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Aparento un minuto

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“Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris me acerco
a los árboles del jardín”.

Rubén Darío, Canción de otoño en primavera

Aparento un minuto ser hoja sorda con poco viento. Indudablemente estoy vestida de árbol a la hora que no conoces esta vez desde mi reloj abreviado, mi reloj lleno de emociones gastadas, mi reloj que alguna vez estuvo sembrado y creciendo, ahora muere conmigo, pero no es cierto, no es cierto si dejo de morir, si dejo de esperar, si dejo de ser autómata combatiente de un momento que nunca fue y que todavía espero. Mi vida a la vuelta del último compás, mi vida desfigurada, pero viva, jamás muerta a pesar de las líneas y las agujas, mi vida transitada, pero no descubierta. La única manera de vivir es vivir sola, pero no sola de gentes, sola en pensamientos, y esta vez que tengo ya 67 años es que lo entiendo. Mi vida se parece a los días que persigo el sol mientras hago mis paseos imaginarios por la ventana que se refleja y abre sobre mi mesa. Hay escarcha brillando en mi cuello luego que regreso, hay besos regados por las paredes que rodean al reloj, hay vapores que salen volando de la cocina y todo da vueltas en ese compás que no quiero terminar sin entender qué depósitos debo encontrar, la liberación de lo guardado. Hago planes aplastando los bordes todavía distraídos de otros pensamientos más rutinarios y de escasas puntas, si son los lunares un testigo de lo expuesta que he estado a los rayos del mediodía calvo de tantos años, tú a mi lado, tú destinado a otro destino, cuando soy yo tu destino de la mano mientras mi cabello sigue plateado, como el auto de alguna película que pretendo ver la próxima vez.

Así comienzo el recuerdo del momento anterior, cuando alcé la vista de lo acostumbrado y me vi trepada más alto que los frutos del patio vecino que siempre tiene tos y todo mojado los domingos por la tarde luego de la lluvia artificial que organiza una manguera llena de agujeros y aplanada. Una manguera japonesa que me ha obsesionado por mucho tiempo. Las flores de ese lugar siempre tararean una canción en el pecho cuando ella comienza a regar e insiste vientos desde tu cuarto a lo lejos de un tren perseguido... Mi vida con maderas a rizos verdes se parece a un poema dedicado que duerme una cama contigo. Contar que te veo, es contar que hablo sola, que trepo y me desnudo en la sala cuando nadie camina cerca de la ventana, contar que te veo es seguir delirante ante la puerta y no salir, detenerme, aferrarme al suelo y creer que vives en mí a pesar de las lámparas y los libros cerrados que dicen que nada es cierto. Contar esta brevedad es hacerme eterna, ya no salgo de ti y es buscarte cuando me encuentro tierra y aire en esos árboles que sabes crecen entre nosotros como países desorganizados y en procesos de expansión, países que no conocemos, pero sabemos existen. No estás aquí, pero seguimos hablando, hablando porque no te olvido, porque no te quiero olvidar, porque sigo alimentando esperanzas con el agua que nace de la manguera japonesa cada vez, cada vez que aparento ser... pero no puedo seguir así, hay algo en el reloj de la pared que me dice que todo cambiará, que me he venido preparando, como aquella receta de hongos al “grill” que aprendí como gran evento hace meses.

El día de la mirada fue marcado por otros acontecimientos que cumplieron sus pasos cuando en mi intento primero accedí a leerme la suerte en el café de una taza que sólo se ríe entre mis manos. Aquel ofrecimiento con su voz de señora añeja, inspiró mis ganas y terminé aceptando que por más que lo niegue poseo deseos de futuro aunque haya encerrado mi pasaporte y todos sus zapatos bajo llave en el armario que vendí a dos excusas por redecorar esa sala donde hago bailes de vientre ante el espejo, tengo 67 formas de moverme, cada año aprendo una nueva y la anexo a mi lista de rarezas. Entre mis favoritas está la de gata que se enrosca la cola como bufanda.

Continúo con la lectura del café y permanezco atendida por la suerte y las palabras siguen su curso de estrellas mientras vuelve a llover sobre Neptuno mis posibilidades de viaje. Existe mi vida en el espacio, más arriba del techo del patio y aunque no alcance a ver ciertas constelaciones todo se organiza desde la distancia. Si tan sólo pudiera colaborar y salir de esta espera de bailes inventados que se hacen cada vez más complicados. Pero no, sólo me queda esperar a que suceda, por ese motivo no salgo afuera, espero que todo entre y se apodere de mí, ha sido decretado más allá de lo que conozco, tantas emociones llevan tu piel y yo sintiéndolas desde aquí, atada con las cortinas y subiendo en ellas, volando a capas hipnotizando el viento que se cuela por debajo de mis manos, mis manos ya marcadas contigo.

El momento detenido me hacía preguntas a medida que el reloj de la pared principal caminaba su historia personal y permanecía lento más segundos en cada minuto impar. Una pregunta de las tantas formuladas se presentó en la misma pared y se fue deslizando con la sombra de las agujas de metal. ¿Puedo detenerme ahora? Los estados de locura son hijos sueltos en el parque y nuestra vista desde el banquillo de las madres una coincidencia en las gargantas, gritos al vacío. Sólo las madres acontecen en el parque y saben cuántas alturas alcanza el tobogán cada día si se lo ve desde puntos distintos de aproximación. Mis hijos a los tres, a los dos y yo suelta, a la deriva de sus pasos y cantando que ya no vuelvo a entrar a un parque pequeño, que me suelto en la sala de la casa de cualquier día y existo disfrazada de piel y espejos al revés. Soy todas las veces la misma mujer, igual que ese tobogán. Las madres desde el banquillo somos un club de madres sueltas y llenas de palabras con sabor a recetas, la última que aprendí sigue siendo mi favorita, ando temporada al “grill”. Los días de mi madre son las palabras que le debo y me convierto en ella por solidaridad genética, la imito, me pinto... La encuentro pretendida por voces que no la llaman, que se han perdido en el tiempo y sus collares de perlas un arrebato de sinceridad en su cuello. Mi padre dormido, angustiado, yo sólo la busco a ella porque me sigo buscando, uno de mis movimientos más complejos es el que hago frente al espejo imitándola a ella, es una experiencia personal que nadie verá jamás, me desdoblo en su nombre y entro dentro de ella y nazco con su vida y la mía. La vida de las madres es un planeta donde sólo habitan hijas, la historia de los varones es otra.

Somos las dos y repetidas como una, nos olvidamos de la otra, mi madre ha muerto su vida de forma callada, quizás en esos segundos lentos de los minutos impares. Soy la mujer en la sala que se desnuda y pretende cortar sus venas para saberse cierta como el libro ya rojo que leo las noches que ella no se acerca. Mi madre a destiempo situada en el lienzo de un autorretrato, mi madre con violetas regadas por los ojos y su madre repetida también en ella... Somos las mujeres de mi familia, una familia de mujeres, una tribu de hermanas rusas descaradas, latentes, amarillas y como ya dije antes: flotantes maderas con rizos verdes a la deriva de un día que siempre existe en las olas de la playa que fue tantas veces nuestra única aproximación, nuestros pies juntos entre las algas, nuestros caracoles llenos de arena, nuestras manos haciendo huecos para buscarla sólo a ella que siempre caminó lejos en la casa, que no salió nunca de ella.

Así es la mañana, alguna mañana que la recuerdo, pero siempre continúa por aquí cuando me siento a continuarla y la tomo de los cabellos y respiro profundo los ejercicios de relajación por correspondencia de un video que llegó a nombre de un vecino a mi puerta. Cuánta calma vive en el aire, qué mundos se esconden en algo sin color cuando entra por mi nariz, se hace el viento, existe el oxígeno, se derrite una sustancia en esta sangre y las ideas se llenan de efectos que no sé pensar de otra manera. Sigo buscando amor en la rareza de ese video ya casero que vive en mi casa. Me gustaría conocer los pulmones grandes del comienzo y respirarlo todo. Quizás de eso se trata la vida, respirar y respirar, sin fórmulas, acumulaciones, bostezos, abrazos, todo me agota a la hora del día en los minutos anteriores a la mirada. Sigo contando que me aproximo a un momento definitivo y que cambió la disposición de los muebles en mi sala más despierta, hay apariciones que se nos presentan como vocablos en el alma, sustos precedentes y muchos pasos de causa y efecto.

Pasaron varios imprevistos el día de la mirada, y aunque intente desatarlos de lo ocurrido fueron previos y anunciantes de lo que venía, el encuentro a ojos que cambiaría mi vida de su posición conocida y la vestiría de cartas, esa noticia de posible viaje. Algunas cartas tienen miradas asomadas en los sobres, y yo iba al correo mirando una carta escondida en el libro rojo que salía siempre conmigo cuando estaba sola y quizás fue el cuido de su color al sol de ese mediodía que me hizo abrazarlo con tanta fuerza, como si fuera una promesa, una melancolía, una protección, una manzana, una conexión real a un pedazo que se pretendía en el tiempo, mi amuleto de vidas anteriores. Abrazar aquel libro me hacía sentir mejor a pesar del calor, del ruido de los carros, de las ofertas escritas en las vidrieras de tiendas cerradas, de los niños regresando solos de la escuela, de las carretas llenas de frutas en vapor y rabia, de los viejos todavía más solitarios que olvidaron lo aprendido. Todo a esa hora insistía su propia dirección y temperatura, su razón, su verbo y yo hincaba las uñas en la carátula de aquel libro que estrangulaba la carta que debía enviar por diversas razones. La calle de aquel momento parecía un mercado de almas en pena, de desterrados, todo se pintaba a dos flechas, subía o bajaba, la oficina de correos quedaba en escalada, pero fui avanzando entre la gente y no me detuve ni a respirar... ¿dónde quedaba la cisterna de aire que hablaba el hombre del video?, ¿existía oxígeno fresco en el centro de la ciudad o era tan sólo otro invento de los humanos que pretendían sustituirlo todo, apartarlo, separarlo? ¿Eran los intentos de laboratorios los comienzos de Dios?... Aquello que respiraba no se parecía a las imágenes del campo budista donde nos enseñaban a respirar alegría y naturaleza, vida, fe, el hombre del video repetía con voz de sueño que debíamos inhalar la vida y que ésta se encontraba en la naturaleza. Parada en la esquina de cuatro semáforos no podía ver a ningún árbol cerca, no había cascadas, ni monjes tibetanos soplando sus flautas, pero una imagen llegó a mi mente, me refresqué al recordar los domingos de la manguera de mi vecino y su extraña forma de mojar, me vi bañada en aquel jardín que nunca visité, pero que crecía desde mi ventana, aquella manguera estaba conectada con la sabiduría de la vida que tantas veces fue enseñada por el hombre del video y hasta escuché nombrar en la última reunión de condominio a una señora del piso cuatro que siempre vestía de flores su cuerpo. Mi boca se llenó de saliva y todavía me faltaba hablarle al empleado de la oficina de correos y solicitarle las estampillas necesarias para el envío de la carta. Estaba a dos pasos de la orilla de la acera y me tropecé con una botella, se detuvo el tráfico de mis piernas y ese movimiento en seco me hizo resbalar cayendo al suelo de esa calle continua a la oficina de correos del centro. La calle sucia de todos los pasos que se dieron antes de ese momento me hizo pensar en lo manchada que podrían estar mis costillas, mis rodillas y hasta la carátula de mi libro rojo abierto, tendido como muerto con los brazos abiertos y atrapando con la punta de la página 123 el sobre que contenía la carta. Me sentí como si hubiese estado expuesta a una pelea callejera y me dejaran en desventaja, herida y sin amigos cerca... hubo varios pensamientos llenos de ego y furia, pero estaba tan cerca de vivir la mirada que todo perdió su valor de siempre y fue cediendo en mi cara, a tan sólo dos metros estaba tendido un perro que me miró a los ojos con lo que cambiaría mi vida. Sus ojos de perro estaban a la misma distancia de los míos en el suelo, nuestras vidas estaban al mismo nivel, nuestras vergüenzas, nuestras salidas, nuestro descanso repentino, y la gente seguía sin vernos. Sus ojos de perro no salían de los míos, sus ojos eran negros como los ojos de la mujer que siempre quise ser. Sus ojos miraron mi cuerpo y lo recorrieron como un campo donde podía correr, aquel perro no necesitaba correr a otro sitio, podía entrar a mi vida y correrla completa, llevarme a otro lugar y seguir corriendo, aquel perro entró sin permiso, como entran los perros a todos lados y hacen huecos.

Sus ojos no tenían dueño, quizás fue aquello, aquel convencimiento de libertad me hizo robarle su mirada al perro, sólo era eso, un perro más del centro de la ciudad enfrente de la oficina de correos, pero su mirada estaba libre de todo aquello que me atrapaba, las angustias en el elevador, las estaciones de vida, los años, las facturas en el buzón, las llamadas obligadas a primos y los hijos de las mujeres en el parque, los gritos, mis hijos de cualquier manera, los tuviera o no, saliera de ese momento o no existiera, mis hijos a la porra, al viento y ya estaba metida en los ojos del perro corriendo. ¿Me haría daño mirar de esa manera? ¿Accedería a tener mejor olfato... respiraría? ¿Aceptarían mis ojos la mirada de un perro como visión? Algunas personas usan lentes para protegerse de los rayos del sol, otras se disfrazan con antifaces, otras sencillamente son ciegas de nacimiento, otras tienen miopía, otras alergias que las hacen llorar con cebollas, yo tendría mirada de perro en los ojos negros de la mujer que siempre quise ser. De asumir aquella visión, estaría dejando mi mirada al perro de la oficina de correos y qué haría él con ella, ¿podría ver su mundo de la misma manera o sería una fatal herencia para sus noches?, tendría que dejarle también mi libro, mis rarezas, conozco mis ojos después de la medianoche y sé que les gusta leer.

A las 2:45 pm todavía permanecía tendida en la posición inicial de la caída, como la pincelada de un niño en la primera vez, sin técnica, pero libre, mi caída fue tan natural que no tuvo defectos, fue una caída auténtica y pude vivirla, fue la caída libre de un libro de física en el pupitre de toda una vida. Todo la primera vez siempre es completo, se va haciendo en la vez, se hace concepto y referencia para el pasado y el futuro. Pude ver la hora, ya que reflejaba sus agujas el reloj del edificio de bancos en la vidriera. Ese instante fue preciso y pude ver cómo llegó la aguja a los 30 segundos de ese minuto.

Mi cuerpo tirado en la acera se amoldaba a la misma forma del perro, ninguno de los dos se movía, mi cuerpo estaba quieto, descansado, por un momento pensé que estaba muerta y que ese perro era mi próxima reencarnación, su cuerpo era de perro callejero, pero su mirada no, me sentía atrapada por sus ojos al igual que mi libro aplastaba la carta. Yo también me encontraba aferrada a algo, marcada, cautiva. Mi captor era una mirada llena de significados, intensa, su mirada podía desnudarme y resucitarme. Era la mirada de un ser que no me debía nada, que no me conocía. La hora de los autos también renacía en aquel lugar y las cornetas al viento hicieron que mi perro corriera, fue un nuevo momento para él, lo vi tener miedo, lo vi levantarse y salir huyendo, mi perro no corría con su mirada, estaba huyendo con la mía, era mi forma de ver la vida lo que lo hizo escapar y perderse entre la gente, cruzar la esquina de los cuatro semáforos y alcanzar al hombre de la carreta llena de frutas y pasar por debajo sin tomar un mango, mi perro salió despavorido y alcanzó a los niños olvidados y a los viejos que insistían en recordar sus días en el tiempo, el perro se llevó mi mirada y pude ver entonces con mis ojos la de él, la que ahora vivía en mi cara, su mirada de perro, sentí placer, sentí gusto de estar tendida en la calle, no había prisa, no importaba el viento, el calor, yo respiraba de otra manera, me gustaba la acera, la sentí tan caliente que me relajaba las piernas heridas en la caída. Comencé a reír, me dolieron las muelas, las caries, los músculos debajo de la piel, la mirada del perro se estaba riendo por primera vez en una cara humana y tenía todas las posibilidades de sonreír, ahora podía hacerlo libremente, tenía espacio con el tamaño de mi lengua, comencé a reír, di varias vueltas en el suelo, me daba risa estar riendo las ganas de risa de un perro, al ver con su mirada todo iba cambiando, no tuve miedo de reírme sola en la calle, de estar olfateando las huellas y encontrarme a cuatro patas, cierta y agachando la mirada hasta la página 123 que olía de exquisita manera, tuve deseos de olerla y la mirada de mi perro tuvo deseos de leerla en voz alta, como si fuera una voz más de la calle, un ruido distraído que se perdía entre los autos como el sonido de otro motor, la sirena de una motocicleta de patrullaje. Mi voz se podía convertir en susurro, en pensamiento, podía sentarse a pedir limosna o gritar de alegría por la dicha de tenerla. Aquella revelación me gustaba, la risa, reírme, tener tanto espacio en la boca y usarlo para reírme, que entrara a un escenario de payasos y yo llena de músculos en la cara dispuestos a extender y saltar la cuerda durante la presentación. Me reí a carcajadas y veía las caras de los inválidos y seguía riendo, sólo nos hacía falta tener boca amplia para poder reírse de la vida. Quería hablarles, pero me reía, fue entonces que volví a caer al suelo, pero esta vez me senté en el mismo lugar donde había conseguido la mirada del perro, donde él había estado acostado antes de huir de mi. La risa es contagiosa como los ladridos de los perros, si empieza uno a ladrar los otros lo siguen, ¿las razones?, desconocidas, pero todos unidos. El libro rojo estaba entre mis manos y lo fui levantando hasta mi nariz perfilada, herencia de esa madre que siempre se maquilla y se busca bella. Los olores se hicieron intensos, llenos de margaritas, podía oler flores, albahaca y sal, estaba oliendo la historia, como quien tiene un presentimiento y sabe lo que va a ocurrir. Olores que en principio fueron sutiles luego fueron invadiendo mis manos y se extendieron por el suelo, todo olía diferente y el estar sentada allí me hacía convertirme en una criatura más de la calle confusión, algo debía venderles a todos para que me rodearan de esa forma, algo prometía mi risa y aquel libro que despedía olores, mis interlocutores estaban hipnotizados. Como en una escala musical de grandes composiciones barrocas los mismos olores fueron saltando de línea en línea para vestirse de letras, tuve que aclarar mi garganta para poder diferenciarlos a todos, llegué a percibir jazmín de un árbol que fue bajando por mi pecho y queso mozzarella de una pizza que se horneaba a pocos metros. La mirada del perro leería la página 123 de mi libro rojo para todo el que quisiera escucharla.

No había otras razones ocultas en mí, sólo deseos de lectura, yo no intentaba ganar dinero, no ofrecía cremas de mágicos resultados, no hablaba japonés, sólo era un mujer sentada cómodamente y que se disponía a leer un libro de roja presentación. Lo único que me hacía diferente a ellos era la mirada de mis ojos, un perro me la había dejado por equivocación.

Página 123:

“...y la luna tocaba sus ojos en los ventanales del piso octavo donde vivía Antonio, el mar estaba en su lugar acostumbrado, la sal crecía como los sueños, Antonio soñaba amores vestidos de olas que subían hasta sus ojos. Más abajo de ellos, ya en la calle, se encontraba el bar de los marineros ahogados y mareados. Antonio debía seguir la noche a su manera, temprano saldría a buscarla, siempre a ella, aunque no lo supiera. Antonio fingía nados en los que alguna vez se ahogó y contaba los escalones de la primera vez en el beso para Sofía, aquel presente que los encontraba en todas partes de la ciudad de puertos. Antonio la soñaba, amaba a una mujer que no hablaba, una mujer distraída, muda quizás, Sofía, ella, la mujer que siempre le sonreía en el autobús camino a su trabajo en el puerto. Antonio escuchaba el silencio de Sofía y sentía que éste le cantaba. Escuchar el silencio en compañía es tener paz, Antonio tenía las olas de todas noches, quería navegar su amor por Sofía sin palabras, flotarlo, dejarse a la deriva. Ambos iban juntos en el autobús que conducía al puerto donde se encontraba la oficina de playas, había una oficina que organizaba la frecuencia de las mareas y notificaba el mejor tiempo para los navíos a tierras extranjeras. Esa mañana, Antonio habló brevemente con el silencio de Sofía su verdad y la invitó a bañarse con él esa tarde a la playa cercana, la que miraba al sur. Sofía aceptó de forma callada, con el sol en su silencio y se despidió.

”Antonio la esperaría a las tres de la tarde debajo de un árbol de frutas de playa, Sofía regresaría desde la distancia en el mismo autobús que había usado en la mañana. Ambos se miraron y él dio la mano mientras caminaban sobre los mosaicos verdes y amarillos encajados las piedras de la montaña que llegaba a la playa que él conocía... Sofía seguía en silencio, no eran necesarias más palabras entre los dos, todo estaba en calma mientras las olas llegaban a la arena más blanca. Antonio tenía deseos de besarla, sólo pensaba en sus labios, y su corazón latía con más fuerza, los deseos de amor son aproximaciones en el viento y ambos lo sabían desde que se encontraron en el autobús. Sus cuerpos cantaban amor en el agua y no había promesas, no hacía falta palabras. Sofía tenía las manos suaves, Antonio la cara de su patria, ambos bailaban el beso antes de la vida... Antonio y Sofía no se volvieron a ver esa tarde, ambos tenían las ropas mojadas y debían ir a secarlas para continuar el día siguiente otro momento en la playa... Todos intentan comenzar lo que ya han comenzado...”.

La mirada del perro se llenó de lágrimas en mis ojos y comencé a llorar la historia de Antonio y Sofía, aquel amor sin palabras, aquel silencio que los unía y los mostraba desnudos en el camino a la playa, en el viaje en autobús, la mirada del perro que ya era mi mirada en ese momento salió del libro y se levantó entre la gente que me rodeaba. El sol se agotaba en el aire, hablaban los silencios de Sofía, todos lloraban su desnudez, el cuerpo del perro expuesto. Nunca había llorado al leer aquella página, no la había encontrado antes, no me había encontrado en ella, pero fue el leerla con la mirada del perro que hizo que todos habitantes de la calle, atrapados en el momento, incluida yo, lloráramos frente a la oficina de correos por Antonio y Sofía, por su silencio, por el nuestro, que no era otro silencio que el silencio en la boca del perro, las palabras que no decía y que hablaba con su mirada, sí, debió haber sido leerlo con sus ojos que desnudó la historia para todos. Hay amores en los ojos de un perro y cuántos perros no estarán enamorados en este intento, perros enamorados dentro de nuestro cuerpo, pero no lo sabemos, perros enamorados de sus dueños, los líquidos de su garganta. Los ojos de la mujer que siempre quise ser estaban llenos de amor, estaba enamorada, enamorada como el perro, como Antonio, como Sofía, enamorada de todos aquellos que me rodeaban y que estaban enamorados de mí, aquella mujer libre de leer la página de un libro en medio de la cotidianidad y las urgencias de la hora de almuerzo. Me sentí expuesta, diva, atrevida, insólita y repartida en el brillo de los que me miraban, ellos no lo sabían, pero miraban simplemente a un perro vestido de mujer, porque a esas alturas ya me había convencido de que los perros sienten más pasión por la vida y por la lectura. Sonreí, todos aplaudieron y el tráfico hizo un silencio esperando escuchar mi agradecimiento, hice una reverencia, hice uno de los pasos de baile que suelo hacer en mi sala, desnuda, aquí también estaba desnuda, pero de otra forma, más real, pude sentir cómo el sudor me llenaba de ganas y la visión de la manguera sofisticada se hizo vívida en mí. Era la primera vez de tantas cosas que siempre vi desde la ventana, pude sentir el agua mojar mi cara, mi espalda, mis pantaletas, estaba mojándolo todo por dentro y por fuera, me mojé, me bañé en la playa de la página 123 de un libro. Para aquel momento sólo tenía emociones mojadas y aplausos en las orejas... alguien comenzó un canto que fue acompañado por el compás de tres aplausos: Sofía, tres aplausos, Sofía, tres aplausos, Sofía, tres aplausos más y ya me llamaba Sofía en la calle, en la boca de ellos y de forma escrita como la remitente de un sobre que pretendía enviar... también me llamarían de otra manera si no me apuraba a entrar a la oficina de correos. Esa calle era conocida por crear confusiones, todo en ella se entendía a gritos y pancartas.

Todos los centros de las ciudades padecen de esta alergia, de esta expresión popular, llena de vendedores ambulantes y mucha política en los pechos... Sofía, tres aplausos, Sofía, tres aplausos, Sofía, tres aplausos más. Mis compatriotas se fueron alejando con su marcha y sus lágrimas, para todos yo era la Sofía de Antonio y les había contado mi historia de amor. Por un momento pensé que sí era ella, la mujer sin palabras que no estaba preparada para Antonio lleno de mar, eso me recordó que debía enviar la carta y la recogí del suelo, estaba a mis pies, también sentada viendo mi mirada. Esa carta podía reconocer que yo no era la misma mujer que había escrito sus líneas, no tenía la misma mirada, por lo tanto aquello que estaba escrito era un falsificación a la verdad. No podía dejar de amar nuevamente, esta vez debía seguir escribiendo, debía rescribir la carta, quizás cambiar su destinatario era suficiente, pero no, la mirada del perro y los ojos de la mujer que siempre quise ser, veían con claridad lo que tan ciego había estado antes para mí. Las preguntas típicas de tiempo y espacio me asaltaron como un ladrón de calles del centro, todo mi cuerpo fue recorrido por un escalofrío, ¿qué pasaría si la rescribía?, ¿tenía tiempo?, ¿por cuánto tiempo estarían los ojos de la mujer que siempre quise ser en mi mirada? La oficina de correos cerraba sus puertas en 25 minutos contados desde aquel reflejo en la vidriera anterior, así que encaminé mis pasos al café de la calle siguiente donde nunca había entrado a escribir una carta.

El café de la calle siguiente quedaba ubicado en la esquina que sube de la calle confusión, yo sabía dónde estaba la mejor mesa, la podía ver en la distancia, mis deseos por entrar me hicieron verlo todo claramente, mi nueva mirada tenía olfato y pude percibir que tenían servida torta de fresas con chocolate en casi todas las mesas.

Pero el café de la calle siguiente tenía una historia conmigo aunque no me gustara recordarla, el día de su inauguración yo paseaba por la puerta, había mucha gente en protesta por el decorado altruista y alguien me empujó como un balón de football, fue en ese momento que se hizo la historia, un reportero gráfico del “Periódico Urbana Vida” me tomó una foto que luego vi publicada al día siguiente donde una nota de prensa decía textualmente:

“Confusión a la hora de entrar al nuevo café del centro, la gente pierde la compostura y se empujan mutuamente. Los partidos políticos nos engañan, nos golpean, quieren tumbar al gobierno y esta es una prueba de su fuerza popular, todos gritaban: ‘NO VAMOS A CAER’ ”.

Hoy volvía ese café, al que nunca entré realmente, pero si mi foto en su foto paseó el país entero haciendo campaña y carnaval, recibí llamadas de mis primos obligados que me decían que tomara la vida con calma, que los cafés iban y venían de cuadra en cuadra, que algunos eran virtuales, que dejara de estar identificándome con el gobierno, que no les hiciera eso, que pensara en todos los Arrieta y Ron Pasa y que diera la talla a pesar de mis ideales izquierdistas. Nunca contesté esas llamadas, las olvidé, las dejé olvidadas en la máquina contestadora de mi sala donde hago esos bailes de vientre frente al espejo que tanto me agradan. He de aclarar que no pertenezco a ningún partido político, realmente salgo poco de casa. Recuerdo que el incidente de la foto se debió a otras razones, cuando el reportero gráfico me apuntó con la cámara yo dije, “nos vamos a caer” y me refería a la masa que fue avalancha sobre mí en ese momento, no hablaba de manifestaciones, pero de ahí salieron consignas a las que restaron una letra, no fue mi culpa el inicio de las rebeliones posteriores, pero esa tarde de la nueva mirada, volvían mis pasos al café siguiente esquina con calle confusión y estaba dispuesta a entrar a pesar de ser reconocida como un icono nacional de protesta pública, de cantar una victoria que no fue mía, esa tarde debía escribir nuevamente una carta de amor. Abrí la puerta, sentí el aire acondicionado mezclado con aquellos olores que ya conocía, me dejé ser perro en los aromas de las comidas y café, esta nueva mirada mía se paseó por las mesas y me hacía tener hambre, hambre de tantas noches con el estómago vacío, hambre todo el tiempo, hambre de cariño, cuántas veces esa mirada había querido entrar a pesar de la puerta giratoria.

Los perros no entienden el mecanismo de las puertas que dan vueltas. No me di cuenta, pero ordené un sándwich, ordené papas fritas, ordené leche con chocolate y desordené la mesa mientras buscaba un trozo de papel en mi bolso para escribir la carta. La mesa estaba repleta de vasos, tazas, platos y mis dedos llenos de mostaza intentaban caligrafía, comí de todo y hasta tuve la osadía de entrar a la cocina y hablar con el chef de la receta de la torta de fresas con chocolate. El tiempo que estuve comiendo se alargó tanto que cuando alcé la mirada a la vidriera que reflejaba el reloj del banco vi que era de noche, ya habían pasado más de 25 minutos, los cuales eran los únicos que tenía ese día para rescribir y enviar la carta, no pude hacer otra cosa que pedir otra taza de café y comerme todas las miguitas del mantel. Aquella actitud era de perro callejero, pero no me importaba, estaba feliz, tenía el estómago lleno. La mirada del perro intentó su primer instinto, y eso me sorprendió, no pensé que en mí se diera de la misma manera. Aquel perro había comido en el café de la esquina de los cuatro semáforos, definitivamente los perros comen con amor, con ganas.

Cuando nosotros comemos también pensamos, analizamos, sumamos, enumeramos, decretamos, bautizamos, pero cuando un perro come, sólo come y eso es extraordinario, se convierte en un placer magnificado. La mostaza del mantel y mi boca manchada hizo que mi parecido con la mujer de la foto fuera escaso, nadie me había reconocido. La mirada del perro me estaba liberando a mí también, estaba en el café y sólo había comido, no había saltado a mis recurrentes ideas y postulados, a mis hipótesis de mesas continuas y sexo del mesonero. Me sentí liberada y única, fui libre de comer lo que quisiera sin ver precios, detenerme en las dietas o simplemente joderme con aquello de la soledad, un perro comía solo y todos los perros comían también en su boca, así lo miraban estos ojos.

Era tarde para estar en el centro de la ciudad, así que decidí irme del café , pero antes pediría otro trozo de torta y así encaminar mi rumbo hacia la casa con más sonrisa. Al salir del local pensé inmediatamente en el perro que ahora llevaba mi mirada en sus ojos, debía estar asustado, silbé a pesar de tener miedo de verlo volver por lo que le había robado sin darme cuenta, pensé en su estómago vacío y fui al lugar donde cruzamos nuestras miradas y dejé en el suelo la cajita que tenía el pedazo de torta. Le dejé las migajas de pan que recolecté de la mesa y grité: Mañana vengo a traerte tu mirada, mañana vengo a enviar una carta de amor. Alguien gritó desde la oscuridad: ¡Cállate, loca! No tuve miedo, fue algo trascendental para mí.

La mirada de ese perro me había cambiado, pero estaba segura de que él también era diferente esa noche y quizás no tenía tanta hambre, yo no era de las que comían por los ojos cuando estaba en la calle. Nuevamente grité: ¡Que nadie se coma esa torta, es para el perro de mi mirada! y salí corriendo, volví a escuchar al mismo hombre que repetía insultos en el frío.

Aunque el perro tuviera mi mirada seguía siendo perro y comería torta antes de dormir, a los perros les gusta todo lo dulce y con eso se conforman, yo en cambio debía hacer tantos rituales, el baño caliente, las sábanas de algodón, mi pijama unicolor, música de fuentes tibetanas, cualquier mantra, los ejercicios de relajación y el espejo, siempre el espejo antes de la almohada me hacía entrar en hipnosis profunda, por último acariciar la carátula de mi libro rojo, así no lo abriera, simplemente colocar mi mano derecha a su lado me tranquilizaba, pero esa noche tenía nueva mirada así que todo cambiaría de posición.

Me monté en un taxi de la línea más costosa de la ciudad, quería que la mirada de ese perro viviera la experiencia de viajar en asientos de cuero y escuchar que me dieran las buenas noches, no sé realmente qué pasó entre la calle 12 y 14, pero me mareé, me dio vueltas el estómago y tuve que pedirle al conductor disculpas por haberle manchado su auto. La mirada del perro vomitó en su primer viaje con el hambre saciada.

Llegué al edificio a las 7:45 pm según el reloj del ascensor, sólo pensaba en la carta detalle de amor en comas, versos y aproximaciones dejadas a lo prohibido de un intento matutino que nunca fue revelado. Las veces de la mujer son estaciones de extrañas posibilidades y en aquellas condiciones de perro me sentía más inspirada para cualquier línea dedicada, sabía de su tren perseguido, sabía de su bañera, sabía que en las noches me pensaba, pero estaba lejos. ¿En qué momento me empezó a importar la distancia, en qué momento esos hijos imaginarios del parque ocuparon mis días y los hice nacer, crecer, invadir, controlar, llorar?

Reescribir la carta de amor significaba dar el salto y bailar de otra forma frente al espejo, no estaría sola en la ventana, no gritaría los nombres de niños que no existen. Rescribir la carta y entrar a puertas abiertas significaba confesar que todo había cambiado y que la mujer que siempre quise ser estaba aquí mirándome, estaba reflejándola en mis acciones aunque éstas me gritaran que perdía la rutina y que salir de ella no era seguro.

Busqué papel verde y lápiz negro, comencé a escribir a una persona que no conocía, pero que existía en algún lugar, que respiraba como yo, que también se hacía en el espejo, que votaba en las elecciones, que viajaba, que nadaba, que me buscaba desesperadamente en sus días, que irremediablemente me convenía y que yo quería para mí, para vivir en mi cama y verla a su vez con mis ganas en el techo. Escribí toda la noche en el contexto de solicitarle voz y oídos, manos y dedos de los que alcanzaba a empuñar y le pedí disculpas a esa persona por no haberle escrito antes, que me perdonara la ausencia, las obsesiones con la manguera, mi soledad escuda y reclusa de parlamentos que nunca le dije, lloré mientras escribía y me senté frente al espejo para continuar la carta llorando, pude leer de manera expuesta cada palabra y sus letras como líneas que me aproximaban a algo que no estaba antes, mi libertad de ser aunque siguiera haciendo el baile de vientre en ese momento. La mirada del perro había desnudado mis manos y las exponía en una carta con destinatario, esa carta en papel verde hablaba de mí, de mis historias, hacía un resumen de mis paseos nocturnos por la sala, la melancolía de mi reloj agonizando minutos impares, la rebeldía de sus agujas por creerse espadas intentando marcar mensajes en la pared principal llena de huecos por las batallas. El confesarme sobre un papel era tan cierto como ese aire que hacía países por mis pulmones y nunca sabía cuándo me dejaba, cuándo finalmente salía y qué se llevaba de mí. El escribir sobre una hoja verde era importante, las estaciones de un comienzo siempre empiezan en verde si siguen creciendo.

Aquella vez de la voz, tú lo dijiste, continuaban las estaciones repetidas y el tren seguía corriendo a lo lejos. El hombre del video también mencionaba el verde y lo proponía como una solución para la depresión y los tés. Continuar la carta era seguir con la mirada del perro dando vueltas por la historia de Antonio y Sofía, entrar y salir, una manía más por esas puertas que se abrieron en la playa y por donde escaparon los dos y me hicieron suspirar repetidas veces y volcarme camino a mis calles.

La verdad de aquella mujer de ojos negros que me había encontrado hace unas horas como la respuesta a los años, a la vida perversa y divertida de las casualidades, las formas extrañas y caprichosas que puede tomar la verdad y presentarse en la fachada de una oficina de correos, vestida a su vez de mirada de perro y tan clara como la certeza de una dirección postal. Las experiencias determinan que cada individuo maneje y asimile la verdad de una forma u otra, eso quiere decir que la verdad difiere de rostro a rostro, cada quien tiene su verdad atada en la esquina de sus ojos, pero hay verdades tan verdaderas como la mirada de un perro, la nobleza que puede encerrar su contacto queda expuesta, llana, tan precisa como una frase corta de saludo, como un guiño, un apretón, un olor de ventilador, la ternura que habita en las toallas luego de su experiencia en la secadora dos pisos más en la distancia de donde vivo. Todo en la vida de los perros queda expuesto, sus deseos primarios, sus gustos por las alcachofas, sus ladridos, sus amores, sus mañas, sus sustos, sus países imaginarios, sus sonidos, sus seres preferidos, su día ideal, su árbol, la marcada tendencia a buscar nuevos horizontes en cada hueco. Un perro es un ser cercano si nos mira a los ojos, cómplice, discreto, fiel, auténtico, solidario, guardián, el perro siempre apuesta por nuestra causa y se echa a los pies de ella.

La mirada del perro fue hacerme cierta, dejar de seguir escapando a las respuestas que ocultaban preguntas que nunca me atreví a formular. Mirar mis manos y ver pocas cicatrices, pero tantas líneas que no conocía y se escribían sobre una carta. Terminé de confesar y ladré dando vueltas, me sentí libre y abrí todas las ventanas a las 6 de la mañana, respiré la vida desde esa altura, hacía frío de madrugada y me di cuenta de que estaba verdaderamente allí y salté al patio de mi vecino, pude hacerlo sin resbalar y tan descalza como podía hundí mis pies en la tierra, de aquello hablaban los monjes tibetanos al final del video, ser “una” con lo natural, la temperatura de la tierra entrando en mí, sonreí de tantas ganas, no era tarde para abrir la manguera ni tampoco temprano para cerrarla, era el momento donde estaba y la oportunidad de tocarla, sentirme una con ella, fluir, regarme por ese patio tantas veces observado, siempre supe cuántas vueltas tenía que girar la llave para que comenzara el milagro de la lluvia japonesa, en la película era igual, llovía de una manguera, yo tenía deseos por crecer tan alto como esos árboles que tocaban con sus hojas mi ventana en la primavera. Fue el momento de la liberación, escuché el agua correr por la tubería y salir con presión, ni mucha ni poca, la perfección de la manguera era un comienzo en todo mi cuerpo y fui mojada por ella y dejé que entrara el agua por mis venas, abrí la boca, me dejé mojar y sentí tanto placer de estar viva, afuera y atreverme a recibir aquello que hacía crecer todo lo que conocía crecer, lo más cercano a mis sueños era alzarme y treparme tan húmeda como los sentimientos de los árboles y lo hice, con mucha pasión trepé en el árbol pegado de la tapia y pude sentir sus maderas, tan verdes como mis rizos, y alcé la mirada y vi mi ventana, dos pisos más arriba. Desde allí llegué a la sala y me vestí con ropas secas, cerré el sobre y salí corriendo a la calle, tenía que enviarme la carta, tenía que leerla luego que viajara, haciendo un recorrido real que me diera tiempo de hacer las maletas y cambiar todo de posición. Corrí por la calle con los cabellos mojados y se fueron secando en el viento, crecían mis rizos verdes con el agua de la manguera al viento. Formularme la vida tan sencilla como un árbol era sentir mis raíces y mirarla con la mirada del perro era ser honesta. Corrí hasta la calle confusión y tenía el sobre entre mis manos como la urgencia del amor en el corazón de toda la vida, los estados de “dopamina”, las hormonas escritas con letras de una fórmula mágica en una canción.

Llegué a la puerta de la oficina de correos y me detuve en seco, pretendía entrar corriendo y poner certificada la carta, para que llegara en menor tiempo, pero el perro de la mirada estaba allí, acostado en el mismo lugar que el día anterior y me vio y se puso erguido, lo vi diferente, ahora por primera vez alguien lo veía con sus ojos y me acerqué, su mirada sobre su cuerpo me hacía querer abrazarlo, lo hice sin pensar, como lo hacen los perros, se acercan a todos y mueven la cola, lo besé en la frente, en los labios pequeños, en su lomo, y estreché cada pata que lo sostenía en la calle. Nos miramos uno al otro y los ojos que me pertenecían antes me veían a mí y el perro me lamió y con su lengua abrió el sobre que contenía la carta y me dijo que la leyera para los dos. Leí nuestra confesión y nos quedamos en silencio, acepté en ella que había estado muy sola y que estaba dispuesta a acompañarme de otra manera, lo invité a vivir conmigo y mirar juntos la vida. Mi perro vive mi vida en el minuto sordo que aparento y somos felices escuchando las hojas de los árboles mojarse en el viento.