Artículos y reportajes
El otro destino sudamericano

Jorge Luis Borges. Fotografía: Horacio Villalobos (1973)

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Muchas veces, durante su larga vida, Jorge Luis Borges lamentó no haber sido digno del coraje físico, del arrojo, de la osadía ante la muerte; en suma, de lo que él llamaba la herencia militar de sus mayores. Se dedicó, pues, al edificio cuidadoso de una mitología en la que a falta de batallas y de sones marciales, en combates singulares y mudos, sinuosos cuchilleros recreaban la esencia del valor guerrero, que es afrontar con estoicismo —tal vez una de las máscaras del miedo—, la última tribulación.

Como buen literato, fue testigo y protagonista de esos hechos. Reservó para sí el personaje de Juan Dahlmann en “El sur”, al que consideraba su mejor cuento, y no disimulaba su preferencia por el “Poema conjetural”:

Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.

(...)

Yo que anhelé ser otro, (...)
(...) Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.

(...)

(...) Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.

(1943)

Este magnífico poema, escrito en un año decisivo de la historia nacional, nos habla de la desilusión de un hombre de “sentencias, de libros, de dictámenes”, por cierto distante de nosotros, y que no sospecha de su inminente arribo a la cruda realidad del invocado “destino sudamericano”. Un destino que, como casi siempre pasa, resultaría diverso del imaginado.

En 1946 Borges pierde un humilde empleo en la biblioteca pública de Almagro, circunstancia atribuible a su declarada posición antiperonista y a la obsecuencia torpe de algún funcionario del nuevo gobierno. Humillado, herido en su vanidad, desesperado tal vez por hallarse inopinadamente ante la perspectiva de la miseria, el gran escritor responde al agravio con la incomprensión y el odio. Ya no habrá retorno para él, como no lo habrá para tantos argentinos que no supieron ver lo bueno detrás de la retórica de los inevitables alcahuetes, y de la soberbia del presidente, a la que lo empujaron con su oposición cerril y su intransigencia.

Es entonces cuando Victoria Ocampo le inventa y le descubre una profesión impensada de todos, ya que la timidez de Borges era proverbial. Y lo incita con ese modo tan suyo, en el que se confundían sugerir y mandar, a ejercer el oficio de conferencista. La aguda percepción de su amiga le dio a Borges de qué vivir en la zozobra y lo lanzó por todos los caminos del país en pos de relevantes o ignotos destinos, a los que llegaba trayendo consigo la magia de las noches arábigas, el deslumbramiento mágico de la cábala, la sorprendente y oculta verosimilitud de la literatura fantástica, su amor confeso por la literatura gauchesca. En esos años trajinados lo acompañaron, entre otros, sus grandes amigos y colaboradores Ulyses Petit de Murat, María Esther Vázquez y Roberto Alifano; y también, mientras estuvo casado con ella, Elsa Astete Millán.

 

Nada de clarinadas, ni de cargas gloriosas de caballería. Entorchados y ambiciosos despachos de grado militar, ni por pienso. Tan sólo un hombre ganándose la vida como sabe y puede, resignado a no ser oído más que por los pocos que acuden a bibliotecas, ateneos y clubes sociales atraídos por el lustre de su nombre. Mientras tanto, como todo el país de aquellos años, se encona en su odio de facción, y como todos los hombres de bien de aquel tiempo, con algo de razón y mucho de intolerancia. Sin distinguirse de sus adversarios, dando pábulo de manera inconsciente e irresponsable a la prédica de los profetas de la insensatez.

Resignación a no ser oído y pronta disposición para no oír. Encarnación de sociedades jóvenes e inmaduras en la que se cree ser lo mejor de ella y también el depositario de la verdad. Pasto de verdaderas tiranías y de asesinos. He allí el destino sudamericano de Jorge Luis Borges, en el que, como amasijo de nuestras mejores virtudes y peores defectos, podemos mirarnos casi todos los argentinos de la segunda mitad del siglo XX. Y digo casi todos porque hubo y hay otros que en el espejo de la perplejidad no vislumbrarían la compleja condición del hombre, sino la inequívoca simpleza de su infamia.

Debo confesar que me resultan ajenos los asuntos de prosapias y linajes, pero sé leer y escuchar a los hombres sabios. El recientemente finado poeta Norberto Silvetti Paz contestaba a mi observación de que habíamos sido un pueblo violento, con la afirmación tajante de que lo seguíamos siendo, y que se nos notaba en el decir y el obrar. El eminente historiador Claudio Sánchez Albornoz, que pagó con el exilio argentino su filiación republicana, no sabía hallar otra explicación a la guerra fratricida de España que el áspero talante ibérico —del que somos herederos.

Tal vez algo de eso haya, porque, como decía discretamente don Quijote cuando se empecinaba en su locura, y tal vez a sabiendas de que le seguían la corriente de sus dislates, todo pudiera ser.

 

Zárate, mi pueblo, fue visitado por Borges en 1965 y en 1968. Nos informa su biógrafo Alejandro Vaccaro que por entonces no tenía una situación económica espléndida, pero sí desahogada, de modo que las conferencias no arrimaban mucho dinero a sus crecientes ingresos de autor, director de la Biblioteca Nacional (otra “decisión” de Victoria) y profesor universitario. En su primer viaje documentado habló en el Club Argentino de literatura fantástica: resulta encantador verlo en las viejas fotografías distendido, feliz de compartir con los oyentes su mundo de libros. Respetuosamente lo escucha un apretado auditorio de señoras emperifolladas, chicos de secundaria y señores satisfechos por el éxito del acto cultural. Son los hombres prominentes de la sociedad local —comerciantes, profesionales, encumbrados empleados públicos— que así “justifican” a los ojos del pueblo la razón de ser de su entidad, a la que se va a comer, beber y a jugar a la baraja, cumpliendo el rito entrañable y ya casi perdido del viejo casino español.

De su visita al Círculo Popular de Cultura, tres años más tarde, no guardamos fotos pero sí un sorprendente testimonio autógrafo que da idea del inmediato acceso del hombre común de esos años al fuero íntimo de Borges. Como corolario de la charla, estampó en el libro de firmas de la institución un lacónico “Tradición es cultura”, claro encomio de la transmisión (eso significa tradens, raíz latina de la palabra) sin la cual no hay cultura posible. Luego, su firma, y aclarándola juguetonamente, o con melancolía, escribió “Prof. Jorge Borges - 15/9/1968”, confundiéndose con su padre al descubrir una profesión, y una grafía de su nombre, que remiten más a aquél antes que a sí mismo. A él, que en El hacedor (1960) había declarado con tiernas palabras el dolor por la gran ausencia:

(...)

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

(“La lluvia”)

A la distancia, nos conmueve el candor con el que los diarios locales anuncian o comentan sus conferencias. Resulta para ellos un escritor prestigioso, sí, pero al que no cabe destacar por encima de las muchas personalidades que contemporáneamente hacían lo mismo, en un mundo sin televisión a color y sin Internet, ávido de pasatiempos. Como ahora les ocurriría a los chipriotas, los eslovacos, los ecuatorianos, o cualesquiera ciudadanos de un país donde esté madurando el genio, no podían saber que trataban con la pluma cimera de la lengua, y uno de los nombres notorios del arte universal.

 

Tal nos parece que fue el otro destino sudamericano de Borges, por lo menos el común, el que nos tocó compartir con él. El otro, en correspondencia con su valía, fue excepcional. Del destino que hoy evocamos nos lo arrebataron, pudorosamente desde mediados de los años ‘70, y decididamente a partir de la década siguiente, el reconocimiento universal, los honores y la muerte. En proporciones desiguales, se entiende, pero con pareja y comedida eficacia.