Entrevistas
Vicenta Siosi debió heredar el apellido Apshana
Los wayuu tienen su propia escritora
Fotografías: Jorge Chávez

Vicenta Siosi

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Los fines de semana, Vicenta Siosi se sienta alrededor de la mesa, en la sala de su casa, y comienza un ritual de lectura que pareciera no acabar. Vive en una especie de refugio de pequeños cuartos ocultos y cocina improvisada. Dice que prepara varios cuentos y una novela de amor, pero su escritura es lenta, como los pasos de las indígenas de su etnia que a veces tocan a su puerta para realizar una visita extensa y silenciosa.

Ahora, una de esas visitantes descansa en un taburete de madera y cuero fino. No hay diálogos, pues Vicenta no habla wayunaaiki, la lengua en la que se expresa esta mujer de cabellera larga y manta extendida que ha llegado de la Alta Guajira y mira a Vicenta con sus ojos rasgados y tristes.

El agua cae a torrentes, como un diluvio. Es una lluvia antigua que Vicenta ha visto caer desde sus tiempos de niña, allá en Pancho, una aldea de casas de barro conformada por varias rancherías y lugar de paso de los indígenas de la etnia que inventan caminos en busca de un destino que aún no encuentran.

Pancho es uno de sus más profundos recuerdos. Es, digamos, su pequeño paraíso aireado por un viento que sopla acompañado por mucha arena. Es, también, el origen de los cuentos que le han permitido el reconocimiento en el campo literario.

En esas historias aparece el río de agua barrosa en el que se bañaba todas las tardes, zambulléndose una y otra vez hasta que los ojos comenzaban a enrojecerse. Asimismo, están las descripciones de los pájaros con la diversidad de cantos y las cerezas e iguarayas que alcanzaba sin mucho esfuerzo después de jugar con las muñecas de barro debajo de la enramada, o a campo abierto, en medio del sol ardiente.

—Cuál es el origen del apellido Siosi?

—Se remonta a mi bisabuelo —dice—. Proviene de Italia.

Vicenta cuenta que parte de la historia del bisabuelo aparece en el libro Riohacha y los indios guajiros, escrito por el francés Henri Candelier y publicado en 1893. Toma la vieja edición entre sus manos, abre la página 142 y lee:

“Al fin empieza a amanecer y en los linderos de los bosques encontramos la llanura. Percibimos un rancho, el de nuestro amigo Vicente Siosi. Desembarcamos... Vicente Siosi es hoy el mejor guía de La Guajira. Es un buen hombre de unos 40 años, casado con una india inteligente que le enseñó a hablar su lenguaje como un verdadero aborigen. Goza dentro de esta tribu de una gran consideración por la honradez constante de sus relaciones comerciales”.

En esas mismas páginas, Candelier muestra su extrañeza al ver a un europeo conviviendo con una indígena wayuu. Vicenta, una ligera variación del nombre del bisabuelo, conserva el texto que le permite hablar de una mezcla racial que explica su linaje.

Después menciona a Cristóbal Siosi, el abuelo, un hombre apuesto que conquistó el amor de Vicentica Cotes, a quien amó hasta el delirio. Fue una relación de ida y vuelta, construida con un afecto sin límites que habría de prevalecer hasta la muerte.

“Se amaron muchísimo. Cuando él falleció, ella comenzó a morir también. A los pocos meses murió de pena, porque nunca pudo espantar la tristeza”, agrega.

Y respecto al padre, las remembranzas son más nítidas y cercanas. Lo evoca, primero, como un wayuu auténtico que se movía en distintos frentes de trabajo. En algún tiempo hizo ladrillos. Se le vio por esos años, activo y entusiasta, dedicado a la elaboración de rectángulos de cemento y arcilla que servirían para edificaciones de lujo.

Después se dedicó a la fabricación del chirrinchi, la bebida preferida en la etnia que sirve para liberar las inhibiciones y aumentar el tamaño de los festejos. Aún queda en pie el alambique del que resultaron incontables hectolitros y con el que se han embriagado, una y mil veces, los adultos del clan y de la etnia.

“Hasta una tienda tuvo, en la que vendía oro, telas y peltre. Era un hombre honesto, muy correcto. Mujeriego, como buen wayuu. Él es primo de mi mamá, pero tuvo muchas mujeres. Imagínese, yo tengo 21 hermanos. Aunque mi padre nunca dejó de vivir en Pancho”, explica.

 

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Vicenta está vestida de blanco, radiante. No hay maquillaje en su cara, ni siquiera el rastro perdido de un pintalabios en su boca. Un chinchorro cruza la sala de esquina a esquina, mientras ella continúa sentada, diagonal a una pintura primitivista que muestra el paisaje perdido de la Alta Guajira detrás del rostro severo de un niño de la etnia que se destaca en primer plano.

Sabe mucho de la cultura occidental, como la llama, y dice que rechaza el afán de riqueza que tienen los alijunas. Afirma que a veces luce con jean y blusa escotada, como en occidente, pero sin dejar de ser wayuu. Se le ha visto, en otros momentos, luciendo una manta de mil colores tapizada con filigranas antiguas. La usa, sobre todo, en los acontecimientos más importantes de su vida.

“Soy y seré wayuu porque mi abuela lo era y mi mamá también. Cuando muera me enterrarán en Pancho. Soy wayuu: tengo un cementerio, una ranchería y un pasado histórico”, señala.

El cementerio es otra de sus referencias más constantes. Entonces recuerda que hace dos meses asistió a un segundo sepelio, cerca de su ranchería. La víspera durmió cerca de las bóvedas, a la espera del comienzo de la madrugada para participar del ritual del último entierro en el que el alma viaja y descansa en una zona sagrada, indefinible.

Fue vestida con una manta, pero diferenciada en su color, pues la mayoría de los familiares estaba ataviada con vestidos negros y blancos, excepcionalmente grises, para simbolizar el dolor.

“El luto no es una tradición wayuu. Es una influencia del catolicismo que no me gusta, pero ya no hay nada que hacer, ni tampoco con las misas encima de las urnas”, señala.

Ahí estuvo, acompañando al pariente cercano. Ahí está, igualmente, cuando se acuerda de una fecha especial en la que ha muerto algún familiar. En esos instantes, mientras ayuda a remover la hierba que ha crecido alrededor de las tumbas, reflexiona sobre su propia vida y acerca del final que algún día la sorprenderá quién sabe dónde, y entonces sus restos serán sepultados en ese mismo cementerio y cinco años después, en el segundo sepelio, su alma irá al descanso eterno.

 

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Vicenta ignora el momento en que decidió ser escritora. Llevaba dentro, eso sí, un millón de imágenes que había acumulado en sus primeros años luego de recorrer las rancherías de las familias cercanas y después de oír las historias encantadas que le refería Josefa, su madre. De Pancho, su lugar de origen, lo que más recuerda son las escenas que inventaba al escuchar que allí llegaron los sacerdotes capuchinos para dirigir un internado de 800 jóvenes de su etnia que miraban con asombro la imprenta traída de Europa y la banda musical que desplegaba al viento, en los actos memorables, canciones con ton y son.

Aún hoy evoca de la misma manera aquellos tiempos cargados de historias que no alcanzó a vivir; pero que a fuerza de escucharlas continúan intactas en su memoria: el traslado del internado, el éxodo de los que habían llegado años atrás en busca de paz interior, la pérdida de un esplendor magnificado por su imaginación y el enfrentamiento que ocurrió un día entre la policía y la población civil que espantó para siempre a quienes pensaron que habían encontrado el paraíso terrenal.

A los ocho años, llegó a Riohacha con la intención de continuar los estudios. Al igual que los demás indígenas atraídos por los ecos de la ciudad, se instaló en la periferia, en una casita de barro que se inundaba cada vez que crecía el río Ranchería y obligaba a todos a dormir en hamacas que rozaban las corrientes de agua.

Desde esa edad comenzó a escuchar con detenimiento la sucesión de relatos que hacía avanzar la noche hasta que el alejamiento de la luna obligaba a cerrar los ojos. Vicenta recuerda que escuchaba boquiabierta a su mamá, con recelo, y casi segura de que todo lo que refería no eran más que inventos que salían de su imaginación.

El ingreso a la Divina Pastora, donde estudió el bachillerato, marcó el comienzo de una vocación que habría de fluir de manera intermitente, pero con las historias de sus ancestros girando en su imaginación. La visita al colegio de un periodista del diario El Tiempo, invitado para que dictara una charla sobre orientación vocacional, permitió que Vicenta decidiera desde ese instante, y tal vez para siempre, convertirse en comunicadora social.

Tiempos después se vio a sí misma envuelta en el frío de Bogotá, caminando por sus largas calles y mezclada entre transeúntes de paraguas que aceleraban el paso sin rumbo fijo. Se había matriculado en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Sabana con la ilusión de darle rienda suelta a las leyendas y mitos que guardaba en su memoria. Para ello contaba con el apoyo literario que le brindaban los escritores clásicos de la literatura latinoamericana y universal. En sus tiempos de bachillerato se nutrió de los cuentos y novelas de León Tolstoi y Horacio Quiroga, entre otros. Y en el transcurso de los semestres universitarios, con las obras de Rulfo, Borges y García Márquez. De aquel aprendizaje espontáneo y constante resultó su primera historia.

—¿Cuál es la historia de Esa horrible costumbre de alejarme de ti?

—Es mi primer cuento —dice—. Lo escribí para concursar en la universidad. No ganó, pero un día cualquiera el relato inició un extraño recorrido: se lo presté a mi hermano, mi hermano se lo prestó a una novia, la novia se lo dio a otro hermano; después cayó en manos de un profesor y el profesor se lo llevó a Justo Pérez, rector de la Universidad de La Guajira, quien me llamó para hablarme de su interés en publicarlo. Posteriormente, apareció publicado en un magazín literario de cobertura nacional.

El cuento, que muestra el desarraigo de las adolescentes wayuu y su éxodo a la ciudad —lo que los antropólogos llaman la vergüenza étnica— antecedió a El honroso vericueto de mi linaje, su segundo cuento poblado por los antepasados y con el trasfondo de breves episodios como la llegada de los Capuchinos, del tío que se fue a la guerra y de la angustia que sobrevenía después de la inundación de Pancho.

Pero el relato que habría de darle reconocimiento nacional fue La señora iguana, premiado en un concurso de cuento infantil. Allí también estaban su entorno, la inverosímil realidad de la etnia, los rastros de sus ancestros y las acciones cotidianas que terminan convertidas en leyendas. La narración describe una granja en este lado del río, su madre y decenas de árboles que todos los días recibían baldados de agua en sus raíces.

El cuento fue un reflejo casi fiel de la realidad. Era cierto que por los árboles deambulaban iguanas de diverso tamaño mientras Vicenta las contemplaba desde un chinchorro amarrado en los extremos del kiosco. Era verdad que su mamá odiaba las iguanas. Y tampoco había duda de que el día en que la iguana cayó a tierra sopló un viento del sur, salado y pegajoso.

“Fue un viento que remeció los árboles y entonces apareció la iguana. Mi mamá la vio y ordenó matarla. Un sobrino de ella, acompañado de otros muchachos, apedrearon al animal, le sacaron las vísceras, la cosieron y después la amarraron a dos palos en forma de cruz. En realidad fue una crucifixión: en ese momento me acordé de Jesucristo. Sentí dolor y decidí escribir una carta que aparece en el cuento. La encabecé: ‘Señora Josefa:’. Y me dirijo a ella como si yo fuera la iguana. ‘Le pido que, por favor, no me mate, que quiero vivir, que deseo tener hijos’. La carta no la leyó, la guardó en una totuma. Escribí el cuento y lo puse a concursar. Por fortuna ganó”, explica.

Vicenta escribió el relato para los niños y especialmente para sus sobrinos. El propósito era que al leerlo o escucharlo quisieran más a las iguanas y respetaran su vida. Al poco tiempo, luego de centenares de lecturas en las rancherías y en otros escenarios circundantes, observó que aquellos adolescentes acostumbrados al sacrificio infame de las iguanas comenzaron a mirarlas de manera distinta y las buscaban para verlas y sentir que el corazón les latía en medio del serpenteo del cuerpo y el movimiento incesante de sus cabezas.

 

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Han transcurrido varios años sin publicar una letra. Dice que tiene una novela y varios cuentos inéditos que revisa y corrige hasta la saciedad. Pero prefiere el silencio, la soledad y un anonimato de luces y sombras. Su última aparición en los medios ocurrió después de haber ganado el concurso de cuentos. Entonces se le vio ataviada con una manta guajira de colores, orgullosa y radiante que ahora vuelve a lucir para la sesión de fotografías que ilustran este reportaje.

Su producción literaria está en reposo y lo último fue El dulce corazón de los piel cobriza, un cuento publicado por el Fondo Mixto de Cultura que, originalmente como novela, había obtenido Mención de Honor en el concurso latinoamericano Enka, Premio Andino, de literatura infantil, en 1998.

Algunos señalan que, en el fondo, hay una especie de misterio que Vicenta acrecienta con un encierro voluntario. Desde su refugio habla de literatura cuando decide abrir las puertas y permitir que no sólo el viento del sur vuelva a soplar, sino que los amigos y los familiares de la etnia lleguen para profanar el silencio de aquella casa en la que, cree uno, podrían aparecer fantasmas de la Alta Guajira, su tierra de sueños.

Allá, en esos caseríos de caminos entreabiertos siguen los suyos, los de siempre, los de su casta. Porque, en rigor, esta mujer que prefiere no hablar de amor ni recordar los sentimientos que la mantuvieron, durante varios años, con la ilusión a flor de piel, debió llamarse Vicenta Apshana, porque el apellido que se hereda entre los wayuu es el de la madre.

“El dulce corazón de los piel cobriza”, de Vicenta Siosi—¿Cómo escribes? ¿En qué condiciones?

—Debo estar tranquila sin preocupaciones ni afanes. Por eso he escrito poco. Desde que se publicó Esa horrible costumbre de alejarme de ti, en el año 1992, he escrito poco porque debo tener mucha tranquilidad. Entrar en la universidad me demanda que estudie demasiado, que prepare las clases y no estoy en reposo. Debo estar desocupada, inoficiosa. No leo para dedicarme de lleno a la escritura.

—¿Qué opinas de la muerte?

—De la muerte... El pueblo wayuu se parece al pueblo judío. Tienen muchas costumbres similares: los wayuu piensan que la vida continúa aun después de la muerte, por eso ese llanto quejumbroso que facilita al alma seguir su camino. Vas a un lugar especial.

Y mientras llega, Vicenta sigue sentada en su escritorio improvisado después de haber roto un silencio de años. Sus temas giraban en torno a una cotidianidad más mundana, sin los avatares misteriosos de una vida que, en ocasiones, transitaba por el filo de la navaja de unos pensamientos indescifrables. Ahora calla, luego de prometer que vendrán mejores tiempos, mejores cuentos y una novela de la que nadie sabe nada. Sólo ella, Vicenta Apshana. O Vicenta Siosi Pino.