Sala de ensayo
Hansel y Gretel. Ilustración: Kay Nielsen (1929)El bosque helado
(Cuentos de hadas)

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Entre los grandes compendios de literatura y tradiciones folclóricas de los pueblos de Occidente, existe un libro, acaso único, publicado en Alemania hacia la primera mitad del siglo XIX por dos filólogos y germanófilos: Cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Destacándose, entre sus transcripciones literarias, narraciones como Hänsel y Gretel, La cenicienta, Juan sin miedo...

El sostenido proyecto histórico, experimentado por las sociedades que integran Occidente, ha permitido establecer una relación de distanciamiento, principalmente exegética, respecto a los antiguos valores aportados por el folclore y la tradición en general. El papel, en particular, realizado por los artistas e intelectuales europeos con relación a los vínculos siempre concomitantes de la creación y la tradición cultural, más la función pedagógica e investigativa ejercida por las universidades modernas, ha tendido progresivamente a reorganizar y resignificar socioculturalmente el antiguo material mitológico que conformaba el arcano pensamiento “prelógico”.

Lo curioso de estas leyendas es que son “mitos sin religión”, que se presentan ante el lector moderno como puras narraciones fantásticas. Obviamente, cuando leemos historias, como La cenicienta y La bella durmiente del bosque, no encontramos en ellas ninguna mención de peso que las implique con un orden estricto de pensamiento religioso, ya sea pagano o cristiano. Se trata simplemente de historias de hadas, tal como prefirieron nombrarlas los hermanos Grimm. Las hadas de los bosques alemanes son las herederas de las sílfides, ninfas y ondinas, que giraban en torno al viejo panteón de los dioses nórdicos, pero entremezcladas con otras tradiciones (celtas, griegas, latinas, eslavas, mediterráneas), en ocasiones, más antiguas, en otras, mucho más recientes.

Los personajes de las leyendas de los Grimm no se encuentran insertos en una red filogenética, construida mediante la relación parental que enlazaría a la mayoría de los personajes mitológicos para que integren una específica teogonía. Son sólo “viejos cuentos de invierno”, que apartan, por un breve espacio de tiempo a los oyentes, de sus labores cotidianas. Pudieron quizás ser, en su origen más lejano, un desprendimiento de una arcana teogonía de la que sólo hoy nos quedan, dispersas entre la ceniza, unas cuantas brasas, crepitantes residuos de un gran fuego que, en una edad muy remota, abrazó la imaginación de los hombres.

La función ejercida sobre estas historias fabulosas por la sociedad y la cultura cristianas, fue la de pretender resignificar el sentido y la finalidad anecdótica de las mismas, condicionando para eso una interpretación muchas veces moral. La censura del siglo XIX se cebó en la obra de los Grimm, eliminando de los cuentos las implicaciones sexuales demasiado explícitas; limando lo excesivamente cruel o grotesco de algunos pasajes o desenlaces. Los Grimm se defendieron frente a estas acusaciones alegando que su obra no era para niños; ellos estrictamente habían realizado la compilación literaria de un gran imaginario popular.

La bella durmiente del bosque es una de las leyendas que parecen guardar mejor su otrora procedente religioso. Hay en ella lo que podríamos llamar la idea cristalizada de un contenido fundamental: el tema de la virginidad y la pureza, situado lejos del impacto del tiempo, para convertirse en arconte de una realidad intocada; en sello inmaculado. Los cien años asignados a una virgen dormida en lo más profundo del bosque sugieren un conocimiento vedado al común de los mortales, y solamente rememorado por una mágica tradición.

El núcleo de esas narraciones extraordinarias configura la fibra puramente imaginativa, el subconsciente maravilloso donde habita, en el oscuro “ground” de la casa encantada, el horrible gnomo. Pero, ¿son, acaso, hijas de la fiebre y el delirio del hombre germano dormido en su sueño prehistórico? ¿La consecuencia de un antiguo sueño racial? ¿Un sueño secular (como el de la virgen del cuento) del que sólo podemos encontrar las huellas “arqueológicas” en la gran compilación efectuada hace casi dos siglos por los hermanos Grimm?

Hay un momento, en el complejo devenir de la especie humana, en que el hombre, en vías de confirmar su identidad, se volvió sobre su pasado intentando desentrañar su más lejano origen. Al no recibir respuesta, pues las brumas que cubrían los tiempos inmemoriales de su nacimiento se resistían a revelar un contenido real e histórico, el hombre entonces mitificó su origen, llenándolo de leyendas, ya que la condición humana no sólo posee una dimensión histórica, sociopolítica, sino además antropológica, racial, incluso filogenética. El oficio de los poetas, en las largas noches junto al fuego —oficio que Platón, en su “República”, juzgaba altamente pernicioso—, alimentó así la imaginación secular de la especie.

El arcano sueño filogenético se funda en la grandeza de los padres, preámbulo a una heredad y las tareas que ha de realizar el hijo sobre la tierra. En los mitos y leyendas estas relaciones —padres, hijos, hermanos— aparecen siempre cristalizadas, ajenas completamente al fuego gregario y sociohistórico, como conceptos congelados, patrimonio exclusivo de una raza, de una pulsión biológica; fundamentos prehistóricos del hombre, quien, sometido al impasse del sueño, indaga, mediante la imaginación poética, en la pureza de las imágenes perdidas de su obscuro origen: la princesa y el príncipe encantados de la fiebre y el delirio.

Como apuntábamos, las narraciones de los Grimm fungen como una especie de testimonio mitológico de un antiguo y poderoso orden cultural (¿religioso?) del que sólo nos quedan ruinas psicológicas, trasmutadas en inofensivas y hermosas leyendas infantiles. Lo que apreciaron muy bien los trágicos griegos, fue que todo mito —si partimos de su fundamento psicológico— se incuba en el entresijo de la familia humana, en la problemática que ésta encierra, primero, como orden natural y, segundo, como estructura social. Y esto último lo supo relacionar el profesor Sigmund Freud con su teoría general del hombre y la cultura.

La misión que persiguiera el creador del psicoanálisis fue la de recapturar el mito, otorgándole un sentido y una función, para el individuo inserto en una sociedad moderna. Para Freud, el mito presuponía la existencia de un contenido que, felizmente desentrañado, podía arrojar nuevas luces acerca de la estructura psicológica de los seres humanos. Desde este punto de vista, el mito volvía a ser rehabilitado en tiempos de la Modernidad, mientras que el psicoanálisis cumplía una labor hermenéutica: ser un método lógico interpretativo.

Casi podríamos decir que, con Freud, asistimos a la contemporánea rehabilitación de la poética del mundo y, en particular, a una restauración sociocultural del poeta como agente generador de leyendas, y propalador de mitos. Ciertamente, desde los lejanos tiempos en que Platón desterró a los poetas de su República ideal, no había tenido la poesía mayor justificación ni tampoco el mito mejor expositor.

La poética del mundo conduce a la aprehensión de su esencia, del mismo modo que la palabra mito, llevada a su acepción más radical, lo que indica es “palabra verdadera”. El poeta surrealista André Breton, para quien las historias de hadas de los Grimm tuvieron el valor consultor de una Biblia, escribió con énfasis sobre la necesidad de devolver a la imaginación creadora, mitológica, la plenitud de sus derechos... frente a la crisis moderna padecida por la Razón.

Tal vez sería necesario situarse en el seno de los problemas iniciales que dieron lugar al viejo debate sociocultural entre Mito y Razón, poesía o ciencia, pulsión biológica e historia, para intentar dilucidar un enigma que atenaza a la cultura y sociedades contemporáneas. Freud, fiel a la tragedia clásica, situó el origen del mito en las vigorosas relaciones de amor, lucha y dominación que engendra, desde su origen, la familia humana. Es en ese mismo retablo —sociedad, cultura, sexualidad— donde los estudios del antropólogo norteamericano del siglo XIX, Lewis Henry Morgan, devinieron en el indispensable preámbulo científico para la teoría del materialismo (dialéctico) histórico, elaborada por Marx y Engels. Es que hay un lugar, absolutamente inédito en el tiempo humano, en que la organización familiar produjo por igual al mito y a la historia; la primera división social del trabajo y la base de la estructura psicológica del individuo.

La experiencia histórica se configura como resultado del trabajo creador de cada individuo de la especie —conectado a una cadena socio reproductiva— y del reencuentro interactivo —político y cultural— establecido por medio del recíproco reconocimiento con el resto de los hombres. Por lo que el reencuentro del hijo con el padre debería producirse siempre como algo sostenido e histórico, de una manera diáfana e integradora... Pero no ocurre necesariamente así: sobre el suelo primitivo de la primera división del trabajo, que entraña por igual organización de la reproducción económica y sexual, aparece el poeta como el gran dislocado de las tareas productivas de la gens e inventor del mito, el cual sacude la fibra de la dolosa prevaricación del padre, entendido como principal ejecutor del poder en la primera organización sociocultural que conociera la historia.

De este modo, el hijo, que ha encarnado la figura original del poeta en esta obligada relación filogenética, mitifica su origen plagándolo de leyendas. Ya no será, según él, el hijo del padre prevaricador, sino el vástago del rey encantado de las profecías. En el mundo del subconsciente y en la develación de los sueños propuesta por Freud, el padre aparece bajo la figura de un rey simbólico; como una imagen sagrada. Y hay aquí algo que parece penetrar la esencia psicológica del cristianismo: Jesús, el Cristo, encarna su misión a partir de la condición más radical de su existencia: ser el hijo de Dios, rey de los cielos y la tierra.

Jesús representa, en la acepción vernácula de su historia, la condición de un hijo espurio a quien se le revela, mediante la inmersión en el agua lustral (el bautismo por San Juan), su origen principesco. Es el esperado príncipe que anuncian las profecías, que llega a traer la consumación de un reino milenario fundado en una legislación moral. La saga medieval del rey Arturo de Camelot evidencia que esta historia encantada constantemente se repite, bajo diversas formas, para pueblos y culturas. El rey Arturo espera, convertido en un cuervo —reza una leyenda—, el momento en que deberá volver a reinar en Inglaterra. El tema del hijo espurio tiene su gran antecedente bíblico en la historia del niño hebreo Moisés, adoptado por la familia faraónica. Y, curiosamente, la narración de La cenicienta contiene también elementos de la vieja historia encantada, la hija espuria y maltratada devenida, gracias al oficio de un hada, en bellísima princesa.

Resulta llamativo que, en las leyendas de los Grimm, no es nunca el hijo primogénito el predestinado a la gran misión, sino el más joven —que ha quedado despojado socialmente de los vínculos consanguíneos— quien es siempre el más listo. O sea, no es para estos germanistas el hijo mayor, como heredero legal y secular del padre, a quien le está reservado la gran heredad. Es que hay mucho de juego, divertimento, juicio suspicaz y, sobre todo, de visión democrática de los personajes y hechos, en esta maravillosa compilación de cuentos alemanes.

La rotura con los vínculos estrictamente filogenéticos supone una apertura universal de la existencia dirigida al contenido esencialmente gregario de la familia, entendida ahora como familia humana; como humanidad. Por amor a las leyes universales, el hijo pierde sus ligamentos genéticos que lo constreñían a una estricta relación individual con una familia para entregarse a las implicaciones globales, sociohistóricas, de su razón de ser, en las que busca consumar su propia ley; realizar su condición de hijo universal; ciudadano por derecho propio de una sociedad política y de un privilegiado orden democrático cultural.

El origen del individuo se encuentra localizado en la historia; el a priori donde se cumplen las complejas leyes del desarrollo. Es en la historia, además, donde se desvanece todo sueño racial, cualquier pretendida pureza, y el hombre se hace así hombre entre los hombres, devenido en el fruto dialéctico y deseado de su propia condición.

Freud pensaba que había una filogénesis individual y otra colectiva, que los traumas y las crisis experimentados por el individuo tienen su inmediato correlato en la historia, en la que se expresan, de una forma más general, esos mismos procesos, con relación a los cuales el individuo es como una caja de resonancias.

Las lesiones que los procesos traumáticos ocasionan al consciente del sujeto tienen la tendencia de emborronar, en él, la memoria, creando fallas de omisión en el pensamiento. Mas el subconsciente existe. En él habitan contenidos no revelados de la historia personal del individuo y de la humanidad, aunque esto no debería conducirnos a su mitificación. Por el contrario, el subconsciente es, como el taller de trabajo de “Maese Geppeto” (me refiero a la conocida obra del siglo XIX, Pinocho, del italiano Carlo Collodi), “franco, fiel, abierto, bien iluminado”. El subconsciente es como ese lugar de trabajo donde se produce la personalidad psicológica del individuo, por tanto, si pudiéramos tomar conciencia de cuánto de realidad habita en el llamado subconsciente, operaríamos, sin duda, a un nivel superior de la vida. El subconsciente no es simplemente un almacén donde se guardan enigmas, porque allí nada es falso. Ese “taller” es la fábrica que rige el constante proceso de creación que nos liga a la vida en su acepción más plena, a la solidez de sus procesos materiales. Una develación radical del subconsciente, como máxima postulación psicológica, nos libraría definitivamente de las pesadillas que padece el consciente.

Los cuentos de los hermanos Grimm aluden, bajo la forma ambigua de metáforas y alegorías, a verdades muy profundas de la existencia, a relaciones insospechadas de la cultura. Son por eso mágicos dones del inconsciente colectivo y atributos universales de la personalidad humana.

La leyenda de Hänsel y Gretel (la pareja de hermanitos que se extravía en el bosque umbrío, donde encuentran una casita hecha de golosinas y quedan a merced de una bruja que los quiere gordos para su cena) nos puede ayudar a explicar una concreta relación de nuestra psicología con el “misterioso” subconsciente: si el principio del placer guía nuestros pasos y nos extraviamos insensatos una noche en el bosque tenebroso, donde proliferan las mil y una pesadillas de nuestra menesterosa estructura psicológica, deberíamos entonces preguntarnos con serenidad qué significado tienen en sí las prohibiciones, sobre todo cuando se nos aparecen como manifestaciones de una herencia colectiva, hecha de miedo y mitificaciones. O qué es lo que básicamente hemos transgredido y hasta qué punto está en juego, o no, nuestra libertad individual al aceptar los límites que a nuestra psicología impone la tradición secular.

Por eso es que, al mundo mítico de Hänsel y Gretel, lo he denominado “el bosque helado”, porque es allí, tristemente, si pretendemos de manera absurda que posea consistencia, donde nunca nada se realiza, salvo los oscuros sueños y las obsesiones más falsas del pensamiento, que cree caminar por él en pos de una añorada y legendaria quimera. Pero también allí, para nosotros los adultos, es donde el texto nos invita a una honda reflexión sobre el papel de los mitos en la cultura, mientras nos sentimos colmados al distraernos leyendo páginas de tanta capacidad de belleza. Aunque no sé hasta qué punto, vagabundeando por esos lejanos y hermosísimos bosques de la infancia y la adolescencia, sólo quisiéramos ver salvada la verdad más íntima —“el verso más puro”—, las heladas flores de la melancolía y el más antiguo sueño gregario y universal de nuestra especie.