Letras
Tres relatos

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Hombre en el umbral

Con la sensación del agua tibia deslizándose sobre su piel, la mujer, desnuda, sale del baño y frente al tocador se contempla, se reconoce bella, espléndida en su desnudez.

El hombre, parado en el umbral, la mira.

Ella se perfuma y un aroma de selva llena la habitación; cada movimiento de su mano entreabre su cuerpo, insinúa lo que viene. Los senos firmes sienten la caricia y se impacientan. Como para distraerse peina el ondulado manantial que llega a su cintura; de sus ojos azules brota el oscuro fuego que la embarga.

El hombre, parado en el umbral, la mira.

Ya vestida, su desnudez es mayor. Bajo la bata ceñida sus caderas auguran abismos. Sin prisa, se prepara una bebida, mira el reloj y en el lecho se abandona.

Es bella, piensa el hombre, y es mi esposa.

Una vez más vuelve a sentir el deseo pertinaz de poseerla. En ese momento alguien entra a la casa, la mujer sonríe complacida. Tiene llave propia, piensa el hombre y lo ve subir, la ve arrojarse en brazos del intruso.

El hombre, parado en el umbral, la mira, los mira y nuevamente maldice su condición de fantasma.

 

Polvo y ceniza

El Quiroz viejo se quedó mirándome y, con orgullo, comenzó a contarme que la anciana flaca y desgreñada que soplaba el fogón era su cuarta mujer.

—Es la madre de las otras tres —dijo—, es bruja y durante el día se ve vieja pero en la noche se pone joven, como de diecisiete años, y sus caderas son suaves y sus senos duros.

Y mientras hablaba acariciaba la cabeza de la añosa que se apretaba contra sus rodillas como un perro.

—¡Quédese y lo comprueba! —continuó—; si quiere se la presto por un rato. Lo malo es que nos toca disputársela a puñaladas a mis hijos, que ya probaron de su calor y se aficionaron a ella.

La mujer levantó el rostro y emitió una risita, como un silbido, y en la habitación se propagó un olor nauseabundo. En ese momento miré sus ojos: negros, profundos, quietos como un pozo, y me sentí bien.

—Vale la pena —siguió diciendo el Quiroz viejo—. Al fin y al cabo ellos cualquier otra noche pueden tenerla... ¡Aprovéchela antes de que todos seamos polvo y ceniza!...

Y siguió hablando hasta que la sombra nos cercó pero yo no lo escuché, no quise, no pude, pues quedé atrapado por la luz de aquellos ojos que ahora sentía febriles, por aquel rostro rancio que desde entonces veo angelical. Y así fue, Eliécer, como me convertí en otro de los Quiroz.

Para Eliécer Cárdenas

 

Casa deshabitada

Al escuchar el llamado, el habitante —antiguo huésped del insomnio— se levantó y abrió la puerta: no había nadie. Regresó a la cama pero antes de que pudiera recostarse de nuevo, el timbre sonó. Fue hasta la puerta, la abrió nuevamente, y una ráfaga de frío le cruzó el rostro y se perdió por la calle solitaria. Seguro de que se trataba de la broma de algún rapaz, regresó a la cama dispuesto a no levantarse otra vez.

El cartero llamó de nuevo, pero nadie abrió la puerta. Miro su reloj: 10 y 30 am. Miró el sobre, remite: Buenos Aires. Por tratarse de correo internacional decidió insistir y timbró otra vez, pero no obtuvo respuesta. Casa deshabitada, escribió en su hoja de reporte, y se marchó.

 

Adentro, el habitante intentó conciliar el sueño, pero no pudo. La luz del día lo molestaba. Se levantó, fue hasta el escritorio y reanudó su trabajo. Escribió:

“El habitante, condenado al insomnio, deambuló por la casa, fue y vino por las habitaciones vacías, durante horas, sin que el cansancio lo rindiera. Esperanzado, fue hasta el espejo del baño y con sus manos traslúcidas palpó su rostro, buscó su reflejo en la luna de azogue y sólo vio los azulejos, los grifos, la cortina... el baño desierto. Al escuchar el llamado, fue hasta la puerta principal, pero no abrió; atemorizado aguzó el oído, pasados unos minutos escuchó unos pasos alejándose de su casa. Y en su rostro de niebla se presintió el dibujo triste de una sonrisa”.

Para Raúl Brasca