Artículos y reportajes
Apología ferroviaria
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Todavía tengo nostalgia por los trenes. Los trenes en que viajé ayer y en los cuales no puedo viajar hoy. Por su inconfundible martillar de válvulas sincronizadas a la salida o llegada a la estación. Por ese puñetazo de fierro dado por la locomotora al momento de enganchar un nuevo convoy, por el gélido rechinar de las ruedas al frenar, por las bocanadas de aire comprimido liberadas a ratos de su opresión, por la sinfonía inconclusa arrancada a los rieles al rodar, por ese vaivén inolvidable que inducía al pasajero a soñar, a entregarse como un niño a la magia de viajar. Por esas pomposas locomotoras negras pavoneándose a veces como viudas dejadas a mitad de estación. Por sus largos pasillos movedizos por donde pasaban vendedores de malta, bilz y pilsen. Por el chasquido del cortador de boletos, por esos cientos de pasajeros que se fueron bajando en las estaciones antes que yo.

Todavía tengo nostalgia de estaciones ferroviarias donde estuve como pasajero errante, detenido por largas horas a la espera del pitazo triunfal, y de aquellas donde el tren no se detuvo y con un silbatazo rampante pasó diciendo adiós. De aquellas pequeñitas donde sólo había un guardagujas escondido en su caseta, y de esas grandes como aeropuertos, con boleterías, custodia, maleteros, vigilantes y jefe de estación con gorra y uniforme azul marino y botones de metal. Y sobre todo por la mítica estación Mapocho de Santiago de Chile, transformada en mausoleo de las artes nacionales, de donde los domingos por la noche salía el tren japonés con destino a Talca, cargado de estudiantes universitarios, de jóvenes alegres y resueltos que iban depositando más de un recuerdo en cada breve detención del trayecto. También de aquel clásico Nocturno a Puerto Montt, echado durante la tarde como un viejo animal sobre los rieles esperando la hora de partir, y una vez en marcha avanzando a galope tendido en dirección al sur, con su coche comedor iluminado y repleto de pasajeros sentados a la mesa, atravesando el túnel de la noche entre bocado y bocado.

De los trenes al puerto de Valparaíso que también salían de Mapocho, dando vueltas de carrusel para esquivar la cadena de cerros de la costa central antes de asomar la punta de la nariz para ver a la distancia la presencia inequívoca del mar; de ese océano Pacífico tan bravo y suelto en su jaula como un animal. De los trenes en línea recta que salían disparados hacia el norte del país, cargados de pasajeros taciturnos y solitarios como el mismo desierto amarillo y silencioso que habrían de cruzar. De ese tren milagroso que atravesaba la Cordillera de los Andes y llegaba a Mendoza todavía con nieve fresca sobre los techos de más de algún vagón, y del cual se descolgaba uno que otro polizonte varios metros antes de arribar. De ese pequeño tren militar bufando como animal viejo los escarpados cerros del cajón del Maipo hasta el Volcán.

Mi nostalgia de pasajero extraviado en la incomprensible modernidad de cintas de asfalto atestadas de automóviles peligrosos como tigres enloquecidos, alcanza hasta esos pequeños ramales provincianos que salían a cortar en medio de la noche la línea central, llevándose un puñado de pasajeros trasnochados en antiguos vagones arrastrados por viejas locomotoras a vapor con sus fumarolas volcánicas en plena erupción. De esas líneas de trenes de trocha angosta que recorrían pendientes y quebradas buscando algún pueblo perdido en la cordillera o ya muy cerca del mar. De aquellos que iban a las minas recónditas y volvían cargados del fruto generoso y visceral de las montañas. De todos los trenes de mi patria que describían sus recorridos por los extensos territorios con líneas paralelas asentadas sobre durmientes apellinados para soportar sin chistar el peso y la fuerza descomunal de la locomotora y su larga descendencia de vástagos encadenados de eslabón en eslabón.

Mi nostalgia por los trenes abarca todos los trenes de la humanidad, partiendo por el Expreso a Estambul al cual subí desde una butaca de un viejo cine de barrio, lo mismo que al de La vuelta al mundo en ochenta días, hasta aquellos trenes a vapor del Lejano Oeste norteamericano, asaltados por bandidos en medio de la noche fantasmal, o aquel eléctrico que todavía lleva turistas desde Madrid a Toledo, pasando por el mítico pueblo de Aranjuez. Y por el transiberiano que cruza todo Asia en busca de Europa central, y en esos de la India que recorren cientos de miles de kilómetros cargados de bulliciosos pasajeros en perpetuo movimiento por las misteriosas tierras de su país. Y por supuesto, el Tren del Fin del Mundo que recorre la Tierra del Fuego, y aquel que va de Buenos Aires hasta el Tigres, y el último tomado por el escritor Sándor Márai para salir de Hungría al exilio, pasando por Alemania, Bélgica, París. Para no hablar de la estación de San Petersburgo o la de Moscú, por cuyos andenes pasaron todos los personajes de la gran novela rusa del siglo XIX, Doctor Zhivago, o aquellas estaciones inglesas, acaso las primeras o más antiguas del mundo, como Londres, Manchester, Liverpool, Oxford, Newcastle, Birmingham. Y la monumental de Milán, París, Frankfurt, Berlín, y todos los trenes que hicieron la revolución mexicana, y aquellos trenes que murieron oxidados en el interior herrumbroso de las antiguas maestranzas, mutilados como soldados derrotados después de una batalla sin piedad...

Nostalgia por los trenes que se hundieron en el túnel de la noche, por los que llegaron atrasados, por los que no pudieron partir de la estación, por esos trenes estacionados sobre los rieles como elefantes moribundos, como caravanas de peregrinos exiliados, expulsados, condenados como raza en extinción...

Es una extraña enfermedad alojada en algún recodo del corazón que me ataca de vez en cuando. A veces me despierta a media noche el rechinar inequívoco de las ruedas sobre rieles relucientes, otras es el silbato de la locomotora a la entrada de la estación. En ocasiones veo subir y bajar pasajeros fantasmales a vagones de primera, segunda y tercera clase envueltos con el mismo manto de la ilusión. Hay días en que veo trenes estremeciéndose como viejos animales prehistóricos. Hay días en que sueño con mi último viaje en tren.