Letras
Un soplo la vida

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Corro por las calles de Buenos Aires. Voy a mi casa, en busca de no sé qué. El barrio está igual. Han reformado la fachada de la casa. Aún sobrevive el árbol que se colaba por la habitación de mis viejos. ¡Grande!

Si me sitúo en el Pasaje Los Andes mirando hacia Helguera tengo una visión de lo último que contemplé al irme. Hace treinta años.

Una tarde de verano subimos al coche del tío Santiago. Los abuelos se quedaron dentro, no quisieron, no pudieron salir a despedirnos. Su vida estaba hecha de adioses. De manos de niños que se sueltan en el bosque para no regresar jamás. De hundimientos. El arte de seguir viviendo.

Plomo ladraba y movía la cola. En su fuero interno de perro pensó seguramente que nos íbamos al Planetario, que volveríamos esa misma noche. Que la abuela me colaría otra vez una porción de Mendicrim anunciándome que eran ¡duraznos con crema..! ¡duraznos con creeemaaa! Una pionera del control mental. Qué sé yo. Ese perro tenía un cráneo privilegiado.

Alguien me ve merodeando la casa. Sale una señora de generosas carnes.

—¿Qué se le ofrece?

—Disculpe. Yo vivía acá hace mucho tiempo.

Duda un instante.

—¿...Vos sos el pintor?

—No —respondo—. Soy el hijo del pintor —caigo en la cuenta de que mi viejo tenía más o menos mi edad cuando dejaron definitivamente la casa. Ahora me parezco a él, aunque él tenía más éxito con las minas.

Me invita a entrar. Es como si nunca me hubiera ido. La escalera, el comedor, la habitación donde dormíamos mi hermano Diego y yo. En la casa hay objetos desvencijados que lentamente reconozco. Una estufa, un mueble. Con una pátina de tiempo como si hubieran sido rescatados del Titanic y el restaurador se hubiera ido de joda. Tal cual.

Las voces, las risas. El olor a tostadas recién hechas que subía por la escalera. Cuando Independiente tenía la mejor delantera del Universo, con Bertoni y Bochini. Dejate de joder, ¡eso era un equipo!

Salgo al patio escoltado por la dueña de casa. Ajá. Ahí está. La escalera que sube al tanque de agua y la terraza por donde llegábamos a las casas vecinas. Gloria de las tardes ferruginosas del verano porteño, cuando aún quedaban muchos días de enero por tachar para irnos al mar.

Le advierto a la señora que el tercer escalón contando desde arriba está flojo. Uso el tiempo presente. De 1977.

—Sí —me responde—, sigue flojo —sensación de haber caído en un agujero de gusano. Soy un pibe otra vez. Cierro los ojos y trepo al tanque. Se está bien en el techo.

Tengo que salir a la calle. El oxígeno escasea en el túnel del tiempo. Mi yo de trece años abre la puerta.

Venga compadre
Tomemos mucho
Porque a mi barrio
Tal vez yo no vuelva nunca.

La dueña de mi casa alcanza a decirme que está pensando en venderla para irse al sur. ¿Y a usted no le interesaría..?

¿Por qué me habla de “usted” esta dagor si soy un pibe? Qué rara es la gente.

Sí, claro. Acá tenés, cien pesos. Tomate un taxi. Bajá en la Estigia, hablá con Caronte, saludá de mi parte al espectro de Aquiles pies ligeros, el más valeroso de los Aqueos y decile a mis abuelos, Lázaro y Sofía, y a mi perro, que ya he vuelto a casa. Que no volveré a irme jamás. Que nunca los olvidé. Que los estoy esperando para la cena. Tenemos que hablar de tantas cosas...