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“Elogio de la vagancia”, de Guillermo FadanelliContra el sutil arte de la esclavitud

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El argumento central del ensayo Elogio de la vagancia, de Guillermo Fadanelli (Editorial Lumen, Ciudad de México, 2008), está implicado en su estructura cognoscitiva: se trata de un reconocimiento al viejo arte de conversar, tal y como se hace en la cantina: el tema parece lo de menos, pero antes de que la madrugada traicione al “santo bebedor”, el tema central de la esclavitud o la libertad del pensamiento se habrá puesto en juego, con Mefisto como testigo de honor.

El libro está compuesto por ensayos muy breves, de dos o tres cuartillas; los cuales giran en torno a la tesis de que el ensayo literario es como el arte de la vagancia; de la misma manera que un observador externo sería incapaz de predecir el itinerario del vagabundo, un lector no sería capaz de anticipar los movimientos de un buen ensayista; al contrario de lo que ocurre en el pensamiento científico o en la filosofía académica, el trabajo sistemático y metódico no es la herramienta principal del ensayo literario: por el contrario, el apego al método y el sistema puede sofocar la espontaneidad de lo que llamaremos el arte del pensamiento, en contraposición a la ciencia o las escuelas del intelecto.

Con agilidad, el libro combina la originalidad de ideas con el diálogo oportuno: en el texto “Contar nuestra propia historia”, Fadanelli discute con Peter Sloterdijk el asunto de la fe en las palabras, en la capacidad del escritor para utilizarlas para emocionar a los lectores mediante la narrativa. “Las horas muertas” avanza desde la evocación personal hasta la especulación filosófica, en una conversación sin pretensiones con Platón y Umberto Eco acerca del tiempo y la fe religiosa, y después con Imre Kertész, en torno al holocausto. Escribe Fadanelli: “Aquí se concentra una de las conclusiones más pesimistas de la época moderna, un desenlace donde la literatura como ventana a nuevos rostros del ser parece haber perdido sentido y donde los hombres se aburren aun viviendo en el infierno”.

En “Más importante que ganar una guerra”, “La perfección de Berlín”, “El mismo jardín de siempre” y “El regimiento instintivo de la vida”, se discute, junto a otros temas, el proceder artístico de la escritura, como forma de conocimiento de la singularidad humana, en contraposición con el método científico, que sacrifica esa noción de singularidad de la experiencia subjetiva, en su búsqueda de un conocimiento general y objetivo. Pero mi ensayo favorito es “Humanidad de la técnica”, el cual dice: “En un conato bravucón de ésos que emprenden los escritores menos sumisos, Milan Kundera dice que la técnica es inhumana puesto que puede avanzar sin necesidad de los hombres”. En este punto, la contraposición entre creación artística (en particular, la narrativa) y la objetividad de la técnica, es llevada a su grado máximo, casi metafísico, con un interesante efecto estético, aunque a mi juicio, se simplifica la cuestión al poner en una relación casi de sinonimia los términos “ciencia” y “técnica”. El argumento de Fadanelli es retrospectivo: visto desde el presente, la evolución pasada de la ciencia/técnica es sólo la expresión de un determinismo material en virtud del cual “la técnica progresa o se da vida a sí misma”, sin que se requiera la intervención de “un ser excepcional que nos revele el camino”. El autor expone una imagen evocadora: las turbinas de un avión, con su perfección minuciosa; en qué sentido, se pregunta, podría parecerse una novela “a esa turbina de avión en su consistencia de objeto terminado”.

Ahora bien, si el ensayo es ante todo un diálogo, y en el caso que nos ocupa, un diálogo animado por un buen trago de whisky en el espacio ruidoso de la cantina, es necesario también discutir un poco el argumento, pues de otra forma la discusión cantinesca perdería su necedad encantadora. Creo que el argumento contrario puede exponerse de manera igualmente autoritaria: la creación artística es el producto de la economía del espíritu, la voluntad de poder, la represión sexual, o puede predecirse por una teoría neuronal de la humanidad al estilo de Jean Pierre Changeux, por las “diez leyes del arte” de V. S. Ramachandran, o por esa “evolución artística de la humanidad” que menciona el propio Fadanelli. Los paralelismos “humorísticos” no son exclusivos de la historia de las matemáticas, pues se remontan a la mitología y las historias del arte, la música y la narrativa; aun la singularidad exquisita de Madame Bovary tendría indudablemente su ecuación. La visión retrospectiva parece explicarlo todo, y los raptos de creatividad pueden interpretarse a la luz de teorías marxistas o evolucionistas, desde la neurociencia o el estructuralismo.

Pero en un ejercicio de prospectiva, ¿podríamos adivinar cómo será la gran novela del siglo XXI? ¿Regresará la rima alguna vez al centro de la poesía y el teatro? ¿Cómo será la cura del cáncer o la esquizofrenia? Tal vez se necesitará la paciencia del filósofo y la pasión por los detalles del narrador para demostrar que nuestra ciencia contemporánea no puede encontrar la solución para problemas que se han planteado desde una perspectiva conceptual equivocada. Tal vez se requerirá el rapto de creatividad para imaginar la estructura de una molécula que nadie ha visto, con la belleza de una escultura abstracta o naturalista. Tal vez esta molécula se descubra en un sueño, tal y como ha ocurrido antes en la historia de la química orgánica, o en la historia de la música; Friedrich August Kekulé descubrió, en 1864, la fórmula del benceno, durante un sueño que revolucionaría las ciencias químicas. El 10 de septiembre de 1821, Beethoven narra en una carta a Tobias von Haslinger de qué manera quedó dormido durante un viaje a Viena, para soñar que estaba en una travesía rumbo a Siria, Arabia y Jerusalén, y que durante ese trayecto un canon llegaba a su cabeza: O To-bi-as O To-bi-as Do-mi-nus Has linger O! O! O To-bi-as! Apenas despertó, el canon fue imposible de recordar, pero al día siguiente, en el mismo carruaje, en pleno uso de su vigilia, “por la ley de asociación de ideas”, el canon cruzó su conciencia como un relámpago, y en esta ocasión fue capaz de escribirlo, permitiéndose únicamente cambiar tres partes (con la seguridad que sólo tiene el genio). Dos veces el capricho de la creación jugó con Beethoven: en la ensoñación y en la memoria.

El horizonte incierto del futuro no parece distinguir entre el determinismo del arte y el determinismo de la ciencia: ambos son igualmente impredecibles, y ambos parecen igualmente reducibles o irreductibles a una teoría neuronal o social; los seres extraordinarios como Wittgenstein pueden hacer un día motores de aviones y más tarde creaciones filosóficas únicas, irrepetibles; personajes excepcionales como Louis Pasteur pueden haber tenido ideas simples como la demostración del efecto de los microorganismos en su famoso experimento de los envases cerrados o abiertos; y Gregorio Mendel puede haber construido los fundamentos de la genética sin mayor tecnología que el lápiz, la hoja o los chícharos, pero siempre quedará abierta la pregunta de por qué nadie pensó ideas tan simples durante los miles de años anteriores al genio.

Pero esta apología de la creatividad científica ha sido solamente el resultado de unos tragos de whisky, y un poco de emotividad a las cuatro de la mañana. Dos horas después, un recuerdo súbito de mi tío Augusto, maestro de filosofía sin credenciales, me viene a la cabeza. En lo más álgido de una discusión, recomendaba siempre: “Ahora, ustedes dos intercambien sus posiciones. Tú defiendes la tesis de él, y él defiende la tuya. Pues no se trata de tener la razón, sino de encontrarla, y la razón no es propiedad exclusiva o privada”. Entonces, estaré de acuerdo con el Elogio de la vagancia en su precaución hacia quienes dicen poseer la fórmula neural de la mente o de asuntos más delicados como la moralidad. Podemos aproximarnos a las emociones básicas y aun al juicio moral con las herramientas de la neurología cognoscitiva y las ciencias experimentales de la conducta, pero conocer el sufrimiento de los impulsos autodestructivos es un asunto diferente. Si la ciencia busca generalizar sus conocimientos, la literatura atrapa en palabras el relato singular y en primera persona del sujeto que vive la historia. La plenitud de detalles de la experiencia vivida, la interfase entre el uno y los otros, los pormenores de la memoria y el lenguaje en el tiempo real de la comunicación, el dolor y las cualidades del sufrimiento, y el gozo, parecen estar más allá de las explicaciones de la ciencia, en la cercanía del poeta o el músico. En estos tiempos de triunfalismo científico o de creacionismo fanático, ¿no es necesario recordar la ironía triste de Omar Khayyam, ese astrónomo y matemático persa, investigador del vino y el necio milagro de la existencia, ancestro de Joseph Roth y los santos bebedores, designado “rey del hedonismo”, por Oscar Wilde?

Que el Doctor y el Filósofo sigan en su faena
de hablar de lo que quieran y de lo no pensado:
Todo no es más que un tramo de la infinita cadena
que nadie mueve, corta, ni hace girar, ni enfrena.