Letras
8 horas

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—No se puede poner más caliente, no puedo apagar el aire acondicionado, afuera está insoportable y aquí dentro nos vamos a hacer que pase lo mismo, ¿no ves que estamos en pleno verano? La verdad es que no me di cuenta hasta... bueno, hasta que todo cambió, todos los efectos del verano, y se puso cada cosa con un peso del que no puedo contarte nada... Quizá no hayan inventado las palabras para ese tipo de sorpresas.

—¿Para eso me pediste el carro, imbécil?

—Nada de insultos. Lo del carro fue por pura amistad, es que uno no se da cuenta de que las cosas existen, hasta que las necesita... ¿Hoy es domingo o sábado?

—Domingo, lo sabés, ¿cómo no vas a saberlo?

—Qué sé yo por qué no iba a saberlo. Como en un libro de Dostoievski, en el que entra el diablo y le habla a alguien, que no recuerda la fecha... ¿O era uno de Tolstoi?, no sé, estoy perdiendo la memoria, tal vez sea el calor de afuera o el frío de aquí que no se quita. Bueno, pero te voy a contar cómo fue la cosa, cómo llegamos aquí... Gracias por el carro, de verdad que lo necesitaba...

Hubo un breve silencio. A los dos les pareció ridículo el espectáculo del aire acondicionado dentro de las ventanas del automóvil, el disco del sol alumbraba incansable en medio del cielo, haciendo arder la calle, los animales, los ánimos, pero dentro del carro todo estaba frío, quizá lóbrego, dejado al arbitrio del silencio de los dos, imposible de mantener.

—No, en serio, mirá, la cosa es que me desperté un día, creo que fue este martes que pasó. Martes si hoy es domingo y no sábado, para aclararte todo como te lo merecés. La cosa es que Estela estaba despierta, llevaba sus mismas ojeras de todo el tiempo, sus limpias admoniciones de todos los días, el mismo saludo entre dormida y despierta. Me vio, me sonrió y me mostró el cansancio del día que comenzaba, tan igual al resto, tan lento como todos los demás, antes y después... Y apenas era martes; ya para el jueves de nuevo me levantaba y estaba su misma cara, sus mismos ojos azules. Pero no es de ella de lo que se trata, aunque tal vez ella haga todo más llevadero y entonces soy injusto y la meto en toda esta cosa de la costumbre, en esto de las mismas comidas, el mismo par de zapatos, el pantalón y la camisa que se repiten en ciclos... No sé, ese martes me di cuenta de todo, de golpe, mientras Estela bostezaba, mientras llenaba la cocina de su aliento amargo de la mañana. Abrí la ventana que está a la par de la puerta de la entrada, aquella decorada con los vidrios que dejan que el mismo árbol luzca el movimiento del aire en las ramas que no dejan de moverse... ¿Estoy hablando de algo que no sepás? La cosa no es el árbol ni la puerta, sino la sensación de que nada ha mudado entre los días que pasan. Abrí la ventana y la misma sombra. Luego la puerta y la misma voz de aquel señor del que te conté, aquel asistente del ministro, que siempre saluda con el mismo respeto, la misma deferencia. El hombre levantó ese martes la misma mano derecha, como si no fuera suya, como si hubiera tenido que levantarla para mantener la rotación del mundo o algo así... De pronto uno se da cuenta de las cosas y no hay vuelta atrás, todo parece estúpido, repetitivo, los mismos buenos días, las mismas caricias en la misma parte de la cara, el mismo frío del agua cuando me estaba bañando, el mismo jabón y las mismas canciones en la radio... Que conste que no me quejo, sólo argumento, aunque a ti te dé lo mismo. Y no sé por qué precisamente ese día, un lunes o martes, pero fue de pronto, como un balazo en la columna vertebral, fueron los mismos botones de la camisa, la misma animal costumbre de lavarme los dientes y enjuagarme la boca con aquel brebaje asqueroso que la mamá de Estela le compró... No, si no tengo que explicarte todo tanto, ya sé que me entendés, aunque no te des cuenta en profundidad y no sepás por qué te cuento todas estas cosas tan fútiles, tan insustanciales... A lo que voy es a esto: salí por la misma calle, aplastando con la misma fuerza las mismas piedras que sentí con la calcada incomodidad en las plantas de los pies, ¿entendés? Imaginate lo que fue sentir el mismo dolor por una piedra llena de picos, de aristas que eran la copia de otras miles de piedrecitas de otros miles de días, y no te he contado lo del andén, el que se usaba antes cuando el tren aún andaba por ahí haciendo bulla, vi a las tres mismas personas, saludándome a la distancia de la misma manera, con la misma expresión en las caras... Y después me decís que por qué digo que no quiero ser un animal, a pesar de que sé que lo soy, que estoy condenado a la mentira de esta mugrosa costumbre. No, si no estoy exagerando, inclusive escuché el mismo grito de una mujer que siempre llama a su hijo a la misma hora, a las 6 y 55 de la mañana... ¿Te imaginás lo que es darse cuenta de una cosa así, de una hora que no cambia, que nos tiene atrapados en un fango que no cesa? Bueno, sí, demasiada cursilería, pero no me vas a negar que es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, como dicen los jueces.

—¿Le podemos bajar el frío a esta cosa?

—¿Estás loco? Le bajamos el frío y nos lleva puta. Con el calor que hace afuera.

El silencio se instaló de nuevo; la pesantez de la falsa atmósfera del carro era inamovible, mientras avanzaban hacia lugares de los que no tenían más señas que las horas y la gasolina que les quedaba. El hombre no pudo contener las palabras.

—Pero es que no me has entendido, a lo que me refiero no es ni a Estela, ni al viejo andén, en el que ahora vive gente muy pobre, ni a la sombra de los árboles. De lo que me di cuenta el martes (si es que era martes) es de las ocho horas, desde que llego al trabajo hasta que salgo. Todos quizá nos hemos preguntado lo mismo: ¿por qué aguantar el horario aplastante que enceguece, aparte de por la plata? Sí, sí, hay que comer y punto, pero uno come tranquilo hasta que entra por la misma puerta y recibe el mismo apretón de manos del mismo hombre, en la entrada. No sé, de pronto lo vi directamente a los ojos y me clavaba la misma risita de cretino decente, la misma mirada de hartazgo porque yo creo que él está ahí desde las tres o cuatro de la mañana. Las mismas manchas en los dientes, los mismos labios partidos por el calor, por la pobreza que se le nota hasta en cómo saluda. Pero sobre todo las manchas en forma de mapa, pardas, negras en los dientes del medio, cuando sonríe sin quererlo... No me importa hablarte de él, sino de “eso”, así, entre comillas, de las ocho horas iguales, las de todos los días. Es que el martes estaba como con un radar que siempre había tenido apagado, si me entiendes... ¿Puedo fumar?

—No, nos ahogamos con este frío del diablo y con ese humo de mierda.

—No era en serio.

Se callaron por algunos minutos de eternidad, sintiendo un asco que venía del frío o de la pesadez o del sol de afuera, que para ellos estaba extinto. Preguntó que cuánto faltaba y el otro respondió que no sabía, que tenían que esperar que se hiciera de noche, que estuvieran cerca de aquella zona que ninguno de los dos tenía idea de cuál podía ser, la de grandes árboles a la orilla de la carretera. El sol dejaba el cenit, el calor incólume que enfermaba, la plenitud del verano. Alguno de los dos sintió un sudor frío en la espalda, como cuando se tiene miedo.

—Ah, sí, te estaba hablando del hombre, pero él es apenas la primera parte del recorrido, antes de darme cuenta de que doña Clara llenaba el aparato de hacer café con las mismas manos, con la misma ponderación de las cucharaditas que se le iban así, así... Todo fue lo mismo, sus ojos verdes, sus mismas arrugas, el mismo sabor del café antes de ponernos a trabajar en serio. No, te digo otra vez que no me quejo, es más, no me importa que todo sea lo mismo en todos lados, pero no me creo el cuento ese de que seamos unos animales, porque Aristóteles tendría razón, y estaríamos condenados a la misma mierda cotidiana. No quiero ser un maldito animal de costumbres. ¿Te acordás de su Política, de aquella cosa rara del hombre como un animal político? No se equivocaba quizás; somos animales de carga, animales lúdicos, animales de sexo como las verdaderas bestias, y animales de la costumbre, aunque no puedo creer que lo seamos —la peroración carecía de orden, de sentido, a menos que se tratase del zigzagueante discurso de un demente; su rostro al hablar era de completa impasibilidad.

—No pongás esa cara, porque sabes de lo que te hablo. Ahora no sólo hay que aguantarse el mismo cielo y el mismo sol, los mismos árboles, lo mismo de todo, sino que además hay que acostumbrarse a las mismas letras, los mismos saludos, la misma máquina de escribir. El mismo tictac del reloj, incluso. Bueno, qué voy a saber yo de filosofías, a mí lo que me importa es lo que vi en esas ocho malditas horas que se me hicieron elásticas, eternas. Carta para el señor López, encabezado para el asistente del alcalde, las mismas teclas en la misma máquina de escribir vieja, más vieja que tú y yo, el mismo dedo que se me queda pegado entre esas teclas, el mismo dolor... Como a las diez de la mañana traté de adivinar, no, más bien tuve la vana esperanza de que todo iba a ser diferente. Apunté en un papel: tres sobres siempre —ahora serán cuatro. O algo así. Redactaba los mismos mensajes con los mismos saludos de respeto para tal o cual persona, y las cartas fueron llegando, las del jefe. Una, dos, tres, y... eso fue todo, en la tarde estaban las mismas tres, a nadie se le ocurrió mandarme nada más, quebrar eso de lo que te hablo, las cotidianidad, las mismas cosas de todos los días. Ocho horas largas, malgastadas, transparentes y huidizas. Y no sé por qué me di cuenta hasta ese martes, no sé por qué vi claramente la hora de salida, el mismo vaho de la ciudad, los pasos de siempre, repetidos hasta el cansancio. Pero lo peor no era eso, sino los minutos de descanso, cuando me puse a escribir cosas, fragmentos para aquella novela que creo que nunca voy a terminar. Así se da uno cuenta de que Kafka ni era escritor ni era fantástico, sino un simple periodista, un adelantado en hablar del sinsentido de la costumbre, de las cartas que me toca escribir anestesiado por los años que llevo allí... Escribí las mismas frases, los mismos personajes que dicen sus líneas una y otra vez, sin que se me ocurriera nada, como autómatas sin nada nuevo que agregar, como en aquella película de Kubrick, aquella del escritor inepto que escribe la misma frase todos los días para no matarse o matar a todos... Pero si pudiera ser escritor a tiempo completo, sería lo mismo, te lo apuesto, sería levantarme y ver la cara de Estela, ver la misma blancura de su bata, su mismo cabello rojo que le baja de la misma forma por los hombros, el café siempre igual y la mesa de trabajo y el mismo aburrimiento. Todo es por el aburrimiento. La madre de todas las desgracias, como dicen.

Como el otro no dijo nada, se justificó.

—No, no me estoy justificando con lo del aburrimiento, sólo te lo digo así a secas...

Uno que otro carro pasaba al lado, casi todos conducidos con la velocidad que permitía una carretera recta, sombría, muy alejada de la ciudad, de la que salieron por la mañana.

—¿Cómo se llamaba la película esa, la del loco que escribe mil páginas con la misma frase?

—El resplandor.

—Ah, sí, El resplandor...

Sonrió sin querer, aunque no lo ameritase en lo más mínimo, como un reflejo al ver el resplandor extinto de afuera del auto. Pensaba las cosas que había visto ese martes, sin decirlas en voz alta, o diciendo sólo la mitad de ellas.

—Creo que ya me entendiste. En la tarde le di la mano al jefe, que me hizo la broma de todos los días, y vi todo claro, como magnificado, como lento y sin sentido. No quiero ser un animal de costumbres, eso por nada del mundo.

Le pidió al otro que detuviera el automóvil. Estaba oscuro, quizá tan frío afuera como adentro, en la pesadilla álgida de un aire como de morgue.

—¿Ya llegamos?

—...Creo que todavía no, aquí no se puede, no son las seis de la tarde. Seguí, falta una media hora.

El otro no respondió, solamente tomó el volante con más fuerza, presintiendo el alivio que sería la noche cuando todo hubiese terminado. Él, mientras tanto, habló del martes, de Clara, aquella mujer joven y bonita que tenía poco de trabajar en la oficina, pero que ya era el trasunto de todas las Claras, de todos los días. Habló de los adioses, del camino de regreso a casa, de las sombras, del mismo café y el mismo cigarro de la noche; en fin, esgrimió todos sus argumentos lo mejor que pudo, alargando las cosas innecesariamente.

—Ahora, no te imaginés que yo no estoy nervioso, porque lo estoy, y mucho. Nunca creí que pudiera llegar a tanto. Es que no quiero ni voy a ser el animal de la costumbre del que te hablé, no voy a transigir en el patetismo de todos los días... Seguí, seguí, falta poco —un silencio duro se irguió por unos diez minutos.

—Otro, en mi lugar, podría llevar un cuerpo por días enteros, descomponiéndose con el calor, con moscas, abotagado y sucio. Nada pasaría. Después de todo, no soy un profesional ni quiero serlo; fue un mero impulso, junto al andén, en la noche, de regreso, con la casualidad de que viviera allí. Vi como un pedazo de hierro colado, un bastón sólido, tirado en la oscuridad. Le adiviné la cara, pero era muy tarde, demasiado, diría yo... Aquí, aquí, a la derecha —nadie habló, ninguna luz de ningún carro alumbró la pequeña vía alterna. El auto se detuvo sin hacer ruido alguno.

—¿No me vas a ayudar a tirarlo?

El otro se negó, entonces él levantó el cuerpo como pudo. Intuyó la cara de todos los días, las manchas en forma de mapa en los dientes. Supo que no dejaría de ser el animal que detestaba. Seguía la otra costumbre, la del asesino que se que se siente eternamente perseguido.