Letras
De las hojas que regresan al árbol

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Otro cielo no esperes, ni otro infierno.
Jorge Luis Borges

“Dijo una hoja de hierba: Oh, estas hojas de otoño hacen tanto ruido al caer, que espantan todos mis sueños de invierno”.

Ha dejado de llover, es la hora de la semilla y del hombre, es el tiempo.

La brisa agazapada bajo la mesa sube por tus pies y hace que mires afuera, te hace buscar señales. Olor de pintura fresca, el sol en la mitad del cielo y ese algo en la boca del estomago, una certeza que luego se trueca en ansiedad.

Las piernas se mueven por instinto, te llevan hacia un lugar convenido. Tu cabeza está en blanco, los oídos inertes, caminas y es imposible percibir la superficie bajo tus pies. —¿Qué me sucede? —te preguntas.

La plaza está desierta, ha pasado la hora del almuerzo por lo que el pueblo duerme. Tu cuerpo cede, aflojas lentamente y caminas sin prisa hacia la banca más alejada. Además de ti, están en la plaza el vendedor de raspao, el lotero, y dos gamines que duermen en las bancas adyacentes a la tuya, te sientas y extiendes los brazos sobre el escaño de nogal. Para ese entonces la ansiedad ya no existe, estás preparado, lo has estado durante mucho tiempo, sólo que reprimías las sensaciones tratando de acomodarte a tu vida y a tu cuerpo; Era lo más sencillo, tratabas de no poner atención a las señales, a los recuerdos que de pronto aparecían, y a ese sabor extraño, recurrente, al aparecer en tu cabeza la imagen de esa mujer.

Y ahora cuando todo tu cuerpo grita que es el momento, cuando alguien dentro de ti habla y la lluvia acaba, simplemente decides escuchar. Decides hacerte a un lado y guardar silencio. Lentamente, como si estuvieras bajo el influjo de algún narcótico, cierras los ojos y aguardas.

El sol golpea de frente por lo que parece que estoy en un cuarto rojo, mis párpados tiemblan, escucho al lotero anunciar el número ganador y cómo los gamines de la banca de al lado planean robar mis zapatos. Trato de no pensar en ello, de improviso sucede algo, mis ojos se abren pero miran diferente, observan un paisaje extraño, ya no estoy en la banca, ni siquiera estoy en el pueblo, bueno, sí estoy, al menos aún puedo sentir el trasero pegado a la banca y mis ojos aún los siento cerrados, sin embargo miran y camino en otro lugar, es como un recuerdo, un recuerdo muy lejano.

No estoy seguro del año pero reconozco las modas. El idioma es extraño y mi piel no es la misma. La calle esta húmeda, me detengo frente a una vitrina y observo la figura reflejada en el vidrio. Frac y reloj de leontina, la gabardina es algo grande pero me va bien. Cielos, soy todo un señor, 1,70, caucásico, y algunos setenta kilos, tal parece que he comido bien.

Sin oponer mucha resistencia me dejo llevar por mis pies, ellos caminan, yo no, yo estoy sentado en la banca del parque y escucho dormir al pueblo. Sin embargo camino por las calles de una gran ciudad, una ciudad de luces blancas y enormes edificios; tropiezan conmigo damas elegantes y hombres de sombrero. Hay una llovizna pertinaz que sólo se advierte por las luces de los autos, autos grandes, largos y oscuros, con sonidos de cláxones secos y breves; algunas de las personas que caminan por la calle me hacen gestos y sonríen, otras tocan mi hombro, me siento bien, a gusto, sin embargo mis pies, los pies que me guían, deciden entrar en un gran local iluminado por luces rojas y amarillas, la puerta de vaivén que da acceso al lugar se abre sin mucho ruido, me detengo ante el umbral y doy vuelta sobre mis pasos, hay en la entrada una estatua de madera, es la figura de un indio apache de apacible sonrisa, la figura se me hace tan familiar, la observo con nostalgia.

El lugar está lleno, mis oídos escuchan Mister Goodman y mi rostro sonríe al escuchar el nombre, el camarero me hace un lugar en la barra, y el barman al verme me alarga un vaso de whisky.

—¡Creo que esta noche soy una enorme cucaracha, señor Goodman! —le oí decir al barman, mientras encendía el cigarrillo que de improviso mis manos han sacado del bolsillo del frac. El idioma es extraño pero mis oídos lo entienden, yo lo entiendo, aunque siga sentado en la banca del parque y mis labios jamás hallan oprimido el trasero de un cigarrillo.

Mister Goodman, o sea yo, o no sé quién, examina el lugar de arriba abajo como buscando a alguien. Sí, espera a alguien, pues en su mente sólo habita una imagen y en su pecho la angustia reina, puedo sentirlo, soy él.

En las mesas los hombres juegan naipes, en el piano un negro enorme toca alegres melodías, el humo de los cigarrillos forma nubes en el techo, Goodman espera, yo también, y sus ojos impacientes buscan la puerta oscilante que parece detenida en el tiempo.

El barman sirve otro igual, la puerta de vaivén se abre y con ella entran los murmullos. Casi inaudibles pero es el sonido de voces diversas, todas dicen lo mismo: “el enano, el enano”.

La brisa que se percibe en la banca aún guarda el olor de la lluvia, estoy a oscuras, el enano, tantas veces he creído escuchar esas palabras, estoy cayendo, lentamente.

Y ahí estaban, Thomas Hess y su esposa Laura, el contraste entre los dos era evidente, la mujer lucía enorme a su lado, a pesar de que él llevaba zapatos de plataforma y sombrero de copa alta. Un grupo de cuatro hombres rodea a la pareja, Goodman bebe de un sorbo el whisky, el pianista suspende la canción, las manos del póker aguardan intactas sobre la mesa.

Los hombres de Hess se dispersan alrededor.

—Se acabo la fiesta, muchachos, todo el mundo a su casa.

Hay jaleo en las mesas del póker, el dinero está en el suelo y los jugadores molidos a palos, el enano se dirige sin prisa hacia la barra. El impecable traje de corte italiano lucía ridículo en su persona, el diamante en el meñique relucía a cada paso.

—James Goodman, de haber sabido que ibas a estar aquí, habría traído mi propio coñac —dice, al detenerse junto al único hombre dentro del bar.

—El whisky no está nada mal, Tom.

—Ya lo sé, mis muchachos lo traen sin falta de Canadá, exclusivamente para personas como tú. Dime, Jim, ¿conoces a Laura, mi esposa?

—No he tenido el gusto, ni siquiera sabía que fueras casado.

La carcajada retumba en el lugar, el enano pide champaña a sus hombres, enciende un puro y hace un gesto a su esposa para que se acerque, la mujer ha permanecido de pie, inmóvil junto al piano desde su llegada.

—Sabes, Jimmy, esta es la persona por la cual he pensado muchas veces en dejarlo todo, por ella, hasta llegaría a convertirme en alguien como tú.

Laura no podía mirarme, había en sus labios una sonrisa ridícula, como una máscara; era como si no la hubiera visto durante mucho tiempo, todo había sido calculado, cada detalle, sin embargo él lo sabía todo.

—Oh, Jimmy, Jimmy, aún recuerdo cuando llegaste a este lugar, con tus pantalones gastados y el cabello sobre los hombros, parecías un muerto, le hablabas a todo el mundo de los insectos y de la posibilidad de reencarnar en uno de ellos, me divertía con tus historias e incluso a veces llegué a creer en ellas, sin embargo, jamás imaginé que fueras tan estúpido como para mirar tan alto.

Los hombres del enano rodean la barra, uno de ellos toma a Laura del brazo y la lleva consigo a otra habitación, aún recuerdo sus ojos, fue esa la imagen que se vino conmigo, la imagen recurrente, acompañada de ese sabor fuerte y fragante que aparecía de improviso en mi boca cada vez que acababa de llover. Thomas esperaba una respuesta.

—Qué puedo decirte, Tom, siempre fui un gran alpinista, he subido mis cumbres, sin embargo en este caso es imposible para mí mirar hacia arriba, ya que siempre he estado ahí.

—Basta de estupideces, no eres más que un charlatán, termina tu whisky, James, te aseguro que es el último.

La imagen restante es la estatua de madera, el indio sonriente observándome bajo la lluvia, mi cuerpo yace a escasos metros de su pedestal, puedo notar cada error en la talla, las vetas de la madera y la pintura escurriéndose al caer la lluvia.

No hay dolor, no hay miedo, estoy tirado sangrante sobre el pavimento cuando llega de improviso esa certeza, la lluvia acaba, mis ojos caen y me veo de repente en la banca. Envuelto en el pregón insoportable del vendedor de raspao y el lotero, con unas ansias raras por tomarme un whisky, y la sensación tan conocida de permanecer en un cuerpo equivocado.