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El Jinete Desconocido

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1. La grieta

Lialdo había quedado al cuidado de su abuelo. Era la primera vez que esto sucedía a lo largo de los 9 años que había cumplido el muchacho. Quizá por esta razón el abuelo aprovechó la oportunidad para llenarle la cabeza con todo tipo de fábulas y de historias fantásticas, entre ellas se destacaba una relacionada con un extraño jinete nocturno, vestido de color marrón. Un hombre de capa larga y de sombrero, que llevaba puestos, además, unos amplios zamarros de piel. Cabalgaba sobre un caballo alazán y aparecía en la noche. Avanzaba por un antiguo camino real trazado en medio del monte y algunos sembradíos.

Mientras cabalgaba, dizque la capa larga se extendía agitándose por encima del caballo dando la impresión espantosa de que el animal flotaba sobre el piso. Cabalgaba hasta llegar a cierto punto del camino donde desaparecía repentinamente del caballo. Éste continuaba galopando solo, como si estuviera siendo cabalgado por el demonio.

Nadie había contemplado el rostro del jinete. Lo ocultaba debajo de las alas del sombrero forrado en cuero sintético y, por supuesto, nadie ante semejante pavoroso encuentro se había animado a mirarlo de frente. Hasta se creía que ese espanto era el mismo Lucifer disfrazado de hombre, y que en otra historia aparecía montado en una mula colorada.

Cada palabra del abuelo se iba transformando en imágenes ante Lialdo. De modo que, por más que esto hubiese acontecido hacía ya mucho tiempo atrás, él podía vislumbrarlo todo como si los hechos estuvieran sucediendo en ese momento preciso. Y al igual que en un sueño percibía las sensaciones dándole a veces la rara impresión de que era él mismo quien viajaba sobre el caballo del jinete. Avanzaba con los sentidos extraviados en las encrucijadas más hondas de la memoria, no miraba el camino, dejaba que la bestia conocedora de todas las veredas lo guiara, pues estaba seguro de que la inteligencia del animal le permitía seguir el camino correcto hacia su destino.

En las fincas de la región se escuchaba el desacompasado canto de los gallos, proclamaban las horas o no sé qué cosa de su naturaleza específica de animal, rey de sus hembras y vasallos. El jinete iba muy concentrado en sus pensamientos y mantenía sus sentidos alejados del medio exterior. De pronto el caballo se detuvo. Estaba nervioso, se encabritó un poco. Los gallos habían suspendido su canto. Fue entonces cuando el jinete reaccionó estimulado por los hechos abruptos del momento. Dejó sus recuerdos, y en el frío de la madrugada tomó conciencia del momento... un extraño y absoluto silencio enmarcaba el golpeteo nervioso de los cascos equinos sobre la tierra tostada por el rigor del verano. Las orejas del animal parecían antenas desplegadas al frente captando alguna señal extraña, algo que los acechaba en las cercanías. Luego las tiraba hacia atrás, como deseando esconderlas de ese mismo algo que el jinete no alcanzaba a percibir. Trató de hacer andar al caballo, pero el animal se obstinaba cada vez más en quedarse plantado en el camino.

Por entre las nubes tenues del firmamento aparecían las estrellas silenciosas. Y la luna insípida lucía igual que una hostia gigante arrancada de algún altar de Jesucristo, y por instantes daba la impresión de hallarse a punto de descender a la tierra en un intento loco de rodar sobre sus campos.

El jinete se bajó del caballo. Revisó los arneses, la silla, la cincha y la grupa, todo le pareció normal. Entonces montó otra vez en su caballo, pero siendo imposible hacer que continuara se apeó de nuevo, lo agarró con fuerza por las riendas, lo cabestreó durante varios segundos. Luego se colocó de nuevo sobre la silla y se acercó al lugar donde se hallaba un conducto, que abría sus fauces negras hacia ellos desde uno de los altos barrancos del camino.

Aquella grieta había sido hecha años atrás durante la guerra civil, para emboscar y ejercer control sobre quienes se veían obligados a hacer tránsito por el camino. Después de algunos asesinatos la gente había cubierto el piso de vidrios filosos, para dificultarle a alguien la tarea de retomar la actividad maléfica del pasado. Pues la violencia había quedado atrás, pero el alma de los muertos parecía haberse quedado en el sitio ya, que la gente decía ver sombras que entraban y salían de la chamba durante las noches.

 

2. El rostro de la muerte

El jinete se acercaba al lugar donde se hallaba el conducto abierto en la tierra, mientras tanto una figura siniestra lo esperaba oculta en medio de la oscuridad, metida entre la maleza que cubría la en­trada. El caballo rebuznó nervioso, movió sus orejas para enfocar mejor las ondas sonoras, un escalofrío sacudió su cuerpo haciéndole erizar la piel, y entonces se arrinconó contra la orilla del camino opuesta al conducto. Tenía sus ojos desorbitados fijos en la desembocadura de aquella abertura hecha en el barranco. Apretó el paso de manera autónoma. Hombre y bestia continuaron sin tropiezos el camino alrededor de cinco minutos desde el incidente.

El equino iba al trote en medio de los sembradíos de café llenos de aroma, poblados de flores blancas simulando una invasión fantasmal. Todo seguía en silencio, un silencio extraño, inquietante. El jinete pensó en otro viajero que había visto desde hacía un buen rato avanzando tras de él... Lo había perdido de vista pese a que el caballo se había encaprichado en detenerse. Durante todo el tiempo él había estado esperando la oportunidad de dejarse alcanzar y compartir el viaje, pero el otro jinete parecía no tener prisa, incluso daba la impresión de que tan pronto él disminuía el paso lo imitaba, de modo que se mantenía siempre a una distancia prudente. Cuando abordaba estos pensamientos, sintió que algo detenía a su caballo haciendo arquear el lomo del pobre animal.

—¡Virgen del Perpetuo Socorro! —el jinete echó el cuerpo hacia delante tratando de evitar el contacto con su anormal acompañante. Imagi­naba que se trataría de un ser espantoso y frío, capaz de congelarlo si lo llegaba a tocar, o tal vez ardería como la llama de un incendio.

El caballo se movía con dificul­tad aplastado por un peso gigante y su respiración agitada acompañaba el jadeo de su cuerpo que mantenía al jinete en un movimiento de sube y baja.

—Regáleme un cigarrillo —le dijo una voz desconocida de mujer.

El hombre lleno de espanto se apresuró a buscar bajo su enorme capa, sacó un ci­garrillo, lo entregó enseguida con mano temblorosa. Lo extendió hacia atrás por encima de su hombro sin volver la cabeza.

—¿Me da candelita?

Él se estremeció. Sin responder palabra, buscó entre su bolsillo, entonces la volvió a pasar por sobre su hombro manteniendo la cara hacia el frente. Pero esta vez no pudo evitar que, al entregar el encendedor, su mano se ro­zara con la de aquella mujer extraña. Volvió a estremecerse. El artefacto fue accionado para dar paso a una débil luz amarillenta que daba a la escena un toque macabro. Al rozar la mano de su acompañante diabólica, con­trario a lo que el jinete hubiera supuesto, le pareció sentir una piel tibia y suave (él la había imaginado con largas y afiladas uñas, llena de arrugas, áspera y fría o impregnada de un ardor demoníaco), una inex­plicable curiosidad de mirar su repentina compañía se alojó en él. Por otra parte, llegó a pensar que esa bruja, pues estaba seguro de que se trataba de una bruja, no significaba un peligro real para él. Sin embargo, una y otra vez logró contener el hechizado impulso de volverse hacia ella.

—¿Qué hace por aquí a estas horas? —le preguntó él.

—¿Yo?, control y más control, ¿y usted para dónde va?

—Para la ciudad —volvió la cabeza hacia su interlocutora, luego de hacer un gran esfuerzo por no mirarla.

Ella aspiraba el cigarrillo en ese momento. Una luz, por demás inusual, salía de la roja brasa iluminando el rostro de la eventual acompañante. Un grito de espanto se escapó de la garganta del jinete al mirarla. “¡Jesús, creo en Dios Padre!”.

Lleno de horror contempló la horripilante cara. Se trataba casi de una calavera, de bestiales dientes negros, entre los cuales sobresalían unos colmillos enormes que parecían capaces de destrozarlo de una sola dentellada. En sus grandes cuencas redondeadas los ojos brillaban semejantes a dos brasas encendidas. Lo miraban fijamente de manera aterradora.

Aquel ser espantoso vestía de un color negro tan concentrado que sobrepasaría el color de la más oscura de las noches. Entre los garfios de la mano siniestra sostenía un pendón negro. Lo agitaba de manera compulsiva en todas las direcciones, y al compás del movimiento miles de lamentos emitidos por voces diferentes parecían emerger del mismo silencio de la naturaleza. En uno de los movimientos el jinete vio que el pendón lo señalaba.

—¡Maldito esbirro del mal! —dijo con voz potente.

El caballo salió dispa­rado del lugar. En el arranque tiró al piso a la pavorosa figura, que se desplomó sobre la tierra cuarteada por el verano. Produjo un ruido es­trepitoso. En el acto una carcajada horrible estremeció todo en derredor. Aquella risa, además del estruendo que hizo la espantosa figura al caer, espantó aun más al animal ya desbocado. El jinete permaneció aferrado a la silla sin hacer el intento de parar al caballo. Estaba equilibrado, con los pies metidos en los estribos, inclinado un poco hacia atrás durante la veloz carrera. De pronto pareció que perdía el equilibrio, osciló dos o tres veces sobre la silla, y se desplomó al piso.

 

3. Espíritu mensajero

El sol apareció con sus crines rojizas sobre la cordi­llera. El caballo brillaba con el color metálico del bronce, bajo la luz matutina. El infeliz animal estaba bañado en sudor y acezaba caído sobre uno de sus costados, en una parte donde el camino estaba abandonado. Pues se andaba por una brecha nueva abierta a dos metros más arriba. Abajo en el valle de Pubén, en medio de la naturaleza vegetal de un verde plomizo, más allá de los potreros matizados por el ganado, se alcanzaba a divisar la mancha blancura de las edificaciones que conformaban la ciudad de Popayán.

Kilómetros atrás de donde estaba el caballo, el cuerpo sin vida del jinete había caído delante del otro jinete desconocido que durante todo el camino había estado viajando cerca de él. El extraño cabalgaba una bestia alazana. Vestía de color marrón, con zamarros, una capa larga y un sombrero caído sobre la frente. Se trataba del espíritu del jinete que andaba recogiendo sus últimos pasos. El espíritu dejó su cabalgadura, dio dos zancadas y se inclinó sobre el caído para ayudarlo, sin saber que se trataba de su propio cuerpo. Miró la piedra ensangrentada junto a la cabeza del caído, lo tocó, se dio cuenta de que ya no había remedio. Entonces, movido por el deseo de darle aviso a la esposa del accidentado, caminó en busca de su caballo. Pero ya no había ni rastro del animal. Pensó que se había escapado, de modo que tomó un desvío peatonal inmediato. Y emprendió el regreso a toda prisa. No vio a nadie durante el recorrido. Eran las 4:30 de la madrugada, demasiado temprano para que alguien hubiera salido, a realizar alguna diligencia en los alrededores.

Cuando el jinete llegó a la casa, aún no amanecía. Tocó la puerta. El sonido ahuecado de la madera se escuchó grave y extraño viajando por los oscuros compartimientos de la vivienda. No recordaba nada en absoluto, pero un instinto inusual le había permitido llegar hasta ahí, donde estaría la mujer del difunto, sola en la cama que hasta hacía pocas horas había compartido con él.

Quien apareció agarrando una lámpara de baterías en la mano fue precisamente ella, la mujer. Una mujer que el jinete no recordaba haber visto nunca antes. Pero su extraordinario instinto cada vez más desarrollado le hizo saber que se trataba de la viuda del difunto. Sólo el instinto extraordinario, que cada vez se iba desarrollando más en él superando a todos sus sentidos, lo había conducido junto a esa puerta, junto a esa mujer que ahora estaba parada ahí en el umbral protegiéndose del frío con una manta. Ella tenía el pelo revuelto y los ojos adormilados. Lo bañó con la luz de la lámpara durante un segundo y en seguida movió la luz hacia uno y otro lado dando la impresión de buscar a alguien. Mostraba algo de temor en sus ojos. Levantó su mano, se echó una cruz encima. Y procedió a cerrar la puerta en las narices del mensajero. No dijo gracias, ni preguntó cómo había sido el suceso ni se puso a berrear llena de histeria.

Extrañado por el raro comportamiento de aquella mujer, él hizo: “¡hmm!”, al mismo tiempo que se encogía de hombros. En seguida, satisfecho por el deber cumplido, intentó alejarse, pero no supo a dónde ir, no recordaba quién era él ni qué hacía. Sólo volvió a tener conciencia durante la noche cuando se hallaba montado sobre un caballo alazán. Se había convertido en un fantasma, un fantasma llamado El Jinete Desconocido.