Artículos y reportajes
Onetti tan memorable
Una semblanza de sus cuentos

Juan Carlos Onetti

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Hay algunas obras maestras de la literatura que lo son porque llegan a dar cuenta —sin explicarlos— de fenómenos profundos, complejos, arquetípicos, de la condición humana. Esto hace que dichas obras resulten inolvidables para el lector, quien siente que una parte de su ser pasa por ahí de modo evidente o recóndito. Al mismo tiempo, esa capacidad para penetrar agudamente en los arduos aspectos que constituyen nuestra naturaleza hace que estas obras permanezcan siempre abiertas a nuevos sentidos y razonamientos; es decir, que no se dejen apresar en una sola línea de interpretación. Tal es lo que sucede, por ejemplo, con un relato como Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, en el cual se indaga de forma exquisita el fenómeno de la desidia. Otro tanto hace Chéjov, con relación al desamparo, en su perdurable “Vanka”; o Hoffmann respecto de lo siniestro en su famosa historia “El hombre de arena”; o Maupassant en lo que toca al oportunismo con su célebre “Bola de Sebo”; o Poe con la culpa en su “Corazón delator”. También la crueldad ha sido condensada singular y memorablemente en un cuento magistral: “El infierno tan temido”, de Juan Carlos Onetti.

Pero aunque éste es seguramente su mayor logro en el género cuentístico, no es el único. De los cuarenta y siete excelentes cuentos que escribió el maestro uruguayo a lo largo de su vida (1909-1995), en su periplo por Montevideo, Buenos Aires y Madrid, hay por lo menos cinco que merecerían estar en una hipotética antología de cuentos inolvidables de todos los tiempos: “Un sueño realizado” (1941), “Bienvenido, Bob” (1944), “Esbjerg, en la costa” (1946), “El infierno tan temido” (1957) y “Jacob y el otro” (1961). Todos comparten la fortuna de haber amalgamado de manera sorprendente ese mundo en descomposición, desolado y oscuro —que está en la base de la cosmovisión onettiana—, con un lenguaje y una técnica narrativa de impecable factura. La ficción ha sido tejida en ellos con tanta eficacia que el lector habita la ilusión sin percatarse de las costuras que la sostienen ni de los hilos que la constituyen; en otras palabras, éstos son cuentos orgánicos, sin fisuras, o, como suelen decir los cuentistas, redondos.

 

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El de Juan Carlos Onetti es un mundo a la vez complejo y apasionante. Su universo está en las antípodas de la simplificación, pues estamos ante un narrador que ha elegido rastrear sin tregua las contradicciones del alma y sus sorprendentes intersticios. Detengámonos un momento en sus personajes para ilustrar algo de lo dicho. Hay un rasgo que muchos de ellos comparten, una especie de vocación o conducta recurrente. Dado que suelen sobrellevar existencias grises, anodinas, o que viven asediados por el fracaso de todas sus empresas, llega un momento en el cual una encrucijada de hastío o derrota los obliga a buscar una salida. Sí, la vida que llevan se les revela de pronto insufrible, tal vez sólo insustancial; entonces, dan un salto de vértigo. Quizá las cosas podrían ser de otra manera si habitaran un lugar distinto; así que transitan hacia allá, pasan a un entorno de fantasía, de ficción. Muy temprano aparece en la obra de Onetti este arbitrio que no solamente atravesará su producción ulterior sino que llegará a ser uno de los rasgos más característicos de toda su narrativa: la construcción de mundos sucedáneos. Pero es en su tercer cuento —el primero en el cual aparece una factura literaria ya consolidada—, que tituló “El posible Baldi” y que fue publicado en La Nación de Buenos Aires (1936), donde nos introduce de fondo en esta alternancia.

De Baldi sabemos que es un abogado, un hombre corriente que va por la calle. Tiene una novia, a quien llama Nené —justamente esta noche se verá con ella—, y posee en su bolsillo, lo puede palpar, el dinero necesario para cubrir los gastos de los preparativos y de la cita misma. Se siente completamente feliz, pleno. Entretanto, una pequeña mujer, ingenua y de grandes ojos azules, camina muy cerca suyo. Viene asustada porque un hombre de largos bigotes la asedia, la persigue. Baldi, percatado de la situación, en un gesto casi fortuito de automatismo solidario, se les acerca, con lo cual el bigotudo huye. La muchacha, prendada y agradecida, prosigue su camino junto al salvador, quien sólo desea continuar adelante con los planes de su cita. Pero ella quiere saber algo acerca de este hombre tan distinto de los otros y le pide referencias de su vida extraordinaria. Él accede —con la intención de deshacerse rápidamente de la mujer—, así que inventa una extravagante historia sobre un Baldi que vigilaba esclavos negros en las minas de diamantes, en Sudáfrica. Le cuenta cómo asesinaba a sangre fría a quienes intentaban escaparse; sin embargo, ella no experimenta repugnancia sino que se compadece del victimario y lo justifica. El embustero carga aun más las tintas e ingenia situaciones de pasmosa atrocidad, pero todo resulta inútil al fin propuesto. Habiéndole tomado gusto al juego, él renuncia a sus planes y, “con un estilo nervioso e intenso, siguió creando al Baldi de las mil caras feroces que la admiración de la mujer hacía posible”.1 Hasta que algo inopinado ocurre: al compararse con su personaje, el autor de aquellas invenciones cae en la cuenta de lo insulsa que es su existencia, “porque no se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas”.2 Al despedirse de la muchacha, Baldi le pasa unos billetes, le dice que los ha ganado traficando cocaína y se marcha, ensombrecido.

Buena parte de los elementos más caros a la obra de Onetti se prefiguran ya aquí, en especial éste al cual podríamos referirnos como una cierta vocación por la mentira. La ficción es una necesidad esencial de sus personajes. En el bello prólogo que escribió para la edición de los Cuentos completos, Antonio Muñoz Molina lo plantea de esta manera:

Aparte del amor, la tarea preferida por un número considerable de personajes de Onetti es la de inventar, la de contar mentiras y oírlas, la de dotarse de vidas falsas a través de la credulidad del que escucha, pero en ocasiones el propósito de la narración es otro, exactamente el inverso: contando puede alcanzarse una verdad que de otro modo sería inaccesible, una identidad más cierta o más honda que la establecida por las apariencias, incluso una forma amarga de absolución.3

Y es que para Onetti, antes que un proceder indeseable, la invención constituye una categoría humana de rango esencial. Sin ella la vida misma se haría insufrible más de lo que ya es, lo cual nos pone sobre un aspecto central de su cosmovisión. Para el maestro uruguayo, al igual que para sus contemporáneos europeos Sartre y Camus, la existencia es una dura carga; y, en su caso, una experiencia imposible de sobrellevar si no se apela a alguna suerte de suplantación. Detengámonos todavía un poco más en la mentira, esa conducta de la cual derivaba el origen de su escritura. En la entrevista televisiva que le concedió a Joaquín Soler Serrano, en 1977, Onetti decía:

Me preguntan ¿cuándo empezó usted a escribir? Y yo no puedo saber. Recuerdo sí que en mi infancia empecé a mentir; es decir, yo volvía a mi casa contando aventuras que nunca habían ocurrido, ni ocurrirán, ¿no? Y a los chicos del barrio también, los amigos míos, les contaba mentiras; así que, para mí, el escritor empezó ahí, mintiendo. Después sigue mintiendo ahí en todos los libros, seguro.4

 

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Tal vez sea lícito rastrear algunas fuentes de esta proclividad al embuste en la propia biografía de Onetti, cuya vida estuvo signada por fuertes experiencias de estrechez y derrota. Hubo uno, crucial, del que nos ha quedado un curioso registro. Recordemos que, habiéndose casado muy joven, cuando tenía veintiún años, el maestro uruguayo se vio muy pronto obligado a sustentar una familia —su primer hijo nacería un año después, en 1931. Pero lo que hizo especialmente dramática su situación fue que, al no disponer de un respaldo económico patrimonial, ni de una formación profesional, ni de título académico alguno, Onetti tuvo que desempeñar oficios arduos, y mal remunerados. En Buenos Aires, adonde se habían trasladado, los suyos conocieron tenaces privaciones. Sin embargo, poco o nada se refirió a esto en las entrevistas que concedió, la mayoría de ellas en su definitivo exilio español. Cuando Luis Harss habló con él durante la preparación de su ya clásico libro titulado Los nuestros —que habría de ser, desde la perspectiva de la crítica, el lanzamiento del llamado Boom latinoamericano—, el maestro uruguayo fantaseó sobre su pasado escolar. En el capítulo que Harss le dedicó, aparece dicho así: “Nuestra historia comienza en Montevideo, en 1909. Allí pasó Onetti su juventud y cursó la escuela secundaria. Habla de todo eso con una voz sorda, malhumorado, como si estuviera tratando de recordar una versión perdida de un cuento desagradable. Actitud ésta que define tanto al hombre como al escritor”. Y más adelante complementa el crítico: “Poco descubrimos de los primeros años de Onetti. Bachiller, cuando tenía aproximadamente veinte años de edad, se fue a vivir a Buenos Aires, la tierra prometida, donde merodeó por la Universidad, sin caer en sus redes (...)”.5

Hoy sabemos que las cosas sucedieron de otro modo, y que la realidad fue mucho más cruel con Onetti durante sus primeros años. En el grato y amoroso estudio que Vargas Llosa le dedica —un libro en que recorre cronológicamente la vida y obra del maestro uruguayo, haciendo una especie de biografía crítica— encontramos la referencia a este episodio de su vida, ocurrido cuando él tenía trece años, en estos términos:

Onetti abandonó el colegio apenas había empezado el liceo, es decir, la secundaria. Había ingresado a él a duras penas, con una calificación pobrísima —“Regular Deficiente”—, y la explicación de su deserción escolar que dio más tarde, que se debió a “que nunca pudo aprobar el curso de dibujo”, no parece muy convincente. Sus biógrafos dan otras razones, no menos extrañas —según una de ellas fue a causa de la depresión que le produjo que un compañero le robara su impermeable en ese primer año del liceo y según otra el terror que le causaban los exámenes—, aunque probablemente la de más peso sean las dificultades económicas de la familia. El abono del ferrocarril para ir de Colón a la ciudad donde estaba el liceo Vásquez Acevedo resultaba una carga y tal vez eso contribuyera a aquella deserción y a que los padres se resignaran a ella.6

No debería sorprendernos que haya tantas versiones —unas más disparatadas que otras—, o que el hecho mismo se hubiera ocultado. Tengamos en cuenta que el origen principal de estas explicaciones fue el propio Onetti, quien parece haberse divertido jugando a ser Orsini, o Brausen, o Baldi, o cualquiera de sus embusteros. Lo que se vuelve profundamente revelador es la forma en que tramitó consigo mismo y frente a los demás este episodio tan definitivo de su vida.

 

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Desde temprana edad, Onetti leyó de modo voraz e impenitente; así llegó a hacerse con una vastísima cultura. Fue un autodidacta. Con todo, entre los muchos autores que recorrió y que le entusiasmaron, ninguno marcó su literatura tan profunda y diversamente como lo hizo William Faulkner. Esta fue una deuda que siempre reconoció y a la cual tributó diversos homenajes a lo largo de su vida. En ocasión del fallecimiento del gran narrador norteamericano, ocurrido el 6 de julio de 1962, Onetti escribió un par de obituarios muy recordados. En uno de ellos afirma: “Era, literariamente, uno de los más grandes artistas del siglo”; enseguida añade que, en un futuro cercano, todo el mundo “estará de acuerdo con una simple perogrullada: la riqueza, el dominio del inglés de William Faulkner, equivalen a lo que buscó y obtuvo William Shakespeare”.7 En el otro celebra su capacidad de consagrarse, más allá del ruido externo, de los conciliábulos y de la fama, a la ejecución de su obra: “Obtenía en la noche y la soledad, sólo para sí mismo, sus triunfos y sus fracasos. Sabía que lo que llamamos éxito no pasa de una vanidad amañada: amigos críticos, editores, modas”.8

Pero hay un recurso literario, un principio ficcional que Onetti heredaría del maestro norteamericano —tal como le sucedió a García Márquez y a Juan Rulfo— y que habría de ser cardinal en toda su obra: la fundación de un mundo mítico. Faulkner inventó el condado de Yoknapatawpha y allí instaló sus personajes. En este universo también cifró las claves de aquellos dramas vividos por el sur de su país tras ser vencido en la Guerra de Secesión. Justo es decir que al mismo tiempo estaba creando una de las más profundas y bellas metáforas de la derrota humana que hayan sido escritas en la historia de la literatura. De dicho proceder narrativo descienden otras geografías míticas, como Macondo o Comala. Y en lo que toca a Juan Carlos Onetti, Santa María, en cuyo territorio discurre la mayor parte de sus cuentos y novelas. Aunque apareció por primera vez en el cuento titulado “La casa de arena” (1949), sería en la cuarta novela publicada por el maestro uruguayo, La vida breve (1950), donde se construiría de un modo ya más profuso esta ciudad imaginaria. Allí condensó las contingencias derivadas del ingreso a la modernidad, de la vida citadina y sus avatares de incomunicación, corrupción y desencanto. Si bien acogió un recurso ficcional de Faulkner, es claro que lo aplicó a una cosmovisión propia: sus insumos imaginarios y geográficos son otros. En tal sentido, el crítico Emir Rodríguez Monegal anotó: “Juan Carlos Onetti ha incrustado en la realidad del mundo rioplatense un territorio artístico que tiene coordenadas claras y se compone de fragmentos argentinos y uruguayos”.9

Esta característica, la de construir un escenario común para sus narraciones —cuentos y novelas—, potencia a su vez la significación de ellas. El lector, aunque comprende a plenitud cada relato en las páginas que lo conforman, accede a una dimensión de mayor trascendencia si va de uno a otro. Esto equivale a decir que así, gracias a los vasos comunicantes que se establecen entre las historias, es posible ensanchar el conocimiento de los personajes y sus dramas, de sus relaciones y sus antecedentes, como en una zaga. Una de las muchas ilustraciones de este hecho se evidencia en el cuento “Tan triste como ella” (1963). No se nos dice dónde suceden los hechos, ni conocemos los nombres de esta pareja, de estos protagonistas cuyo matrimonio se haya carcomido por las infidelidades y el tedio. Con esa contundencia que posee el maestro uruguayo para capturar estados del alma, nos cuenta: “Durante aquellas mañanas él no trataba, en realidad, de mirarla; se limitaba a mostrarle los ojos, como un mendigo casi desinteresado, sin fe, que exhibiera una llaga, un muñón”.10 Muy de a poco —tal como acostumbra en todos sus relatos—, Onetti nos va entregando más información; así llegamos a averiguar que este marido se había casado con ella sabiendo que esperaba un hijo de otro, un tal Mendel. Asistimos a la destrucción del jardín, único solaz de la mujer, por orden del esposo, quien avasalla de cemento lo que habría podido ser una fronda vegetal. Y escuchamos el llanto del niño como una señal recurrente que anticipa aquel fatídico desenlace, el mismo que da las claves para comprender ese inicio del cuento, entre vaporoso y onírico. Pero la identidad de los personajes nos viene dada por los vínculos narrativos que mencionábamos atrás. En un momento dado, como de paso, nos dice el narrador:

Aunque ella había nacido allí, en la casa vieja alejada del agua de las playas que había bautizado, con cualquier pretexto, el viejo Petrus. Había nacido, se había criado allí. Y cuando el mundo vino a buscarla, no lo comprendió del todo, protegida y engañada por los arbustos caprichosos y mal criados, por el misterio —a luz y sombra— de los viejos árboles torcidos e intactos, por el pasto inocente, alto, grosero.11

Al toparnos con esta información, nos damos cuenta de que ella es la hija de Jeremías Petrus, el dueño de aquella derruida fábrica de barcos en torno al cual gravita la historia de otra novela: El astillero (1961). Nos ubicamos claramente en Santa María, así que la mujer es Angélica Inés, la misma que desde niña ha vivido interna en la amurallada casa de su padre. Y esto nos permite captar más profundamente sus desgracias.

 

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No cabe ninguna duda sobre la autenticidad literaria de Onetti; de hecho, es uno de los narradores más originales de la lengua española. No obstante, su extraordinaria admiración por Faulkner lo llevó a hacer afirmaciones radicales, como ésta que leemos en un diálogo sostenido con el crítico Jorge Ruffinelli: “Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto. Por otra parte, he comprobado que esta clasificación es cómoda y alivia”.12 Entramos, en realidad, al terreno de las influencias, al modo como un autor se relaciona con aquellos que le han antecedido en su arte. Todo escritor se instala en la tradición; es decir, dialoga, voluntaria o inconscientemente, con quienes siente una profunda empatía espiritual. Rodríguez Monegal señalaba dos presencias más, igualmente determinantes, en la narrativa del maestro uruguayo: Borges y Louis-Ferdinand Céline.13 El primero le aportó ese vértigo imaginativo que se expresa construyendo una ficción dentro de otra —y en el tránsito permanente que los personajes hacen a través de ellas—, al estilo de ese inolvidable relato borgeseano llamado “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1941). Con el segundo tenía Onetti afinidades de fondo en lo que respecta a la visión del mundo, el cual percibían, en su oscuro pesimismo, como algo irredimible y catastrófico; también, y muy especialmente, en su relación con el lenguaje. Vargas Llosa lo llama estilo crapuloso y nos regala una precisa y oportuna definición:

El de Onetti es un estilo que podríamos llamar crapuloso, pues parece la carta de presentación de un escritor que, frente a sus personajes y a sus lectores, se comporta como un crápula. Ni más ni menos. Las características más saltantes de este estilo son casi todas negativas. Lo frecuente es que el narrador narre insultando a los personajes —llamándolos cretinos, bestias, animales, abortos, estúpidos, monos, hotentotes, etcétera— y provoque al lector utilizando con frecuencia metáforas e imágenes sucias, relacionadas con las formas más vulgares de lo humano, como la menstruación y el excremento.14

La eficacia expresiva con la cual logra el maestro uruguayo involucrarnos en su cosmovisión melancólica y sombría pasa por ese lenguaje en el cual, sin embargo, jamás se incurre en la procacidad. Sabemos, por otra parte, que muy tempranamente y de modo asiduo Onetti frecuentó las páginas de Céline, en especial las de aquella novela titulada Viaje al fin de la noche (1932). También le rindió tributo desde su trabajo periodístico. Pero hay todavía una influencia más que haría falta reseñar de su estilo y que no es posible circunscribir a un autor concreto; sin embargo, es tan definitiva para su obra como las que se han planteado hasta aquí.

 

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Juan Carlos Onetti es un narrador que no se deja adivinar. Con él nos sucede lo mismo que ante esos conversadores ingeniosos e impredecibles que nos obligan a estar siempre atentos, pues van tejiendo, a lo largo del diálogo, una seguidilla de reparos, de considerables o menudas salvedades frente a cada afirmación que se les hace. Esto podría resultar fatigante —incluso antipático— si no fuera porque cada una de esas objeciones nos sorprende y, al mismo tiempo, nos irradia una comprensión nueva de las cosas. Onetti siempre nos entrega una manera distinta de mirar y un modo más profundo de decir. Y podemos constatar que dicho distintivo atraviesa los diferentes niveles de su escritura, lo que la inmuniza contra el lugar común. Si nos instalamos en el nivel de la prosa, por ejemplo, hallamos que sus frases son inusitadas —desde sus adjetivaciones hasta su sintaxis. Leamos esta ilustración, proveniente de ese extraordinario cuento que es “Esbjerg en la costa”. Nos dice el narrador, refiriéndose al personaje llamado Montes, apenas habiendo comenzado el relato: “Me lo imagino pasándose los dientes por el bigote mientras pesa sus ganas de empujar el cuerpo campesino de la mujer, engordado en la ciudad y el ocio, y hacerlo caer en esa faja de agua, entre la piedra mojada y el hierro negro de los buques donde hay ruido de hervor y escasea el espacio para que uno pueda sostenerse a flote”.15 Si nos detuviéramos en cualquier momento de la frase, nos resultaría imposible anticipar hacia dónde nos conducirá su ritmo serpenteante en la palabra que sigue.

Este rasgo se replica si nos cambiamos de esfera. Una de las mayores obsesiones de Onetti es cómo entregar la información de la historia que está narrando. Y suele hacerlo con un severo cuentagotas. Esta disposición para contar es la característica más representativa de la novela policíaca, género por el cual tenía el maestro uruguayo especial debilidad. Si bien leyó a los autores mayores del relato negro —Hammett y Chandler—, no discriminaba demasiado a la hora de pillar estas novelitas que devoraba con el apetito de un bebé glotón, las mismas que ya en sus años postreros le proporcionaba su esposa Dolly como si fueran golosinas. Cuando le pasaron el famoso cuestionario Proust, al que suelen recurrir los magazines literarios, respondió así a una de las preguntas:

—¿Su sueño de dicha?

—Whisky y una buena novela policial que todavía no he leído.

Aunque no practicó el género, a la hora de escribir sí incorporó muy deliberadamente el recurso del suspenso. Éste habría de ser determinante en la ejecución de sus mejores relatos; pero también repercutió de forma negativa en algunas de sus narraciones que, debido al exceso de información implicada, se oscurecieron hasta un punto innecesario, como sucede en “La cara de la desgracia” (1960). En el primer caso podríamos referir esa exquisita obra maestra del cuento titulada “Jacob y el otro”. A través de la rotación del punto de vista —otra de las técnicas en las que Onetti es un verdadero experto—, vamos conociendo los pormenores de la historia, del combate entre Jacob van Oppen y el turco Mario. La identidad de los contrincantes se nos revela mediante una dosificación de los datos ejercitada con la precisión de un relojero suizo. Sabemos desde el comienzo que hay un gigante malherido. ¿Qué ha pasado? Luego nos enteramos de que ambos luchadores poseen rasgos físicos parecidos. ¿Cuál de los gigantes está moribundo? Será necesario recorrer cada página de esta memorable narración para saciar la curiosidad que su autor ha sabido exacerbar en nosotros de principio a fin. Hay, por supuesto, muchas otras cosas inolvidables en este cuento —como el príncipe Orsini, manager de Jacob, o Adriana, la novia del turco—; por eso, transcurridas tantas décadas, los lectores de hoy nos preguntamos por qué razón no le concedieron el primer premio en el concurso de cuento que organizó la revista Life en 1960. Quizá por ese vicio que tenía Onetti de quedar segundo en todos los certámenes literarios a que se presentaba.

 

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Si bien es cierto que entre sus relatos hay unos mejor logrados que otros, todos desarrollan en profundidad esa mirada tan particular que el autor tenía sobre la vida y la literatura. No hay claudicación en ninguno de ellos —ni ante modas, ni ante editores, ni ante el éxito. La suya fue una búsqueda incesante en el fondo de su alma y una indagación permanente en su relación con el lenguaje. Alguna vez hizo, en tal sentido, esta declaración de principios: “Nunca me ha importado la crítica ni ha influido en mi obra. Creo que ésta es el producto de mí mismo, y aunque reconociera que el crítico tiene razón no podría cambiarla. Los errores, en este sentido, son como la cara que tengo. No se pueden cambiar”.16 De modo que en sus narraciones hallamos una y otra vez las obsesiones habituales, aunque desplegadas siempre en admirables y proteicos anecdotarios. En repetidas oportunidades habló Onetti sobre el origen de sus relatos, como en el caso del que habría de ser, probablemente, su cuento más impecable: “El infierno tan temido”. A Jorge Ruffinelli y a Joaquín Soler Serrano les refirió, en momentos distantes, la génesis del mismo. Se trata de una historia sucedida realmente en Montevideo y que le fue contada al maestro uruguayo por su amigo Luis Batlle Berres, quien fue presidente de la República —a él le dedicó El astillero. Un empleado de la radio Ariel, casado con una actriz de radioteatro, abandonó a su esposa al enterarse de que ella le había sido infiel durante una gira. La mujer, en retaliación, le empezó a mandar fotografías obscenas en las que aparecía ella acostándose con amantes ocasionales. Para incrementar el martirio, envió las fotos a los amigos de su ex marido. Hasta que llegaron también a su círculo familiar. Éste no pudo resistirlo y se suicidó.

Onetti pone al servicio de la insólita situación su extraordinaria pericia narrativa y, de modo estratégico, destaca en todo ello una dinámica de ambigüedad. Dota a sus personajes, por supuesto, de unas particularidades significativas. El hombre, llamado Risso, es un periodista que cubre la sección Carreras Hípicas en un periódico. Viudo y con una hija en edad escolar ha contraído nuevas nupcias con Gracia César, una joven actriz a quien dobla en edad. Nos cuenta la devoción con que ella se ha entregado a su esposo y a la hija de éste. Y, sobre todo, nos presenta la promesa de amor incondicional que él le ha hecho a su mujer, más allá de cualquier consideración. Por eso cuando Gracia César le confiesa una aventura sin importancia y Risso reacciona rompiendo el matrimonio, se granjea el odio más visceral que pueda ella ejercer. En esto se reproducen las coordenadas principales de la historia original, incluida la gradación de la represalia —las fotografías son remitidas a instancias cada vez más entrañables en los afectos del protagonista. Pero Onetti sabe la importancia de subrayar en esta historia los elementos más oscuros; así desborda las explicaciones simplistas y se adentra en la exploración de la crueldad. Porque si bien es cierto que hay aquí una venganza, también la mujer está llevando a cabo una inmolación. Sí, la mueve el odio; pero es innegable que ese hombre le importa hasta un grado supremo: algo muy parecido al amor. Por eso nos dice el narrador que Risso, al recibir la segunda foto, “midió su desproporción, se sintió indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir”.17

En lo que respecta al marido, saltan igualmente a la vista sus contradicciones. De una actitud posesiva y condenatoria hacia Gracia César —la misma que generó la separación— se va moviendo de a poco, es decir, a medida que acumula fotografías. Con la cuarta de éstas, la cual llega a su casa y es interceptada por la abuela de su hija, el protagonista toma la decisión de buscar a su esposa e intentar el regreso. Ha ingresado a un estadio excepcional: “Volteado en su cama, Risso creyó que empezaba a comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y la inteligencia”.18 Desafortunadamente, las cosas no terminan ahí para el periodista. La parte final de esta historia nos la cuenta el viejo Lanza, un compañero del periódico a quien le había llegado una de las fotos previas. Por su testimonio sabemos que Gracia César envió una última fotografía a la niña, al Colegio de Hermanas donde estudiaba. Éste fue el puntillazo definitivo para Risso, quien toma entonces la opción del suicidio. Así se configura una dimensión intangible en este relato, un más allá que no puede ser explicado y que está en la base de su excelsitud, de su hondura para inquirir algo tan complejo como la crueldad. Al comentar los cuentos de Onetti, Rosario Hiriart afirmaba: “La fatalidad rige la vida de todos sus personajes, quienes parecen arrastrar siempre un cansancio atávico, mientras que la forzosa incomunicación en que viven les impide mezclarse con la vida”.19 Resulta a la vez curioso y revelador el rótulo escogido para este cuento, el cual proviene del célebre soneto anónimo que se titula “A Cristo crucificado”, esa joya de la mística española: “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido; / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte”. También de este modo quiso el maestro uruguayo cifrar las claves del misterio que se oculta detrás de la maldad humana.

 

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Leer los relatos de Onetti es recorrer una de las obras más inquietantes y exquisitas de la literatura escrita en español. Entre los años 60 y 80 del siglo pasado hubo una fuerte acogida crítica acompañando su producción narrativa. Dos momentos tuvieron especial notoriedad. El primero, a raíz de su exilio en España —cuando le fue dedicado el número monográfico de los Cuadernos Hispanoamericanos, en 1974—; y el otro en 1980, en ocasión de la entrega del Premio Cervantes de Literatura. Sin embargo, en lustros más recientes ha habido una especie de marea baja en su recepción. Pero este año han vuelto a florecer signos que muestran una renovación del interés editorial y crítico. Acaba de aparecer el tercer volumen de sus Obras completas, editado por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, bajo el cuidado de Hortensia Capanella. Las celebraciones de su centenario han tenido gran acogida en las dos orillas del Atlántico y de la lengua. Mario Vargas Llosa ha lanzado un afectuoso libro sobre la obra de Onetti. Diversas publicaciones le han dedicado separatas y número monográficos, como la revista Ínsula Nº 750 y la revista Turia Nº 91, recién impresas en España. En fin, podemos decirle al lector, con toda certeza: adelante, el banquete está servido.

Madrid, julio 1 de 2009, en el centenario de Juan Carlos Onetti.

 

Notas

  1. Onetti, Juan Carlos (prólogo de Antonio Muñoz Molina). “El posible Baldi”. En: Cuentos completos. Editorial Alfaguara. Madrid, 2007 (1994). Pág. 53. Todas las citas de los cuentos provendrán de esta edición.
  2. Ídem. Págs. 53, 54.
  3. Muñoz Molina, Antonio. “Sueños realizados: invitación a los relatos de Juan Carlos Onetti” (Prólogo). En: Onetti, Juan Carlos. Op. cit. Pág. 23.
  4. Soler Serrano, Joaquín. “A fondo”. Radiotelevisión Española. Madrid, 1977.
  5. Harss, Luis. “Juan Carlos Onetti, o las sombras en la pared”. En: Los nuestros. Editorial Suramericana. Buenos Aires, 1977 (1966). Págs. 223, 224. (El subrayado no es del original.)
  6. Vargas Llosa, Mario. El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti. Editorial Alfaguara. Madrid, 2008. Pág. 39.
  7. Onetti, Juan Carlos. “Réquiem por Faulkner (Padre y maestro mágico)”. En: Marcha, Montevideo, julio 13 de 1962.
  8. Onetti, Juan Carlos. “William Faulkner”. En: Acción, Montevideo, julio 15 de 1962.
  9. Rodríguez Monegal, Emir. Literatura uruguaya del medio siglo. Editorial Alfa. Montevideo, 1966. Pág. 258.
  10. Onetti, Juan Carlos. “Tan triste como ella”. En: Cuentos completos. Op. cit. Pág. 296.
  11. Idem. Págs. 297, 298.
  12. Ruffinelli, Jorge. Palabras en orden. Universidad Veracruzana. México, 1985 (1974). Pág. 108.
  13. Cfr. Rodríguez Monegal, Emir. “Onetti o el descubrimiento de la ciudad”. En: Revista Capítulo Oriental, Nº 28. Montevideo, 1968.
  14. Vargas Llosa, Mario. Op. cit. Pág. 116.
  15. Onetti, Juan Carlos. “Esbjerg en la costa”. En: Cuentos completos. Op. cit. Pág. 155.
  16. Onetti, Juan Carlos. “Unas citas de Onetti”. En: Cuadernos Hispanoamericanos, Nº 292. Madrid, 1974. Pág. 27.
  17. Onetti, Juan Carlos. “El infierno tan temido”. En: Cuentos completos. Op. cit. Pág. 216.
  18. Ídem. Pág. 225.
  19. Hiriart, Rosario. “Apuntes sobre los cuentos de Juan Carlos Onetti”. En: Cuadernos Hispanoamericanos, Nº 292. Op. cit. Pág. 309.