atrevido aún a preguntarle que cuándo fue cuando pensó que yo era especial, me daba miedo que se lo inventara sólo para ser amable. Me enteré aquel día de que se había casado con Fernando y de que no era feliz, que alguna vez le había pegado y que sabía que le era infiel, me preguntó que si le habíamos escuchado en casa llorar o gritar, pero le dije que no y era verdad, le expliqué que mi hermana había estado enferma mucho tiempo y que a lo mejor se mezclaron sus llantos con los de mi madre. Me dijo que lo sentía y yo no dije nada, era totalmente virgen en aquellos terrenos. Me sirvió una taza de té y fue muy simpática conmigo, más de lo que yo jamás hubiera soñado que alguien fuera. Me lo acabé escuchándola muy interesado en lo que me contaba, casi todo eran desgracias, yo apenas le había hecho preguntas, pero no me hacían falta, ella se movía por sus explicaciones con mucha soltura, quizá sí tenía ganas de hablar con alguien y yo era el más indicado para escuchar sin interrumpirle. Me dio las gracias muchas veces y me dijo que le había gustado mucho conocerme, que le gustaba que no la compadeciera ni sintiera lástima por ella, porque era fuerte y lo único que necesitaba era un amigo. Ésa fue la primera vez que me hizo aquel gesto de flor con la boca. Yo la había escuchado con mucha atención, sabía que su marido le pegaba y todas aquellas cosas, entendí que no era feliz, pero hasta muchos días después no supe por qué me pedía silencio. Cuando salí de su casa estaba tan aturdido que, al pasar por la mía, dos números pares más para allá, me metí dentro y no volví al trabajo.

Al día siguiente tuve que volver a casa de Lucía porque escuchándola se me había olvidado darle el recado. Ella interpretó aquello como algo muy íntimo, creyó que lo había hecho a propósito, y hablaba de ello constantemente como el más bonito detalle que nadie había tenido con ella, yo nunca le confesé lo que de verdad había pasado, jamás me atreví a decirle que, hasta que aquella tarde me habló, yo pensaba que era invisible y confundido como estuve, no me acordé de verdad de darle el recado. Me decía siempre que le gustaba mi silencio, que no era nada incómodo y que nunca le había pasado con nadie. Yo le dije que a mí tampoco me había pasado con nadie nada de lo que me pasaba con ella, se lo dije sin timidez porque no sabía que aquello era una declaración de amor, yo no sabía siquiera lo que era el amor, y ella se puso muy colorada. Entonces me hizo otra vez el gesto del secreto, pero lo acompañó de un shhhh entrecortado por la risa que se le escapaba. Yo me empecé a reír un poco también, no de lo que ella se reía, porque aún no lo tengo demasiado claro, sino de la cara que ponía cuando reía, parecía una niña pequeña.

Empecé a hacerle visitas poniendo siempre de excusa los recados. Me gustaba hacerle compañía y que ella me contara sus cosas, sentía que le hacían mucho bien nuestros momentos. Yo quería guardarle todos sus secretos, quería que me hiciera aquel gesto todos los días que me quedaran por vivir. Luci, que así me pidió que la llamara, me daba notitas donde me decía cosas preciosas. Me dijo que las guardara bien, que nadie debía verlas, y en ellas me hablaba de cuando le parecía un chico especial y aún no me conocía, lo que pasa es que la mayoría de veces me daba la sensación de que no hablaba de mí, y por miedo a que se diera cuenta no se lo dije. Encontró un pintalabios en la chaqueta de Fernando y se lo quedó, con el carmín me dejaba besos en las cartas que yo besaba todas las noches antes de irme a dormir, dibujaba corazones alrededor de nuestros nombres. Mario corazón Lucía. Lucía corazón Mario.

Una de esas tardes en que pasábamos ahogando las risas, normalmente porque ella pensaba que había dicho algo gracioso y yo me reía de su gesto de risa, paró en seco y me miró muy fijamente a los ojos. Me preguntó que si yo haría cualquier cosa por ella. Yo no dudé ni un segundo, le dije que sí, que cómo no iba a hacer cualquier cosa por ella si era lo único que yo quería de verdad en el mundo. Me preguntó, antes de que yo pudiera seguir, que si quería pasar el resto de mi vida con ella. Se me puso un nudo en la garganta, no entendía muy bien lo que quería decir con eso, ella estaba casada y comprendía que era un atrevimiento, pero asentí. Entonces me dio una notita, me dijo que si seguía pensando eso al salir de allí, la leyera, y me hizo el gesto de la flor. Al llegar a casa y abrirla, no vi corazones ni besos. Me pedía ayuda casi a la desesperada. Quería que le ayudara a matar a su marido y que escapáramos juntos, que no aguantaba más aquella situación.

Entonces supe que de verdad haría cualquier cosa por ella. Cualquier cosa.