Letras
Dos relatos

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Por un lunar

Mi compadre Eustoquio y yo vimos pasar muy apurada a Doña Eufrasia con la enorme camándula de paraparas en la mano. Usaba ese rosario negro, con cruz de madera blanca para ánimas y novenarios. Y en efecto, al rato pasó rezando detrás de un difunto que llevaban enchinchorrado y con la cobija encima, dos peones a pie. Nos persignamos y preguntamos de qué había muerto. Respondió uno de los peones que de tabardillo, por llevar mucho sol en las sabanas de Apure; el otro rezongó bajito que por un lunar.

Mi compadre comentó en voz alta que si sería como el de cielito lindo junto a la boca, y el peón respondió entre dientes que los lunares como las sombras atraen la muerte.

Se enteró mi compadre que venían arreando un ganado para venderlo en una finca en la frontera colombiana, cuando un maute que llamaban Nubarrón salió de la vacada, embistió una mata oscura y se perdió en la sabana. El ahora difunto salió a buscar al maute cuando todavía no clareaba, agarró sereno y después se asoleó todo el día. No hay sombra entre esos chirivitales. El hombre se empecinó en traer el maute, que era buen torete fino, pero no lo halló. Sin comer siquiera siguió buscando entre las matas, iba y venía en pleno sol. El maute no aparecía. Los peones le gritaban que lo dejara, uno de ellos salió a caballo a buscarlo, pero el hombre no cejaba en su empeño, hasta que se apareció boqueando a las seis de la tarde en el rucio que babeaba sangre.

Nubarrón apareció después, reventado entre las alambradas de la quesera. Dicen que pataleaba y se le veían los ojos bizcos, como señalando la mancha negra entre los tucungos de cachos que le principiaban.

Nos quedamos en la puerta mirándolos pasar. Todos los peones y sus mujeres iban detrás del muerto. Al final venía un manganzón esmirriado y tristón en un caballo viejo, Eustoquio le preguntó si era pariente del difunto y el muchacho respondió:

—No señor, soy peón nuevo, es mi primer viaje de ganado. Yo venía cerca del maute que se malogró, era ya nochecita, pero había luna llena y pude verlo cuando barajustó —hizo una pausa, se echó el sombrero hacia atrás, se rascó la cabeza y entonces le vi el lunar redondo y negro entre las cejas, cuando preguntó volteando hacia mí sus ojos aguarapados y confundidos:—. ¿Qué lo espantaría?

 

Como un clavel

No señor, no sé. Doña Erlinda dijo que allá arriba en La Mesa sembraban flores y necesitaban un muchacho para trabajar. Me gustaban la geografía y la literatura, pero la escuela estaba cerrada, el maestro enfermo en Barinas y hacían falta los cobres.

Mi padrino dijo que letras y flores se parecen y me dio su bendición. No señor, botánica no estudiamos. Sí señor le conté a mi mamá. Ella pareció alegrarse, aunque de cuando en cuando suspiraba como con dolor. De madrugada me despertó, me dio un pocillo de café y me explicó cómo conseguir el díctamo en el páramo. ¿Yo qué iba a saber?

Sí señor, de mañanita, llegué a La Mesa y la niebla no se había levantado.

La hierba estaba húmeda cuando la neblina comenzó a desmigajarse como algodón de azúcar. Pude ver entre las piedras las gotas de agua iluminadas, entonces supe que era el díctamo real, recogí bastante y lo envolví en este pañito. Sí señor, como no, aquí lo tiene. ¿Después? Al clarear divisé hileras de colores, sí, señor, claveles eran.

Sí, ahí estaba el patrón. Agachado estaba esculcando las flores como si las despiojara. Pues sí, claveles eran. No sé si me reconocerá señor, porque ni me miró cuando le dije que venía a trabajar.

Dijo que por un tiempo, mientras aprendía el oficio no habría paga. No, señor, no sabría decirle cuánto tiempo sería, pues unos aprenden rápido y otros no tanto, ¿no?

Para decirle la verdad, señor, no supe si quedarme o regresar. El peón que apilaba los claveles como que me entendió en la duda y me explicó que las flores se cortan por la mañana y en la tarde brotan otras nuevas. Me quedé a ver si era verdad.

No, señor, ahí no. Trabajé con otros tres peones sacando piedras y emparejando el terreno que está del otro lado. Sí señor, ahí mismo dormíamos arrinconados todos juntos en el rancho de bahareque. ¿Amapola? ¿Roja? No sé, señor. Nunca la he visto. Más allá del pedregal hay un sembradío de lino, pero las flores son azules. Sí, señor, azulitas son.

No señor, no me pagaron porque no he aprendido todavía, pero me dieron libre el domingo y por la mañana bajé la montaña con el díctamo real, una cuajada que me regaló la señora del patrón, y una bolsa de semillas de linaza.

No, ningún problema, señor. Pasamos el día contentos: mi mamá estuvo tomando ese calentado de díctamo con alhucema y aguardiente todo el día. No señor, nada especial, cuentos de cuando era niña. En la noche tomó agua de linaza. Que por un empacho, señor.

A media noche me despertaron unos quejidos roncos, todavía medio dormido me asomé a su cuarto. Estaba agachada y algo se escurría entre sus piernas. No pude ver. Estaba oscuro.

Sí dijo algo: No te quedes ahí parado, me dijo, andá a llamar a tu padrino. Fui corriendo, llegamos y él prendió la luz. Ella estaba en la cama, quieta y con los ojos abiertos. Entre sus piernas, pataleando y chispeado de sangre como un clavel, estaba el niño.