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Giro el pestillo, los dos solos.

Ella, diecisiete veranos, practicante del arte de perfumarse sólo en las zonas de las pulsaciones, sus aritos de plata en forma de corazón resaltaban fugaces y sutiles contra su piel morena.

Lo tenía ahí, ahora de cuerpo completo, parado flacucho, tembloroso frente a ella, desvanecido por su incertidumbre en una sola sonrisa nerviosa.

Él, un músico, guitarrista de fuego, veinte otoños. A ella le pareció que la cabeza le estallaría, idolatraba su voz, aunque ronca era una voz vibrante y viva que llevaba dentro la música. Sofocada recordaba ella aquellas melodías, que él le compuso hace unos meses, pero en ese instante el no hablaba y ella, parecía muda.

Desfallecía de pavor al sentirse abrazada por él, el aire de la habitación se volvió de pronto espeso, brumoso. En el oscilante de sus bocas, sentía su aliento a cerveza, la rodeaba, no sabía si al olfatear saboreaba asco o ternura. Deseaba decirle a él que lo amaba, sin partitura, sin red protectora, sin botellita de agua para el camino, a capella, a pies descalzo; pero las palabras se le pegaban a la boca como chicle caliente limitándose por un pensamiento algo cliché. Se dejó lamer, se dejó habitar, aprisionada contra aquel músico huesudo, sentía su prominente manzana de Adán sobre su mejilla, aquel contacto eréctil la trastornaba.

En la oscuridad él no podía ver cuán bonita era, pero su tacto acostumbrado a cuerdas resonantes, dio cuenta de lo armonioso de su cuerpo. Posó ambas manos sobre sus pechos llenos y duros como copas invertidas, recorriendo su silueta menuda, nativa, invadido de tercianas, miedoso. Sus cuerpos resalaban, se soltaban, se extraviaban, él sentía que las uñas de ella se le clavaban en el pecho con desesperación. exprimiendo sus senos sin morbosidad alguna ante la escena, lo hacía todo con sabiduría usando sólo sus manos escurridizas, sus dedos sabios sabían hallar la composición adecuada, abrió cuidadosamente sus piernas, un insectario de mariposas de colores, como quien lo usa para refugiar su corbata. Los dos se sincronizaban perfecto, se les achocolataba la sangre, aquel sonido de catre le moldeaba el corazón como si fuera vidrio derretido y él un mágico soplador de notas musicales ante una melódica arco iris.

Do re mi.

Do re.

Do.

El aire se vuelve frío, aturdidos buscan sábanas.

 

Ella se sienta en la cama, como una muñeca sin hilos, se viste en menos tiempo del que se demora en formarse un remolino en el desierto, sobre el velador un vaso de agua, lo bebe cuan cantimplora pampina.

Temblando se encaminó presurosa a casa, presa de un atolondramiento que la hacía pisar charcos de agua sucia, sin darse mucha cuenta de nada, sin despedirse, pensando sólo en llegar a la seguridad de su pieza. Primero entró su alma asustada, su cuerpecito de niña una milésima de segundo después. No se había desvanecido de susto en las cinco cuadras y media que la segregaban de aquel chico, que como buen músico iba por la vida bien aprovisionado de combustible.

Ahora acomodada para dormir, no podía dejar de pensar en las escenas fogosas, lo sentía como una espesa pintura inundándola. Podía levantar un dedo untarlo en música y pintarse de notas los labios, las uñas, los párpados. Con las mejillas encendidas aún, sentía el aire de su pieza por los cuatro costados, se levantó y se quedó contemplándose más tiempo de lo acostumbrado desnuda frente al espejo.

Agosto derretía fierros esa noche.