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Fetichista

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Apenas había regresado de su viaje de luna de miel cuando Cenicienta supo que la vida en palacio no sería suave para ella. Su suegra, la reina madre, una señora muy apegada a las tradiciones, nunca vio con buenos ojos que un príncipe como su hijo, tan buen mozo, tan educado, tan atlético... se casara con una plebeya sin pizca de abolengo ni fortuna.

En el pabellón de caza del bosque de los arrayanes, Cenicienta se había sentido una mujer muy amada. Allí vivieron el tiempo que le pareció a ella el más corto del mundo. El Príncipe le hacía el amor todas las noches y ella pensó que su pasión no iba a terminarse nunca. Ambos reían mucho juntos, Cenicienta secundaba a su marido en todas sus ocurrencias, algunas muy pícaras, que le daban un sabor prohibido al amor de los esposos.

Luego se mudaron al Palacio y desde la primera noche, en su recámara solitaria ella comenzó a extrañar esas maratónicas sesiones de sexo. El Príncipe le explicó que un gobernante siempre tiene miles de compromisos, gobernar... gobernaba su madre, pero él debía estar presente en todos los actos protocolares y pasear su figura a caballo para que sus súbditos y sus súbditas lo vieran y lo admiraran, de otra manera la monarquía podría desaparecer. Le decía con una mirada lejana, distraída, que cada minuto de su tiempo era valiosísimo, que él pertenecía a su pueblo y no a su esposa.

El amor en el palacio estaba reglamentado, pero ella lo esperó cada noche en su cuarto real, en su lecho ancho y solitario. Lo aguardó aun sabiendo que él la visitaría sólo cada 15 días, porque el Gran Chambelán había concedido esos dos días al mes para que ambos pudieran retozar.

Durante el día, Cenicienta pasaba el tiempo muy ocupada. Por orden de la Reina Madre debía aprender a leer y a escribir y también tenía clases especiales de etiqueta porque una princesa no debía desentonar en ningún momento. Le enseñaban a cazar zorros, pese a que Cenicienta tenía horror a las cabalgatas; aprendió a bailar con gracia e indiferencia los ritmos de moda que una orquesta de viejos hacía sonar con instrumentos de cuerda. Allí estaba terminantemente prohibida la cachaca. Ella se prestó con docilidad a todas las exigencias, no eran grandes problemas para la recién casada que había soportado durante muchos años la hostilidad de su madrastra y de sus malvadas hijas, muy parecidas a su suegra.

Cenicienta no tenía una amiga, una confidente para contarle sus secretos, sus penas; en el palacio real ni siquiera había lauchitas en la gran cocina y las señoras ratas, que de vez en cuando recorrían los pasillos reales, la miraban con indiferencia, como si ellas tuvieran más títulos que la joven esposa del príncipe. Hasta las doncellas que la ayudaban a vestirse y a desvestirse, la miraban con superioridad e incluso descubrió cierto brillo socarrón en los ojos de una jovencita que era la encargada de sostener el toallón cuando Cenicienta se bañaba. Ella extrañaba al ratoncito que solía hacerle compañía cuando todavía vivía encerrada en la casa de su madrastra, barriendo las cenizas que caían del fogón.

Habían pasado pocos meses cuando el Príncipe se quejó porque su esposa estaba perdiendo su cinturita de avispa y le sugirió que tomase clases de esgrima o que practicara gimnasia. Él detestaba a las mujeres gordas. Esa noche fue la primera en la que Cenicienta no pudo calzarse los zapatitos de cristal y caminar desnuda con sus mínimos, blancos y delgados pies, ceremonia que el Príncipe pedía con insistencia. Él bufó y se fue a dormir sin tocarla.

Para la próxima visita Cenicienta se preparó con esmero y hasta ensayó las palabras adecuadas para decirle a su esposo real que serían padres. Tuvo suerte, él se alegró. “¡Un heredero! ¡Mi nombre se perpetuará y el reinó estará feliz!”. Después, acostado ya en el lecho, pidió a Cenicienta que se calzara los dichosos zapatitos de cristal y que caminara frente a él.

Ella trató inútilmente de complacerlo, sus pies estaban hinchados y seguirían creciendo, eso era muy propio de las mujeres embarazadas. El Príncipe no dijo nada, la miró con furia, se levantó y se fue. Al instante regresó para retirar los zapatitos.

Luego de derramar más o menos un litro de lágrimas, Cenicienta salió al balcón de su recámara para calmarse. El dormitorio del Príncipe estaba ubicado en el piso superior, exactamente encima del de su esposa. Ella pudo escuchar las risas de satisfacción de su marido y un tic-tac idéntico al que hacían los tacos de aquellos zapatitos de cristal que ella calzaba cuando lo conquistó. En medio de las risas de su esposo y el taconeo de ese calzado especial escuchó también, perfectamente, las risas de esa doncella atrevida.