El maquillaje acentúa sus ojos rasgados, tiene la nariz afilada y los labios tentadores.
Viste un traje verde esmeralda que, adornado con un discreto escote, entalla su cintura. El ajuste de la falda hace un llamado a sus caderas.
Se mira en el espejo con deleite; así le gusta verse: tan femenina.
Unos toques suaves en la puerta y se pone en guardia, su respuesta se mezcla con las palabras de quien le habla:
—¿Cuándo vas a estar..?
—¡Ya voy, ya voy!
—¡Está bien! Te espero...
Escucha los pasos alejarse.
Se desviste rápidamente, con agilidad. Dobla la ropa y la guarda en una caja. Todo lo que tenía puesto va a parar al fondo del clóset.
Camina hacia el baño. Se quita el maquillaje con pereza, muy despacio, de último la boca. Tira el papel con manchas rojas en el inodoro y lo mira desaparecer en el remolino que forma el agua.
Procede a vestirse nuevamente con la ropa de siempre, la de todos los días. Se recoge el cabello.
Antes de salir, mira la imagen que le devuelve el espejo y le dice: —No me agrada tu pantalón gris, ni la camisa celeste, ni esta corbata. Detesto el rostro sin maquillaje.
Suspira con disgusto y guarda a la mujer que habita en él.