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Morirse de a poco y sin testigos o volver...

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Las decisiones se toman así, con insomnio en el alma y sangre en las uñas, de tanto morderlas. Me voy. No quiero mirar hacia atrás pero sé que en cualquier momento mi cabeza se dará vuelta para llorar una última lágrima. Ya está. No funcionó. Y de más estaría decir que existieron muchos intentos. Fallidos. Fallé. O la vida aquella que planeé fue simplemente una utopía destinada al fracaso desde su primer respiro.

Las memorias lastiman, arañan, se burlan de todo esfuerzo por cremarlas y reducirlas a polvo o astillas. Tal vez alguna persista como astilla, sin embargo.

Quise hacerle frente al desarraigo, lo subestimé y lo pateé al costado del camino pensando que podría desterrarlo de cada uno de mis proyectos. Me convencí de que podría reducirlo a una simple variable insignificante en el experimento de llevar adelante mi vida en otro escenario y con otros personajes. Estudié las chances de transformar la experiencia total en un eslabón más de la interminable cadena de mi crecimiento y de mi orgullo, y acepté con firmeza que así sería. Sería obligatorio crecer desde las emociones nacidas en la distancia y el destierro. Por haber sido voluntarias, simplemente por eso.

Uno se obliga. Uno se miente. Uno se pierde tratando de adaptarse a un ambiente que no es el de uno, tratando de demostrar que uno es lo que es. Uno cree que aquí o allá todos podemos llegar a ser potencialmente los mejores. Pero uno a veces se cae sin tocar el piso y el golpe no se cura como se curaría en el país de uno. Uno se lamenta de lo cotidiano y lejano pero mastica sin poder tragar lo fabuloso y ajeno.

No me malentiendan, no hablo con sarcasmo ni con resentimiento. Hablo desde el dolor, desde ese tipo de dolor que regala sabiduría.

Es haber vivido y aprendido, es no querer volverlo a hacer. Es haber ganado en fuerza y en inteligencia, pero es haber perdido en ser amado y en creer. Es haber violado a mi propia ilusión, y haber empujado a una excruciante agonía a mi capacidad de espera.

Si alguien aún no entiende de qué estoy hablando, les confirmo mi herida: la distancia. De ella hablo. En todo su sentido, profundidad y malos usos. De alejarse de un suelo que pica y arde pero que da una base para encaminar los pasos. De alejarse de aquellos abrazos que crean calor en medio de una tormenta de nieve o en una noche de abandono de las más viejas ilusiones. De la amistad que sufre al no ser vista, olida y tocada. De los amores que sufren cuando la distancia los obliga a hacerse únicos y cercanos. Hablo de dejar lo que uno olió como leche materna. De alejarse de la comida hecha en casa para quienes hacen de esa casa mi casa, y de los padres aún vivos, de las calles caminadas eternamente y de la lluvia que moja el alma pero también la refresca. Hablo de la distancia como daga que acorrala los sentidos. De la imposibilidad del olvido.

No vale la pena. Lo repito: no vale la pena. Irse no deja de ser un querer volver que no acaba. Un extrañar que no se calma. Y quien logra adaptarse a ese dejarse ir, es porque creó alguna otra —y mayor distancia consigo mismo. O porque nunca ha podido abrirse y entregarse plenamente a su propio mundo.

No es el insomnio el que habla, ni la distancia que en poco se acorta. Tampoco es el aprendizaje que podría haber ganado en todos estos años de explorarme a mí mismo desde este físico y personal desarraigo. Es el haber fallado mientras mi corazón me dice lo contrario. Es sentirme feliz de haber fallado. Es sentirme y es ser distinto pese a todas las diferencias contempladas. Es querer volver a sentirme niño, virgen e ilusionado. Quizás fue tan sólo un mal paso, quizás estos veinte años de estar lejos han sido sólo un gran y errado paso. Quizás ni siquiera han pasado esos veinte años y mis arrugas son sólo una nueva ilusión pujando por desfigurar mi rostro. Cuando río es cuando tengo más arrugas. Pero mi sonrisa se ha vuelto tan disonante como la oración que alude a ella.

Me voy. Me voy por fin, y esta vez irme no es irme sino volver. Volver a los abrazos, a las manos que se tocan cuando hablan, a los errores comunes, a las calles que ya nadie transita por la noche, y a las caras arrugadas por naturaleza. Vuelvo a mi suelo, mi cielo, a mis voces, a mi infancia reflejada en los ojos de mi madre; a mi infierno, al de todos los que conozco y me han conocido. Pero vuelvo. No soy eterno, lo sé, y quizás ni siquiera resista el viaje. Pero vuelvo. Y ya eso me hace sentir el hombre más feliz, el más sabio. Yo mismo. Ahí vuelvo. Y sé que me esperan con los libros abiertos. Ya está. Fue un largo viaje, casi no lo logro, lo sé, pero finalmente creo que he ganado lo aprendido.

Créanme, es verdad, y no sólo yo lo digo, adaptarse a no ser uno, es morirse de a poco y sin testigos. Volver, volver es el camino.