Artículos y reportajes
Fotografía: Natalie RacioppaHeredarás la tierra, el viento o el odio

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Traer hijos al mundo perpetúa la especie, transmite la cultura y genera la ilusión de trascender la muerte y el olvido inexorables proyectándose en ellos, buscando consuelo en la idea de que nadie muere del todo si no es olvidado, mientras perdura su recuerdo o el de sus famas y glorias habidas, reales o presuntas.

Siempre los padres asumen vivir para sus hijos, pero de hecho sucede lo contrario. Los modelan a su gusto desde pequeños, deseando que se les parezcan, que salgan así o asá, con los ojos, la nariz, la estatura o el color de la tez de él o de ella, siempre que así sean más bonitos; que sean artistas, millonarios y famosos; y que logren lo que ellos no lograron para sentirse reivindicados de sus propias abstenciones y derrotas, especialmente en lo material, ya que “la salud (y la amistad o la felicidad) va y viene... ¡la plata es lo que importa!”, como reza la versión argentina de un viejo refrán.

Para ello planifican sus progenituras cual reyes y nobles antiguos, eligiendo y vigilando mutuamente linajes y patrimonios, confesiones religiosas y pertenencias étnicas para asegurarles la vida y el triunfo antes de engendrarlos, y además, el día de mañana, dejarles una buena herencia. Lo cual tranquiliza y gratifica, justifica, reivindica y consuela las conciencias paternas in articulo mortis más que el saberse en estado de gracia.

Uno lo mandará al gimnasio desde chico para que sea fuerte como a él le gusta, y a su hija a piano o a danza clásica soñando su consagración; aquél le hará estudiar su misma profesión para ponerlo a cargo de la empresa el día de mañana, y si no puede se conformará con introducirlo de a poco “para que se haga desde abajo”; aquel otro le conseguirá un cargo político para que empiece su propia carrera, etc.

Y todos les pondrán nombres protectores como talismanes, eufónicos y a la moda, extraídos del venero de sus idolatrías artísticas, políticas o ideológicas, prometiéndose y prometiéndoles un destino promisorio.

¡Cuántas Scarletts aparecieron después de Lo que el viento se llevó, en 1939! ¡Cuántas Mónicas después de Un verano con Mónica, en 1953!

Llamarse como un actor famoso o como un personaje fue para muchos como estar dentro de la película; lo contrario significaba privarse de brillar y hacer roncha en el barrio. Y como la reacción natural de cualquiera es que al futuro hijo de uno no le ocurra lo mismo, él y ella anotarán los nombres de pila que los fascinan, junto con sus significados y sus misteriosas propiedades, para ungirlos con ellos cuando nazcan.

Listados de nombres solos, o seguidos del apellido marital, o de los de Fulano, Mengano, Zutano o Perengano, candidatos eventuales de su entorno que luego se reducirán a los meramente probables, hasta llegar finalmente a la hipótesis de ponerle su propio apellido si un eventual padre biológico futuro “no se hiciera cargo”.

Es que los sueños no siempre salen bien, igual que las combinaciones de nombres y apellidos. Si eligió el nombre en inglés de ese artista que la vuelve loca y hace delirar a sus amigas puede ser que no pegue con el apellido de su esposo o de su novio de origen vasco, italiano o indígena; o que eligió un nombre largo que en teoría combina con un apellido corto, o a la inversa, lo cual no es el caso de su marido o su novio.

¡Cómo desconocer que una buena elección de nombre/s y apellido/s abre puertas a la prole, facilitándoles el largo y burocrático trámite de la vida! ¡Si lo sabrá aquel escolar a cuya madre le sugirieron que le cambiara urgentemente su apellido Concha! ¡Tampoco faltará ocasión para que al pronunciar en voz alta un nombre de ésos de película, en un salón o en una fila, más de uno o de una mire alrededor para reconocer al feliz portador del mismo mientras se lo va imaginando..!

¡Eso es más gratificante que ser titular de un Juan Pérez o un José García, por más airosamente que éstos los lleven! Y si no, piénsese qué tal daría hoy un filósofo con esos apellidos.

Llegado el momento los padres harán lo que puedan, y si después la cosa no funciona podrán reivindicarse con el próximo vástago.

Y bueno, ya que está, uno lo afiliará enseguida a su propio club de fútbol mientras otro fanático le conseguirá un carnet honorario del partido político de su dinastía, si es que todavía existe.

Ni hablar de quienes elegirán nombres cuyas resonancias sólo conocen los de su clase, casta o cofradía, que bautizarán a sus vástagos en la Catedral, en la Abadía Tal o Cual y en ceremonia a cargo del venerable Fulano de Tal, quien ya ha bautizado a toda su familia.

En vida del General y entre sus cabecitas abundaban los Juan Domingo, afiliados a Racing inmediatamente para seguir su inspiración, o a Boca —años después— cuando se popularizó eso de que “es la mitad más uno”. Y para las nenas las Eva, María Eva o incluso Evita.

Esta generación, a su vez progenitora en los ‘70, llamó a sus hijos con beligerantes Eva Victoria, Juan Ernesto (por Perón y el Che), mientras entre marxistas proliferaron los Ernesto Fidel (en ese orden, pero no como jerarquía sino porque el Che era más lindo), los Ernesto Camilo (por el Che y por Camilo Torres, o por Camilo Cienfuegos).

Ciertamente, no era nada nuevo. A fines del siglo XIX y comienzos del XX predominaron los nombres masculinos y femeninos de inspiración ácrata: Sol, Libertario, Paz, Armonía, Aurora, Germinal, Agrícola, Candeal, Ideal, Amor, Alegre, Feliz, Libertad, etc., que por lo menos contagiaban optimismo, vitalidad y universalismo.

Fuera de ellos, y simultáneamente, como expresión de respeto los primogénitos llevaban el nombre paterno, o bien uno extraído del santoral católico.

¡Cómo olvidar aquella combinación ultra católica y española, bajo advocación de la Mater Dolorosa, que divulgó los estremecedores Angustias, Consuelo, Consolación, Concepción, Tormento, Soledad, Mercedes, Gracia, Dolores, Martirio, Asunción, Exaltación, etc.; mientras los cristianos no católicos elegían nombres del Antiguo Testamento.

El cine y las telenovelas nacionales, mexicanas y colombianas aportaron después innumerables Lilianas, Marilinas, Sabrinas, Maricármenes, Verónicas, Lorena Paolas, etc., y camadas sucesivas de infinitos nombres dobles como los Ignacio Alfonso y las Marías de las Mercedes también con doble apellido.

Los ‘80 trajeron los Nicolás, Diego, Ezequiel, Sebastián, Lara, Brenda, etc., hasta llegar a los Maycol (sic) en los ‘90, y hoy a los omnipresentes Brad, Sasha, Brando y las Lacey, Stacey o Cassey (habituales en las rubias de películas de terror que se caen cuando el monstruo las persigue).

¡Qué duda cabe que cualquiera de esos nombres es más que un Juan, un Rodolfo, una María, Josefina o Luisa, y ni que hablar de un Sinforoso, Nepomuceno o Eustaquio, o una Brígida, Anacleta o Etelvina, propios de la cepa castiza y gaucha, que ¡son cualquiera!

“Lo “moderno” siempre viste mejor, tiene onda, te vuelve más internacional, te da “un roce”, incluso “habla bien de tus padres”, diría cualquier innominado alumno de secundario en un taller de reflexión.

En “Esos locos bajitos” Serrat nos recuerda bellamente cómo les cargamos a nuestros hijos nuestros dioses y nuestros demonios, nuestras frustraciones y nuestras expectativas, con la mochila pesada de nuestro amor, con el pretexto de que el mundo es hostil y de que deseamos preservarlos del sufrimiento.

A la larga, los resultados de nuestros “desvelos” —en rigor nuestros errores habituales— pueden ser representados con títulos de películas: uno, Heredarás la tierra, representativo del éxito de los afanes materialistas; otro, Heredarás el viento, para el fracaso de aquellos; y el más triste de todos, Heredarás el odio.

En todos esos casos nunca habremos hecho bien el trabajo.