Letras
Parejas de hoy

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Un suceso bastante extraño tuvo lugar en la sala de profesores del instituto “Manuel Caballero” un día ya cercano al final de curso y cuando todo parecía discurrir sobre ruedas de cara a los últimos exámenes. Tomás, el profesor de matemáticas, estaba sentado en uno de los sillones que quedaban alrededor de la larga mesa del centro; Ana, una compañera de trabajo, parecía inmersa en la corrección de exámenes con los codos sobre la gran tabla en cuya superficie aparecían sin mucho orden algunos periódicos, algún libro y un montoncito de papeles. Lo que sucedió fue que la muchacha, Ana, se levantó de pronto de su silla, se dio la vuelta y se dirigió hacia Tomás con mucha resolución. También con desenvoltura se sentó sobre las rodillas del profesor de matemáticas y, sin ninguna explicación por su parte, se abrazó muy cariñosa a la cintura del hombre al mismo tiempo que le decía en voz baja y al oído: “Me gustaría seguir así para siempre; me gustaría que esto durara siempre”. Y como eran los únicos ocupantes de la sala en ese momento, aunque la puerta estuviera abierta, nadie los podía ver. Fue un desplazamiento tan sin aviso, la decisión de la muchacha fue tan repentina, que el profesor no tuvo tiempo de reaccionar para decirle que no o para rechazarla. Menos aun para apartarse a tiempo. Ningún beso, ningún movimiento más o menos brusco; sólo una sostenida emoción y un desahogo de la intimidad por parte de la compañera de trabajo; sólo un roce de la mejilla ardiente aunque de piel muy tersa además de la frase. Modulaciones de voz como en un quejido con ese “me gustaría seguir siempre así” y, luego, el expresivo silencio y el hondo palpitar del pecho. Tomás se volvió mudo por la sorpresa y, sólo después de un segundo largo, pudo decir que podían entrar en cualquier momento otros compañeros o alguno de los conserjes. La verdad es que podía acercarse hasta la puerta de la sala un alumno y preguntar por alguien o por algo pues eso es lo más natural del mundo en un instituto. El profesor pensó también en qué le podía haber pasado a la chica. En su opinión y en la del resto del claustro, Ana aparecía como una muchacha corriente, como una compañera formal y trabajadora; no destacaba en ningún sentido: era algo flacucha de aspecto y más bien tímida que extrovertida. Y, por todas esas razones, su inesperada determinación le había pillado completamente desprevenido al profesor.

 

Ana trabajaba como profesora de griego y Tomás daba clases de matemáticas en el mismo centro escolar. Ana tenía el pelo negro, muy negro, tanto que destacaba por su brillo natural cuando le daba la luz de frente. Tenía el cargo de forma interina y prácticamente acababa de llegar a la enseñanza; estaba en su primer año en el “Manuel Caballero”. Tomás, por el contrario, llevaba el pelo afeitado. No era calvo en realidad sino que prefería tener la cabeza despejada por una razón de puro gusto estético. El afeitado le daba un aspecto serio a primera vista, pero su carácter era en el fondo amable e incluso chistoso cuando le llegaba la inspiración; tenía un humor absurdo en apariencia que, si se pensaban bien, podía calificarse de muy racional. Estaba casado; era padre de dos hijos y todos los compañeros conocían su situación familiar y habían tratado personalmente a su mujer y a sus hijos en numerosas ocasiones. Ana solía decir a sus amigos y a sus familiares que lo que más le llamaba la atención en un hombre era el buen humor, pero, claro, de ahí a demostrar su predilección dentro del edificio y en horas de trabajo mediaba un mundo de distancia. Los dos habían mantenido a lo largo del curso una relación que se podía calificar de puro compañerismo aunque se llevaran bastante bien. Ana podía haber tomado demasiado en serio aquella vez en que él se prestó para acompañarla a casa después de una comida con los compañeros del claustro. O el hecho de que, siempre que se cruzaban por los pasillos, se quedaran mirándose con mayor atención de lo que parecía normal. Ana era forastera y Tomás, por el contrario, hijo del pueblo. El profesor de matemáticas había estudiado el bachillerato en ese mismo centro y se había pasado toda la vida en el “Manuel Caballero” si se puede decir así.

El caso de la comida entre los compañeros del claustro que Ana pudo mal interpretar fue más o menos el siguiente: pocos días antes de las vacaciones de Navidad, se celebró, como en tantas otras empresas, una comida de profesores en un restaurante del centro del pueblo. Ana se desplazó hasta el sitio elegido a pie porque hacía muy buen mediodía, pero, como la distancia era larga desde el piso donde vivía en régimen de alquiler, el compañero de matemáticas se prestó para devolverla en coche. Y esa fue precisamente la única ocasión en que mantuvieron alguna intimidad, en la que estuvieron solos un buen rato, antes de la escena en la sala de profesores. Tomás tuvo, durante aquella comida de empresa, uno de sus días de mayor inspiración; estuvo muy ocurrente en todo momento, gracioso, un punto irreverente y, cuando se enteró de que la compañera de griego vivía más o menos en su barrio, pensó que sería buena idea evitarle la caminata. La tertulia durante la sobremesa discurrió sobre materias muy distintas de las que se daban en las clases. Ana creyó ver un pensamiento complejo y original en el profesor afeitado y, además, le gustaban sus ojos, que eran claros, profundos, transparentes, tanto que se podía mirar a través de ellos el interior de la persona. Él se había prestado a devolverla en auto, pero, de repente, todos se habían puesto de pie para dar por finalizada la celebración y Tomás había desaparecido sin despedirse. “Me ha dejado plantada”, pensó la profesora de griego mientras iba a por el abrigo. Cuando ya se habían puesto de pie y se disponían a salir del restaurante, Tomás volvió a aparecer pues no había abandonado el local sino que solamente había ido a por tabaco hasta la máquina expendedora. Había una mampara de plástico antes de llegar a la puerta de la calle, una especie de recibidor en el que se encontraba la máquina del tabaco. Otro detalle que a Ana le pareció muy curioso fue que el profesor de matemáticas tenía aparcado el coche bastante lejos del restaurante y en la dirección contraria a donde ambos vivían, tanto que casi hubiera sido preferible volver a pie pues hubieran tardado lo mismo. La distancia a pie fue larga hasta el coche, pero a ella le pareció corta porque Tomás se mostró tan animado o más que dentro del local y porque la conversación no cesó en ningún tramo de la caminata por el centro del pueblo. Parecía surgir cada frase de forma espontánea y, además, los dos estaban de acuerdo en casi todos los puntos. Ana podía recordar, de manera particular, el gran número de pasos sobre elevados que tuvieron que salvar cuando tomaron el automóvil y que uno en especial casi les hizo tocar con los bajos del auto. A ella se le ocurrió decir que era el paso más abrupto que había visto en su vida, y recordaba también que esa palabra, “abrupto”, le pareció fuera de contexto y un poco cursi nada más pronunciarla. “Eso es porque llevas poco tiempo aquí; si siguieras el curso que viene —le comentó Tomás—, descubrirías otros pasos más altos y más anchos que son un suplicio corriente”. La conversación no decayó durante el paseo por las calles estrechas y tampoco durante el tramo que recorrieron en automóvil. Era evidente que sintonizaban y, desde ese momento, resultó esperable y predecible para ambos que, a lo largo del curso, se dirigieran la palabra otras veces y que la conversación entre ellos resultara fluida.

Esa conversación un tanto especial del día la comida fue lo único que pasó entre los dos profesores en el primer trimestre, pero Ana se sentía herida en su amor propio cada vez que Tomás no le prestaba una especial atención cuando se cruzaban por los pasillos. Se sentía un tanto frustrada porque ella esperaba otra cosa o más cosas. Tomás no podía dejar de tratarla con amabilidad; esa era su forma de ser con todo el mundo; pero de ahí a pensar que pudieran saltarse, ya en el último trimestre, todos los formalismos y los reglamentos, mediaba un abismo. Tomás no hablaba de su casa ni de su mujer cuando Ana le dirigía la palabra por los pasillos del instituto. Sí lo hacía cuando se juntaba el grupo de los compañeros y alguien, otro profesor, le preguntaba por Laura y por sus dos muchachos varones. Ana cayó en la cuenta de que las preguntas habituales en el grupo eran siempre las mismas, sobre qué estaban estudiando los hijos de Tomás y sobre si ya tenían novia. La verdad es que ella quería mucho al compañero de matemáticas a pesar de que pareciese feliz con su situación de casado, y, sin poderlo evitar, imaginaba proyectos. Le encontraba una personalidad diferente, insurgente, inexpugnable; sí, de acuerdo, pero eso no parecía motivo suficiente para ponerse en peligro y para echar por tierra la reputación de los dos. Ella caía a menudo en la contradicción y había llegado a un punto en que la tristeza la invadía sin venir a cuento y en que sólo se animaba cuando lo veía aparecer por el otro extremo del pasillo, cuando lo notaba entrar en la sala y, más que nada, cuando él se mostraba amable y le dirigía la palabra con acento cariñoso. Si él no le prestaba una especial atención, ella se hundía más en el desasosiego y sentía que su herida se hacía más y más honda.

 

Al profesor de matemáticas se le ocurrió decir: “No comprendes que nos pueden sorprender”; pero Ana no le hizo caso y siguió sentada encima del compañero sin cambiar mínimamente de postura. Tomás comenzaba a sentir con fuerza el aroma de la abundante cabellera negra y el contacto agradable de la mejilla más bien pálida, de un blanco marfileño en contraste fiero con el cabello negro del todo. El abrazo era estable, la situación no avanzaba ni retrocedía, y el hombre se encontraba más preocupado que desconcertado después de la primera reacción de asombro. Ana olía bien; pesaba poco; su postura era dulce y tierna. Tuvo que rodearla con un brazo porque esa era la respuesta física natural. Le pareció ridículo seguir con los brazos abiertos mientras ella se le apretaba. Siguió protestando verbalmente por lo embarazoso de la situación mientras rodeaba por la espalda a la interina aunque sin apretar mucho.

Habían pasado ya más de veinte segundos, más de treinta, por lo que se podía decir que habían tenido una gran suerte. El centro estaba en plena jornada laboral y, cuando tocara la sirena que daba fin a la hora de clase, docenas de profesores comenzarían a deambular por los pasillos y centenares de estudiantes abandonarían las aulas camino del patio y del bocadillo. Y mucho antes de que sonara el timbre, el profesor de guardia regresaría a la sala en la que estaba ubicada la única máquina de café. Ella tenía la cabellera negra y bienoliente, el cuerpo delgado, liviano, tibio. Tomás recordó la única frase de Ana, la que le acababa de susurrar al oído —“me gustaría seguir así para siempre”— y la consideró como una verdadera declaración de intenciones. Le entró miedo de repente y con una velocidad de vértigo se decidió a reaccionar para zafarse del compromiso. Pensó que ya había demostrado suficiente paciencia con la interina. Tenía que hacer algo y hacerlo pronto con el fin de librarse del abrazo. Le habló también al oído por entre las negras hebras del pelo hasta conseguir que ella se moviera. Ana se incorporó, luego se levantó, salió de la gran sala y se fue andando por el pasillo camino de los aseos de profesores como si la confidencia del hombre amado la hubiera llenado por completo de tranquilidad. En apariencia la situación acababa de dar un giro importante, transcendente, toda una revolución. Ella se había levantado voluntariamente y lo había liberado. Tomás estaba solo por fin, pero, para lograr el objetivo urgente, había tenido que claudicar en algún punto, que ceder en parte para llegar a un pacto y para ganar tiempo. Tuvo que dejarse ir un poco en sus principios con el fin de librarse de la imperiosa ternura que amenazaba con hundir su reputación.