Artículos y reportajes
Ilustración: Chad BakerSer intelectual

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¿Qué significa ser intelectual? Quizá, por sobre todo, pertenecer a ese grupo de seres de curiosidad siempre insatisfecha, que acostumbran a girar alrededor de sus asombros. “La existencia”, dijo Sartre alguna vez, “no es un regalo y cada cual está obligado a legitimarla con sus actos”. Yo añadiría: no sólo con sus actos, también con sus miradas y testimonios, con sus verdades y opiniones. Legitimación, en suma, de las visiones y versiones de una conciencia en inacabable diálogo con el infinito afuera, empeñada en elucidar el mundo desde sí misma. Cuando ese esfuerzo se hace testimonio, se produce un acto: el de la construcción de ideas e imágenes apoyadas en aprendizajes, descubrimientos y revelaciones de una existencia humana. Es potestad del intelectual comunicar eso que le resulta necesario decir o que le es imposible callar. ¿Y qué justifica esa potestad? Cosas como, por ejemplo, la honestidad al nombrar muy personales comprensiones; o la validez del esfuerzo por expresar tientos y hallazgos, dudas y certezas, convicciones y sospechas; o la honestidad de sostener argumentos a partir de verdades descubiertas en carne propia y convertidas en episodios de una íntima historia individual. Por eso, el intelectual siempre se diferenciará del ideólogo: ese ser que razona apoyándose sólo en fórmulas ajenas y que argumenta a partir de recetas que otros, antes que él, elaboraron. El intelectual se expresa desde sus individuales comprensiones, necesariamente colocado dentro de sus linderos, sin vociferar dogmas ni recetas; y unido, siempre, a un ideal de necesaria libertad. La libertad lo es todo para él. La precisa para pensar y para decir, para acogerse a sus pensamientos y opciones.

Nuestra época, tan desesperadamente necesitada de referencias y de diálogos, tan a menudo desorientada y suspicaz, logra descubrir a veces en esa expresión de individualidad e independencia que impregna ciertas voces intelectuales, encuentro, orientación, respuesta y, acaso también, verdad. Hace más de un siglo, dijo Kierkegaard: “Si debiera pedir que se pusiese una inscripción en mi tumba, no quisiera otra que ésta: fue el Individuo. Si esta palabra no es comprendida todavía, lo será algún día”. Hoy por hoy, las palabras individuo e individualidad representan algo que todos conocemos y respetamos. ¿Quién podría negar que en nuestro mundo, abarrotado de homogeneidades y lugares comunes, las imágenes y las razones construidas por ciertas individualidades capaces de interrogar válidamente a su entorno y de interrogarse ellas mismas dentro de él, capaces de indagar en los laberintos de su universo interior en busca de humanísimas respuestas, resulta algo por demás comprensible e inspirador? Y regreso a la afirmación de Sartre acerca de la obligación de todo ser humano por legitimar su existencia. La llamativa expresión de individualidades capaces de convertir sus miradas y lecturas, sus preguntas y respuestas en protagonismo y referencia, sería una de las más trascendentes formas de legitimación de la condición humana; legitimidad de una razón comunicativa que logra hacer de la fantasía, la sensibilidad o la lucidez de alguien, referencia para otros: lectores, interlocutores, discípulos...