Entrevistas
Jorge Majfud
“Todo gobierno es un mal necesario”

Jorge Majfud

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Esta entrevista fue publicada originalmente en el número 8 de la revista hispanoamericana de cultura OtroLunes, de junio de 2009.

Debo confesar que encontrar al escritor uruguayo Jorge Majfud en el camino de mis lecturas ha sido una enorme alegría. Jorge es autor de las novelas Hacia qué patrias del silencio, La reina de América (mención premio Casa de Las Américas, Cuba) y la más reciente y aún inédita La ciudad de la luna, todas de gran valor narrativo y testimonio de la evolución literaria de su autor. A través de sus historias versátiles, Jorge puede explorar con gran imaginación, desde la historia del continente latinoamericano, hasta el presente de una posible ciudad de oriente encallada en el desierto del Sahara.

—¿Cuándo y cómo te decidiste por dejar la arquitectura para dedicarte a la literatura?

—La arquitectura fue un paréntesis, casi un accidente en mi vida. Por aquella época era la carrera universitaria más larga del país. Por entonces tenía un promedio de duración de trece años. La gente tenía hijos y nietos antes de recibirse. Yo era un muchacho de provincia en la capital y encontraba refugio en la soledad de mi apartamento sin televisión y en los bares de Montevideo sin gente conocida a donde me iba a soñar despierto con otros mundos, a leer a Sartre, a Sábato y a escribir o a describir mis propios delirios.

La verdad es que estudiar arquitectura fue una excusa para mantener ese mundo literario. Aunque vivía muy modestamente y hasta pasé hasta cinco días sin comer, por comprar libros en lugar de comida, mi padre me ayudó muchísimo en aquella época. La otra suerte que tuve fue que si bien fui un estudiante regular en la secundaria, a veces un desastre, apenas entré a la universidad las cosas me fueron bien con poco esfuerzo, tanto que en las clases más difíciles de matemáticas siempre me repetía por dentro “no entiendo por qué entiendo todo”. Gracias a esta repentina e incomprensible facilidad no necesité dedicarle mucha atención a los estudios. Pude terminarla en cinco o seis años. Después me gané la vida dando clases y haciendo cálculos de estructura. Creo que no tuve ninguna oportunidad de diseñar algo realmente interesante. Y dudo que lo hubiera hecho. Pero era el medio de sobrevivencia que tenía. Hasta que en el 2002 llegó la crisis económica al Cono Sur y decidí aceptar una invitación de un profesor de la Universidad de Georgia para seguir mi carrera allí. Así que la literatura, la vocación que tenía desde chico y contra la que luché casi toda mi adolescencia, terminó por ganar la partida.

—¿Cuáles son los problemas a los que se enfrenta un escritor latinoamericano?

—Pienso que en el fondo son los mismos que enfrenta un escritor en cualquier parte del mundo: nadie comprende esa pasión, ese vicio, sino quien lo lleva dentro. Claro, como en todo siempre hay particularidades. Tal vez el mayor problema que deben enfrentar los escritores latinoamericanos es la limitación de los recursos cuando deben hacer alguna investigación. Si uno es profesor de una universidad en Estados Unidos y necesita un dato, un documento, un libro o cien libros sobre la abstinencia entre los papúas o sobre la historia de la Patagonia, basta con pedirlo y a los pocos días te lo traen desde cualquier parte del país sin ningún costo. En cuanto a la imaginación, a la creatividad, no tienen ningún problema, ya que la escritura es uno de los oficios más económicos que existen. Los genios siempre sobresalen de su propio contexto. Los otros gastan sus energías inventando excusas.

—En Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido), nos presentas la visión del mundo de un hombre en cautiverio y esta es en sí una novela narrada en tiempos de dictadura. ¿Cómo abordaste estos temas en particular? ¿Qué necesita un escritor para tocar este tema tan sensible socialmente?

—No sé. En mi caso particular, yo atravesé mi infancia y parte de la adolescencia en ese tiempo. Conocí las cárceles de la dictadura por dentro. No tenía diez años y si no era consciente al menos sí percibía la contradicción entre el discurso oficial y la realidad que me rodeaba. Algunas maestras y profesoras repetían hasta el hastío que el gobierno protegía la democracia y la libertad. Pero no se podía cuestionarlo. Una vez una maestra, por orden del gobierno, nos obligó a arrancar las hojas de un libro donde un cuento narraba o sugería que un zorro se comía a un búho. Según las autoridades era muy violento para los niños, pero yo en mis vacaciones había escuchado a escondidas a unos visitantes de mi abuelo hablando sobre las prácticas del gobierno nacional y del argentino de arrojar desde el aire personas al mar con los pies atados. Quince años después se supo de los “vuelos de la muerte”. En fin, tendría que contarte horas sobre ese contexto que marcó a toda una generación, a lo que en ese mismo libro que vos mencionás el protagonista llama “la generación del silencio”: los niños eran adiestrados a no hablar, porque hablar significaba alguna forma de represalia contra alguien como persona o contra uno mismo como estudiante. Por ejemplo, recuerdo un primo mío que tenía a su padre preso. La madre de su padre, nuestra abuela, no dejaba al niño decir “milico” a los militares; le hacía repetir respetuosamente “soldados de la patria”.

—En La reina de América te enfrentas nuevamente (en clave de novela, claro) a la historia de tu país y nos entregas una visión de la inmigración, pero desde otra perspectiva: la del europeo en América. Según lo que investigaste para esta novela y el proceso creativo tras la misma, ¿qué características particulares tuvo ese tipo de inmigración en América Latina?

—Toda inmigración tiene algo en común. O es por motivos políticos, religiosos o económicos. Unos escapan de algo y otros buscan algo. Pero el que escapa va buscando y el que busca va escapando de algo más. Los cubanos de la isla se tiran al agua aparentemente por razones políticas y los dominicanos se tiran al agua por razones económicas. Claro, a los cubanos que pisan suelo estadounidense se los recibe como héroes y con la legalidad; a los otros se los persigue como delincuentes por hacer lo mismo. Pero dudo que las razones políticas no incluyan razones económicas y que las razones económicas no incluyan razones políticas. ¿No es una razón política la que establece privilegios económicos en un país? Lo mismo ocurrió con los europeos y asiáticos que poblaron el Río de la Plata, nuestros abuelos. La inmigración es siempre un lento, suave y largo desgarro que nunca cicatriza. Los europeos escapaban de una Europa enferma, intolerante y empobrecida y, en consecuencia, iban a nuestras tierras idealizando la libertad, la tolerancia y las oportunidades económicas. Pero en la idealizada América, la América del Sur en nuestro caso, se encontraban con una realidad bastante más realista. No sólo era una realidad producto de los sueños y las enfermedades de Europa sino que los inmigrantes, como cualquier inmigrante, cuando emigra lleva en su bolso y en su pecho todo aquello de lo que escapa. Más o menos esa es la problemática de La reina de América, un título paradójico, claro, que es finalmente reconocido cuando la joven de la clase alta española termina sus días ejerciendo la prostitución y sufriendo la violencia doméstica, pública y política.

—Tus artículos periodísticos están constantemente evaluando y analizando el sistema social latinoamericano, o europeo, o estadounidense. Eres un crítico de la sociedad, de su cultura y de sus gobiernos.

—Sí. El poder no necesita que lo defiendan. Además, todo poder que ejerce un grupo social sobre otros se sostiene en base a mentiras, ya que está en su naturaleza lograr que quienes carecen de él o quienes lo sufren sean los primeros en defenderlo, a veces con un fanatismo que se llama “sentido común”, “moderación”, “camino del medio”, etc. Por eso me quedo con la vieja definición de Thomas Paine: “El gobierno es un mal necesario”. Pero un mal en fin. Claro, que gobierno y poder no son sinónimos. El poder que recibe un gobierno es aquél que le confiere el grupo social más fuerte a través de una cultura hegemónica. Sean príncipes, duques, obispos, papas, gerentes de megafinancieras, lobbies...

—Además, actualmente vives en Estados Unidos. Me gustaría conocer tu punto de vista sobre la actualidad política latinoamericana. ¿Qué piensas del avance de los gobiernos de izquierda?

—Como te decía, todo gobierno, en el mejor de los casos, es un mal necesario. Lo ideal es que las sociedades logren aprender un día a convivir sin la necesidad de la coacción del Estado para protegerse de la coacción de las hordas salvajes, de las mafias o de las hordas civilizadas, como son los lobbies que deciden el destino de millones de personas en el más absoluto secreto. América Latina ha sido tradicionalmente el escenario de un colonialismo persistente y de gobiernos de derecha. No por casualidad las rebeliones han sido tan frecuentes y la palabra “liberación”, no “libertad”, ha sido la más estimada. La primera se refiere a algo concreto; la segunda a un ideal abstracto. Casi todas las dictaduras de su historia han sido dictaduras militares de derecha, representantes de los intereses de las clases altas, de la oligarquía exportadora. Si esto que digo suena anacrónico es porque la realidad era anacrónica. En América Latina, en África y en otros subcontinentes siempre hubo dos tipos de dictaduras. Las más conocidas, aquellas que oprimían a sus pueblos para servir a los centros mundiales de poder; y las más raras, las dictaduras que oprimían a sus pueblos resistiéndose a ese mismo poder. Estados Unidos nunca necesitó de una dictadura formal porque era el centro de ese poder que se desparramaba por el mundo. Podríamos decir que ahora un gran número de gobiernos en América Latina se definen a sí mismos “de izquierda”. Pero la cultura colonialista todavía persiste en gran parte del territorio. Además, lo que tienen de izquierda no es mucho, si consideramos que la mayoría de los países, sobre todo los llamados “emergentes” han “emergido” de un capitalismo dependiente a un “capitalismo semidependiente” y con un modelo de éxito económico que se mide según los valores y parámetros del modelo impuesto por Estados Unidos.

—¿Qué posición tienes ante el gobierno de Chávez?

—Bueno, yo no defendería el personalismo de Hugo Chávez, pero al mismo tiempo me pregunto por qué habríamos de considerar más democráticos los pasados gobiernos venezolanos donde la abundancia de petróleo no sirvió para democratizar los recursos económicos y de educación de sus clases medias y baja.

—¿Qué piensas de Bush y los cambios de Obama?

—De Bush ni quiero hablar. Creo que él ya lo hizo y habló bastante, demasiado. El mundo tiene una mejor idea de él que la que puede tener él de sí mismo. ¿Obama? Bueno, hemos tenido muchas esperanzas, no en cambios importantes sino en pequeños cambios. Empezó a toda máquina y de a poco se ha ido chocando con los verdaderos poderes que mueven el mundo. Aun así creo que puede hacer bastante más (suponiendo que sus actuales iniciativas se materialicen). Pero me pregunto ¿qué podríamos hacer nosotros en su lugar? Si él quisiera cambiar mucho más cosas tal vez terminaría por no cambiar nada. ¿Acaso Superman cambió algo su mundo? Por el contrario, su trabajo consistía en mantenerlo tal como estaba, con villanos incluidos. Y si quiere hacer algo primero tiene que cuidar el pellejo.

—Quisiera saber algunas de tus principales lecturas o autores.

—Creo que ya no tengo ningún autor principal, dado el volumen de lecturas que van de varios libros por semana y periódicamente se reduce a cero. Excepto los diarios. Rara vez logro alejarme dos o tres días sin saber qué está pasando en el mundo. Tal vez algún día lo haga y entonces haré un cambio radical en mi vida. Entonces volveré a la naturaleza, a contemplar la vida desde otro ángulo, no sé. Calculo que todavía me quedan muchas vidas por vivir.